– ¿Y no suelen pedirte cosas especiales?
– No, casi nunca. La voz se corre y ya se han informado antes de venir por primera vez.
Abrió una Coca-Cola y dio un largo trago.
– Saben que soy una puta decente y que hay ciertas clases de sexo que aquí no tendrán jamás. Casi todos son clientes fijos y me conocen, saben lo que se permite y dónde está el límite. Si inventan alguna tontería no les dejo volver, y no quieren correr ese riesgo.
Acabó con un pequeño eructo.
– ¿Vienen bebidos?
– Sí, pero no completamente pedos, aunque algo alegres sí que están. Muchos vienen directamente de un pub que hay en esta misma calle: Las armas del Rey. Pero otros vienen a la hora del almuerzo, de traje y con maletín.
– ¿Puede ocurrir que se nieguen a pagar?
– No me ha pasado nunca.
– ¿Y alguno te ha pegado alguna vez?
– No, señora.
– No sé si me atrevo.
– ¿Y por qué no?
– No lo sé… se oyen tantas historias…
– Un hombre sólo se cabrea cuando no consigue lo que quiere, ¿no es así?
– Pues sí.
– Vienen aquí para comprar algo que necesitan, y lo consiguen. No tienen ningún motivo para armar líos. ¿Qué tiene de malo el acostarse con alguien?
– Nada. Excepto que muchos de ellos estarán casados y tendrán hijos…
– Claro, precisamente ésos son los que acuden aquí, los que obtienen demasiado poco. La gente casada no hace el amor muy a menudo.
– Jostein y yo sí.
– Bueno, puede que al principio. ¿Pero cómo estaban las cosas al cabo de diez años?
Eva se sonrojó.
– ¿O tal vez opinas -prosiguió Maja- que las mujeres debemos reservarnos para el gran amor? ¿Es eso lo que piensas? ¿Crees en el gran amor, Eva?
– Claro que no.
Bebió otro trago de Coca-Cola.
– ¿Alguno se ha enamorado de ti?
– Ah, sí. Sobre todo los más jóvenes. Me resultan muy agradables y los cuido un poco más que a los otros. Esta primavera, por ejemplo, llegó un joven que tenía un nombre increíble, la familia era de origen francés y españoclass="underline" Jean Lucas Córdoba. Fantástico nombre, ¿verdad? Imagínate llamarse así -dijo pensativa-. Te entran ganas de casarte con él sólo por el nombre, ¿a que sí? Y luego estaba Gøran, nunca lo olvidaré. Era virgen, así que tuve que explicarle ciertas cosas. Luego estaba muy conmovido y agradecido. No resulta fácil ser virgen cuando tienes veinticinco años y encima eres policía. Tuvo que haberse armado de mucho valor para venir aquí.
Eva ya se había acabado el sandwich. Vació el vaso y se apartó el pelo de la cara.
– ¿Habláis de algo?
– Intercambiamos algunas palabras. Las mismas frases hechas cada vez, más o menos lo que creo que quieren oír. La verdad es que no exigen mucho, Eva, ya lo verás por ti misma.
Dejó la botella.
– Son las siete menos diez, y el primero llega a las ocho. Es un tío que ya ha estado otras veces; algo huraño, pero acaba pronto. Me ocuparé de él y le diré que somos dos y que nos repartiremos los clientes. Y que vamos a seguir en la misma línea. Así sabrán lo que se van a encontrar, y tú tendrás el mismo tipo de clientela que yo.
– Me gustaría meterme en el ropero y observaros a escondidas -suspiró Eva-. Para ver cómo lo haces; creo que para mí lo más difícil será inventar algo que decir.
– Vas a estar demasiado estrecha en el armario. Mejor será que mires por la rendija de la puerta.
– ¿Cómo?
– Bueno, no podrás estar exactamente junto a la cama, pero puedes mirar desde el otro cuarto. Apagamos la luz y dejamos la puerta entreabierta. Así podrás quedarte sentada observando y hacerte una idea. Ya me conoces, nunca he tenido problemas de timidez.
– Dios mío, no me vendría mal una copa, estoy temblando.
Maja hizo una pistola con dos dedos e hizo como si le pegara un tiro en la frente.
