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– ¿Ves ese cuchillo, Eva? Es un Hunter, de la casa Brusletto. Si te parece espantoso, el propósito se ha conseguido. Es para ejemplo y escarmiento. Para eso está ahí, por si a alguien se le ocurre alguna tontería. Si bajas el brazo con cuidado, vuelves a levantarlo con el cuchillo en la mano, y él está sentado en la cama con el culo y todas sus cosas al aire; apuesto a que se tranquilizará rápidamente.

– Pero… has dicho que nunca había ocurrido nada por el estilo.

Eva tartamudeó. Empezaba a sentirse mal.

– No -contestó Maja evasivamente-, nada más que algunos pobres intentos. -Se agachó junto a la cama y pegó el cuchillo en su sitio. Eva no podía verle la cara-. Pero de vez en cuando alguno se pone un poco chulo. No conozco bien a todos. Además, los hombres son mucho más fuertes que nosotras.

Vacilaba con el papel celo.

– Para ser sincera, suelo olvidarme de que el cuchillo está ahí. Pero te prometo que me acordaré si pasa algo. -Volvió a levantarse. La vieja sonrisa estaba de nuevo en sus labios-. Tal vez sea un poco frivola, pero no descuidada. Ven aquí, te hace falta un poco de lápiz de labios.

Eva vaciló un instante, luego cruzó descalza la espesa alfombra. «Este es otro mundo -pensó-, con sus propias reglas. Luego, cuando vuelva a casa, todo será como antes.» Dos mundos separados por una pared.

Estaba inmóvil, sentada en una banqueta junto a la puerta. No había luz en la habitación y nadie podía verla desde fuera. A través de una rendija podía ver la cama de Maja, la mesilla de noche y la lámpara, con una gran pantalla, decorada con un flamenco rosa. Era la única luz que había en la habitación. Eva esperaba a que sonara el timbre de la puerta: dos breves toques, la señal acordada. Eran las ocho menos cinco. El edificio estaba en una calle tranquila; no se oía ningún ruido, salvo una suave melodía procedente de la minicadena: la voz de Joe Cocker. Cada vez es más ronca, pensó Eva. De repente oyó el motor de un coche que estaba aparcando justo debajo de la ventana. Eva volvió admirar el reloj, eran las ocho menos tres minutos y su corazón empezó a latir más deprisa. Sonó la puerta del coche y a continuación un ruido sordo producido por la puerta del portal al cerrarse. Una repentina ocurrencia la impulsó a levantarse y acercarse a la ventana. Vio un coche blanco, aparcado junto a la acera. Un modelo deportivo, pensó, mirando con los ojos entreabiertos a través de la rendija de la cortina. Nunca se le escapaba ningún detalle. Era un Opel bastante bonito, pero no nuevo del todo. Le resultaba familiar. Jostein tenía uno igual cuando se conocieron. Volvió de puntillas hasta la banqueta y se sentó con las manos sobre las rodillas. El timbre sonó brevemente dos veces, tal y como se había acordado. Maja se levantó, atravesó la habitación, y de repente se giró y levantó el pulgar. Luego abrió la puerta. Eva intentaba respirar tranquilamente. Había tanta tela en la habitación que notaba que el aire se iba espesando. Un hombre entró. Eva no pudo verlo con claridad, pero tendría unos treinta y tantos años, era corpulento, de pelo rubio y ralo, más largo en la nuca, que llevaba recogido con una goma en una pobre coleta. Iba vestido con unos pantalones vaqueros que no le sentaban bien porque tenía una enorme tripa. Eva aborrecía a los hombres que no podían ajustarse bien los pantalones a causa de su tripa. También le ocurría a Jostein, pero Jostein era Jostein, y era diferente. El hombre se quitó descuidadamente la chaqueta y la tiró sobre la cama con un gesto muy familiar, como si estuviera en su propia casa. A Eva no le gustó, le pareció muy descarado. Luego vio que el hombre metía la mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacaba un billete que también tiró sobre la cama. Eva oyó la voz de Maja, pero hablaba tan bajo que tuvo que esforzarse para distinguir lo que decía. Se inclinó con mucho cuidado hacia delante y aproximó la oreja a la rendija todo lo que pudo.

– Te estaba esperando -oyó decir a Maja-. ¡Ven!

