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– ¿Hay algo interesante? -preguntó Eva.

– Sí, sí, esto voy a comprárselo a mi mujer. Me lo mandarán en dos semanas.

Eva miró.

– ¿De qué se trata?

– Es para quitar las bolitas. Estupendo para jerséis, almohadones de sofás y muebles. En mi país no tenemos bolitas. Vosotros usáis tejidos extraños.

– A. mí me gustan las bolitas -dijo Eva-. Me recuerdan a los viejos ositos de peluche. El que yo tenía de pequeña estaba lleno de bolitas.

– Sí, sí -asintió Omar-. Bonito recuerdo. Pero en mi país tampoco tenemos ositos de peluche.

La cerveza estaba tibia. Eva puso rápidamente una botella bajo el agua y buscó en la guía el número de teléfono de Maja para llamarla y decirle que se olvidara de todas las tonterías que había dicho la noche anterior bajo los efectos del alcohol, que no estaba en sus cabales. El teléfono no daba la señal. Claro, lo habían cortado. Profirió unas cuantas maldiciones en voz baja, entró en el cuarto de baño y se sentó en la taza del water con la falda enrollada alrededor de la cintura. «Seguro que hoy tengo pinta de puta -pensó-; tal vez es lo que realmente soy, tal vez sea un buen día para empezar.» Acabó, se quitó la falda y volvió a ponerse la bata. Fue hasta la entrada, se colocó delante del espejo y se contempló de los pies a la cabeza. Sólo para ver, pensó.

Eva medía un metro ochenta y tres, y la mayor parte de esa longitud estaba en sus piernas. Tenía la cara estrecha y pálida, los ojos dorados, no tan oscuros como para considerarlos castaños, los hombros estrechos, un cuello inusualmente largo y los brazos largos con muñecas muy flacas. Sus pies eran grandes; gastaba un 41, era para llorar; su cuerpo, esbelto, un poco anguloso y no muy femenino, pero tenía los ojos bonitos, al menos Jostein siempre había dicho que eran bonitos. Grandes y un poco rasgados, muy separados. Un poco de buen maquillaje haría maravillas, pero ella nunca había entendido de esas cosas. El pelo le colgaba sencillamente, largo y oscuro, con un suave tono rojizo. Eva se agachó para verse mejor. Tenía más pelos sobre el labio superior que antes. Tal vez la producción de estrógenos haya empezado a disminuir, pensó. Se abrió la bata y la apartó para ver sus pechos pequeños, su cintura larga y estrecha y sus muslos, que eran blancos como su rostro. Contoneó provocativamente el cuerpo, meciendo la cabeza para que le ondulara el pelo. «¡Si Maja ha sido capaz de hacerse millonada con ese cuerpo pequeño, gordo y lleno de michelines, también lo seré yo!», pensó con frivolidad. Se acordó de nuevo del montón de^ billetes, pensó en su procedencia y sacudió la cabeza, como si no acabara de entender lo que le había sucedido de la noche a la mañana. Volvió a cerrarse la bata y sacó la botella del fregadero. No pensaría en nada, se limitaría a hacerlo. No hacía falta que nadie se enterara. Lo haría sólo por algún tiempo, tal vez hasta Navidad, para recuperarse un poco. Bebió la cerveza y notó cómo se le tranquilizaban los nervios. En realidad no he cambiado, pensó, sólo he descubierto un aspecto nuevo. Bebía, fumaba y soñaba con su pequeña galería, que estaría junto al río, preferentemente en el lado norte. Galería Magnus. No sonaba mal. Tuvo una repentina ocurrencia, añadir un color más a sus cuadros: el rojo oscuro. Una raya muy fina en el primer cuadro, casi invisible, y luego poco a poco, algo más. Se sentía muy inspirada. Abrió la segunda botella y pensó que justamente eso era lo que había faltado en su vida.

¡Había faltado Maja! Pero ahora había vuelto. «Todo se arreglará -pensó contenta-; éste es un momento crucial.» Cuando acabó las tres botellas se durmió.

El taxi tocó el claxon en la calle a las seis.

Eva había envuelto el cuadro en una vieja manta y el chofer lo colocó cuidadosamente en el maletero.

– Vaya con cuidado -dijo Eva-, vale diez mil coronas.