– ¡Ni hablar! ¡Totalmente prohibido emborracharse o drogarse en el trabajo! Así conseguirás que todo se vaya a la mierda, Eva. Luego iremos a cenar a La cocina de Hanna. Una cosa puedo prometerte: cuando empieces a ganar dinero, empezará realmente a apetecerte. Cada vez que me entran ganas de comprarme algo, meto la mano en algún florero y saco un montón de billetes. Tengo dinero por todas partes, en cajones, armarios, en el cuarto de baño, en la cocina, metido en botas y zapatos, ya casi he perdido la cuenta.
– ¿No tendrás dos millones esparcidos por el piso?
Eva estaba pálida.
– No, no, sólo lo que me hace falta para ir viviendo. El resto lo tengo guardado en la cabaña.
– ¿En la cabaña?
– En la cabaña de mi padre. Murió hace cuatro años, así que ya es mía. Has estado allí una vez, te acuerdas, con más amigas. En la sierra de Hardanger.
– ¿Murió tu padre?
– Sí, hace años. Te puedes imaginar lo que acabó con él.
Eva tuvo la delicadeza de no contestar.
– ¿Y si va algún ladrón?
– Está muy bien escondido. A nadie se le ocurriría buscar en ese lugar. Los billetes son muy planos, no ocupan mucho espacio. Además, no puedo meterlos en el banco, ¿no crees?
– El dinero no lo es todo -dijo Eva sabihonda-. Tal vez te mueras antes de poder disfrutarlo.
– Tal vez te mueras antes de haber vivido -contestó Maja-. Pero si me muriera así, de repente, te nombro por el presente mi única heredera. Te lo mereces.
– Gracias. Creo que me hace falta una ducha -dijo Eva-. Estoy sudando de miedo.
– Dúchate. Voy a sacarte el vestido. ¿Te ha dicho alguien que el negro te sienta de maravilla?
– Gracias.
– No es un cumplido. Te lo pregunto porque como siempre vas de negro…
– Ah bueno -contestó Eva, avergonzada-. No, no recuerdo que alguien me lo haya dicho. A Jostein no le gustaba nada.
– No entiendo qué tienes en contra de los colores.
– Son… estorban de alguna manera.
– ¿Estorban en qué sentido?
– A lo que realmente importa.
– ¿Y qué es lo que realmente importa?
– Todo lo demás.
Maja suspiró y recogió los vasos y el plato.
– No es fácil entender a los artistas.
– No -sonrió Eva-, pero algunos tenemos que tomarnos la molestia de mostraros la profundidad de la existencia, para que tengáis una superficie sobre la que poder nadar.
Entró en el que iba a ser su cuarto, y se desnudó. Oyó a Maja canturrear y el tintineo de perchas. La habitación verde con mucho dorado de Maja hizo pensar a Eva en su propio piso, negro y blanco. Había un abismo entre ambas casas.
La cabina de la ducha era minúscula y la pared de enfrente estaba cubierta por un gran espejo. Observó su largo cuerpo y le pareció desconocido. Tuvo la sensación de haber renunciado al derecho de propiedad. El espejo se estaba empañando. Por un instante pareció joven y lisa, con un tono rosa de la cortina floreada.
«No debo pensar -se dijo-; Sólo hacer lo que me diga Maja.»
Acabó de ducharse, se secó y volvió a la habitación, que estaba fresca en comparación con la ducha. Maja entró con algo rojo sobre el brazo. Era una bata y Eva se la puso.
– Magnífico. Exactamente lo que necesitas. Cómprate algo de ropa roja, con ella pareces una mujer, en lugar de un palo para secar el heno. ¿Puedes hacer algo con tu pelo?
– No.
– Bien. Entonces sólo me queda enseñarte un pequeño detalle. Túmbate sobre la cama, Eva.
Eva vaciló, pero por fin se acercó a la cama y se tumbó justo en el centro.
– No, en un lado, en la parte derecha, si no, te quedarás sobre la rendija entre los dos colchones.
Eva se desplazó hasta el borde.
– Deja caer la mano derecha al suelo.
– ¿Qué?
– Deja caer el brazo por el borde de la cama. ¿Notas algo duro a través de la colcha?
– Sí.
– Mete la mano debajo y arráncalo. Está pegado con celo.
Eva rebuscó entre los flecos de la colcha con la mano derecha y descubrió algo largo y liso, pegado al borde. Lo arrancó. Era un cuchillo.