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El hombre estaba montando en cólera. Eva se mordió el labio, casi había dejado de respirar. Maja intentó levantarse, pero él se lo impidió.

– ¡Relájate ya! -exclamó ella en voz alta-. No seas tan delicado.

– No soy delicado -objetó con voz arisca-. Vosotras sois las delicadas, siempre pensando que os queremos hacer daño. ¡Coño, un cuchillo y todo! ¿También tienes un arma de fuego?

– Naturalmente.

– Eres de las paranoicas, ya me lo imaginaba.

– El paranoico eres tú. Yo no tenía ninguna razón para clavarte el cuchillo. Al menos en un principio. Pero ya está bien. Vete ya, si no tendrás que pagar un extra.

– ¡Ja! ¡Me iré cuando haya acabado! -contestó el hombre, mientras tiraba de sus pantalones y se subía la cremallera haciendo grandes esfuerzos.

– Has acabado hace tiempo, y hay otros esperando.

– Lo siento por ellos. ¡Las putas sois la leche, joder! Te he dejado mil coronas por un trabajo de cinco minutos. ¿Sabes cuánto tengo que trabajar en la fábrica de cerveza para ganarme mil coronas?

– No -contestó Maja, que estaba empezando a cansarse. Miró el techo. Eva esperaba con tres dedos metidos en la boca.

– ¡Me cago en la puta! -murmuró el hombre intentando concentrarse en la hebilla del cinturón-. ¡Mujeres de mierda!

– ¡Ya está bien, joder! No hace falta que vuelvas. A partir de ahora no serás bienvenido aquí. Debería habértelo dicho hace mucho tiempo.

– ¿Ah, sí? -El hombre se detuvo y asintió con la cabeza, como si de repente lo comprendiera todo-. ¿Conque esas tenemos, eh? Nos recibís con los brazos abiertos y nos vaciáis la cartera, pero en el fondo ninguna de vosotras nos aguantáis. Así es, ¿verdad? ¡No hay nada más cínico que una puta, joder!

Maja se incorporó con gran esfuerzo y se apoyó sobre los codos. Intentó retirar las piernas, pero el hombre, ya fuera de sí, se lo impidió. Ella le dio un codazo y se escabulló de entre los muslos del hombre, buscando el cuchillo. De repente lo tenía en la mano. Se puso de rodillas y lo levantó; la punta vibraba. Maja tenía los ojos clavados en el hombre, que seguía sentado en la cama como si estuviera a punto de saltar, con su pequeña coleta rebosante, como la erección de un chiquillo, pensó Eva, con una mano entera metida en la boca, que mordía con fuerza para no gritar. Si el hombre se hubiera girado hacia la izquierda, habría visto el ojo de Eva, un puntito luminoso en la negra rendija de la puerta. Pero el hombre no se giró, sino que agarró un cojín y se lo puso delante como para protegerse. Miró a Maja, que estaba sentada sobre las rodillas, temblando, con el cuchillo en la mano. Un cojín y un cuchillo. Todo quedó en silencio.

Eva escondió la cara entre las manos. Quería hacer desaparecer esa amenazadora escena, le aterraba que el hombre la descubriera, que atravesara corriendo la habitación y abriera la puerta; se preguntaba qué conclusión sacaría si la viera allí, y pensaba en la rabia que sentiría si supiera que estaba sentada en la oscuridad observándolos. Permanecía inmóvil como una estatua, esforzándose por respirar tranquilamente. Joe Cocker había empezado otra canción, When a woman cries. En medio de la desesperación sintió un enorme alivio. Jamás permitiría que un desconocido entrara en esa habitación y la desnudara. No sólo finalizaría su carrera antes de haberla iniciado, sino que también convencería a Maja para que lo dejara. «En el fondo, Maja es una persona decente -pensó- que se preocupa por los demás, y casi dos millones ya estaba bien.» Tendría que contentarse con un hotel pequeño. Eva volvió a levantar la vista y miró a través de la rendija. El hombre había bajado por fín de la cama y estaba a punto de ponerse la chaqueta. Eva podía ver su nuca; el hombre miraba la habitación como queriendo asegurarse de que no olvidaba nada. Contuvo la respiración cuando vio que el hombre descubrió la puerta entreabierta. La miró fijamente durante algunos segundos, se dio otra vez la vuelta y cruzó la habitación. Algo iba mal. Nadie decía nada, había de repente un terrible silencio. Eva podía ver los pies de Maja, inmóviles bajo la colcha dorada, apuntando hacia los lados. Al hombre le entró la prisa, abrió rápidamente la puerta y se escabulló.