Le dio la dirección de Tordenskioldsgate, y de repente tuvo la sensación de que el taxista la miraba fijamente por el espejo retrovisor. Tal vez conocía a Maja. Tal vez uno de cada dos hombres de la ciudad había estado en su cama. Se quitó unas motas de la falda; notó que se estaba poniendo nerviosa, apenas quedaban secuelas de la borrachera de la cerveza y estaba volviendo a la realidad. Resultaba curioso, cuando Emma estaba fuera por algún tiempo, era como si guardara todo el papel de madre en un cajón para volver a ser sólo Eva. «Es lo que soy ahora -pensó-; Eva. No tengo en cuenta lo que digan los demás, hago lo que quiero.» Sonrió para sus adentros. El taxista la vio y le devolvió la sonrisa por el espejo. «No te hagas ilusiones -pensó-, no soy gratis.»

Capítulo 2 8

Maja abrió los brazos y la metió en casa. Los excesos del día anterior no habían dejado ninguna huella en su redonda cara.

– Entra, Eva. ¡Traes el cuadro!

– Vas a desmayarte al verlo.

– Nunca me desmayo.

Desenvolvieron el cuadro y lo apoyaron en la pared.

– ¡Caray!

Maja enmudeció por completo y se puso a estudiarlo detenidamente.

– La verdad es que eres muy especial. ¿Se llama de alguna manera?

– No, ¿estás loca?

– ¿Por qué no?

– Porque en ese caso sería yo la que decidiera lo que ibas a ver, y no quiero que sea así. Míralo y dime qué ves, y luego te contesto.

Maja se lo pensó durante mucho rato y por fm se decidió.

– Es un rayo, eso es.

– Pues sí, no es ninguna tontería. Entiendo lo que quieres decir, pero yo también veo otras cosas: la tierra que se agrieta durante un terremoto, o el río que atraviesa la ciudad por la noche, a la luz de la luna, o lava ardiente que chorrea por una llanura carbonizada. Mañana tal vez veas otra cosa, al menos eso es lo que pretendo. Tienes que librarte de algunas opiniones preconcebidas sobre el arte, Maja.

– Me quedo con lo del rayo. No me gusta que las cosas cambien y se transformen en algo diferente. Ahora eres tú la que tienes que librarte, bonita. He preparado la habitación. Ven a verla. ¿Has comido?

– Sólo he bebido.

– Eres peor que un niño. Habrá que darte de comer. ¿Serás capaz de masticar si te preparo un sandwich?

Condujo a Eva hasta el cuarto libre. Era una habitación oscura, con mucho terciopelo rojo y cortinas pesadas y tupidas. La cama era enorme; sobre el colchón había una colcha con flecos dorados. El suelo estaba cubierto con espesas alfombras en tonos rojos y negros y se mecía cuando andaban.

– Estos son tus colores -dijo a Eva con determinación-. Y tengo para ti una bata roja de terciopelo fino que se abre fácilmente. Aquí dentro -se fue al extremo de la habitación y apartó una cortina- hay un pequeño baño con lavabo y ducha.

Eva echó un vistazo.

– Puedes trabajar aquí mientras yo estoy en el centro de acogida. He hecho otra llave. Ven, tienes que comer.

– ¿Todo esto lo has organizado hoy?

– Sí. Y tú, ¿qué has hecho?

– Dormir.

– Entonces podrás trabajar algo durante la noche.

– No, Dios mío, no lo sé, si me atrevo… pensé que la primera vez con uno sería suficiente. Oye -dijo nerviosa-, ¿hay muchos tipos asquerosos?

– ¡Qué va!

– Pero supongo que algunos dirán cosas desagradables o harán guarradas…

– No.

– ¿No te da miedo? ¿Estar a solas con desconocidos noche tras noche?

– Ellos son los que están asustados, los que tienen mala conciencia. Primero han de inventar una mala mentira para marcharse de casa, y luego coger parte del presupuesto familiar para pagar el servicio. Ser cliente de putas hoy en día es algo terrible. Antiguamente no eras un hombre de verdad si no frecuentabas las casas de putas. Pues no, nunca tengo miedo. Soy profesional.

Eva mordió el sandwich y masticó lentamente. Atún con limón y mahonesa.