La voz sonaba dulce como la miel. «Yo nunca seré capaz de hablar así», pensó Eva espantada. De repente el hombre se acercó mucho, y aunque no era muy alto, a su lado Maja parecía aún más baja. A pesar de la tenue luz que iluminaba la habitación, Eva pudo ver cómo el hombre abría la bata verde de Maja y la deslizaba por los hombros de su amiga, hasta que la prenda cayó por fin al suelo. Eva miraba fijamente el cuerpo blanco y redondeado de Maja, y al hombre, pero no podía distinguir la expresión de su cara. La música sonaba agradablemente al fondo. Maja se acercó a la cama, y se tumbó lentamente boca arriba, con los brazos a lo largo del cuerpo. El hombre la siguió. Llevaba una camisa a cuadros que de repente sacó violentamente del pantalón. Como había pagado, podía tomar posesión de la mercancía con un evidente derecho de propiedad, y eso fue lo que hizo. Se arrodilló sobre la cama y empezó a desabrocharse el cinturón. Eva pudo ver las bragas negras de Maja y sus muslos rellenos. Ninguno de los dos hablaba, sus movimientos eran lentos y rutinarios; estaban haciendo algo que habían hecho muchas veces y seguían un sistema fijo. El hombre no perdió el tiempo, acabó de desabrocharse el cinturón y Eva pudo oír una cremallera que se bajaba. La cama crujía ligeramente mientras el hombre se acomodaba. Maja no se movía, y tampoco Eva. Miraba fijamente al hombre, que en ese momento se bajó los pantalones hasta los muslos. Luego le quitó las bragas a Maja violentamente. Ella le ayudó levantando con pereza el culo y enseguida se abrió de piernas. El hombre empezó a jadear, se sentó a horcajadas sobre Maja, le separó aún más las piernas y se lanzó dentro. Maja había vuelto la cara hacia un lado. Eva sólo veía el pelo ralo y el culo blanco del hombre, que se movía cada vez más deprisa. Pasaron unos instantes y se levantó, estiró los brazos, echó la cabeza hacia atrás, soltó un gemido ronco y dilatado, y se desplomó. En total había durado un minuto. Al caerse con la barbilla contra el colchón, su mano se deslizó fuera de la cama, y buscó a tientas en el borde un apoyo. Se oyó un sonido sordo. El hombre se estiró y miró al suelo. Eva vio que estaba buscando algo sobre la alfombra. Maja había girado la cabeza y enarcó las cejas, cuando el hombre de repente se incorporó. Tenía el cuchillo en la mano. Brillaba a la luz de la lámpara. El hombre lo miró asombrado, y luego miró a Maja, que estaba intentando levantarse. Eva se tapó la boca con una mano para ahogar un grito. Por unos segundos, hubo un silencio total en la habitación. Joe Cocker había acabado de cantar Up where we belong y se estaba tomando un respiro antes de pasar a la canción siguiente. La imagen que Eva estaba contemplando a través de la rendija hizo que se le helara la sangre en las venas y respirara con dificultad: Maja, todavía desnuda, estaba tumbada boca arriba sobre la cama, y el hombre, sin quitarle ojo, seguía sentado a horcajadas sobre ella, con los pantalones bajados hasta las rodillas y el puntiagudo cuchillo en la mano.

– ¿Qué coño es esto?

La voz denotaba sospecha. Miró a Maja, cuya actitud era tan dulce y cariñosa como antes: toda una profesional.

– Ni más ni menos que una pequeña seguridad para una mujer indefensa. Viene mucha gente rara por aquí.

Conque sí, pensó Eva.

– ¿Conque sí, eh? -gritó el hombre-. ¿Así es como nos ves? No tendrías pensado clavármelo, ¿no?

– Más bien has sido tú el que me ha clavado algo, ¿no? -se reía Maja con voz ronca.

El hombre seguía sin moverse, con el cuchillo en la mano.

– He leído algo sobre putas que roban así a la gente.

El hombre observó el cuchillo, le dio la vuelta y miró el cuerpo desnudo de Maja, su piel tan blanca, como gozando de lo que veía.

– Gracias -dijo Maja-. Ya me has pagado. Creo que ya es hora de que sueltes ese cuchillo. No me gusta que me estés apuntando con él.

– Y a mí no me gusta encontrarme cuchillos en la cama cuando he venido aquí con intenciones claras y honradas. ¡Uno no se puede fiar de vosotras ni de coña!