Eva no se movió.

Esperó a que Maja la llamara. Notó cómo la rabia le iba subiendo por dentro. Era una rabia dirigida hacia Maja, que la había metido en ese dudoso piso, jurando que era un trabajo seguro. Pero no oía ningún sonido procedente de la cama. Por fín se levantó, abrió la puerta de un empujón y vio el cuerpo blanco de Maja en diagonal sobre la cama. Estaba muy quieta, un cojín le cubría la cara.

Eva no gritó. Sería una de las típicas diabluras de Maja. No escatimaba nada cuando quería conseguir una buena carcajada. Eva se cruzó de brazos y movió la cabeza.

– Si vuelves a dejar entrar a ese tipo te perderé el respeto -dijo secamente.

Un coche arrancó en la calle. Eva se volvió rápidamente y se acercó corriendo a la ventana. Llegó justo en el momento en el que el coche se puso en marcha. «Es un Opel Manta -pensó-, como el que tuvo Jostein.» Le dio tiempo a ver parte de la matrícula: BL 74…

Las llantas chirriaron. El hombre dio un giro en forma de uve y estuvo a punto de chocar con un letrero que había en el borde de la acera. Luego desapareció a toda velocidad en dirección al pub. Eva siguió el coche con la mirada, luego volvió a la habitación. Se inclinó sobre la cama y levantó con cuidado una esquina de la gran almohada. Entonces gritó.

Fue un grito agudo, que le salió del fondo de la garganta. Maja estaba mirando fijamente el techo con los ojos abiertos de par en par. Sus dedos reposaban sobre la colcha muy separados. Eva retrocedió horrorizada y se golpeó la espalda contra la mesilla de noche, haciendo que la enorme lámpara con la pantalla del flamenco se tambaleara. La sujetó instintivamente con ambas manos para evitar que cayera al suelo, se volvió de nuevo y se acercó corriendo a la ventana; miró la calle desierta, ni un coche, ni una persona, sólo el suave murmullo del tráfico a lo lejos. Se inclinó sobre Maja, la cogió por los hombros y la sacudió. La barbilla le cayó hacia delante y se quedó con la boca abierta. Eva buscó desesperadamente el teléfono, pero no lo veía por ninguna parte; se precipitó hacia la otra habitación, miró en la mesilla de noche, volvió a la habitación de Maja y no pensó en encender más luz; seguía sin encontrar el teléfono, hasta que por fin descubrió un rojo y brillante coche deportivo en un estante. Era el teléfono. Se precipitó sobre él, levantó la carrocería para pedir ayuda, pero era incapaz de recordar el número de emergencias, acababan de cambiarlo, lo había visto en el Telediario, así que tendría que buscar la guía de teléfonos. No la encontró. Volvió a colgar y se dejó caer en un sillón. Se miró la bata roja, imaginándose de repente la habitación llena de policías uniformados y fotógrafos que le sacaban fotos con flash, sentada en el sillón, desnuda bajo la bata roja, como una puta.

Como una puta.

¿Qué diría? ¿Que había estado mirando a través de la rendija de la puerta? ¿Por qué no hice nada?, se preguntó asombrada. Porque todo había ocurrido muy deprisa. Había tenido miedo de que la descubriera, miedo de que la cólera de aquel hombre se dirigiera hacia ella. Estaba segura de que Maja sería capaz de dominar la situación. Maja, tan profesional. Se levantó de un salto y corrió hasta la otra habitación. Encontró su ropa y se cambió a toda prisa, atenta a cualquier ruido. ¿Y si de repente sonara el timbre de la puerta? ¿Y si llegara otro cliente? Ese pensamiento le hizo acercarse rápidamente a la puerta y cerrarla con llave. Era incapaz de controlar sus dedos y le resultó muy difícil abrocharse los botones. Con el rabillo del ojo veía en todo momento los pies blancos de Maja. «Nadie sabe que he estado aquí -se dijo a sí misma-, nadie salvo Maja. Si alguien se enterara, Jostein, la policía o la Protección de Menores, me quitarían a la niña. Me iré corriendo a casa como si todo esto nunca hubiera sucedido. No tiene nada que ver conmigo o con mi vida, yo no pertenezco a este lugar, a este piso de terciopelo y seda.» Fue tambaleándose por las habitaciones; encontró su bolso y su abrigo y de repente se dio cuenta de que sus huellas dactilares estarían por todas partes. Se detuvo en seco. Pero como no estaba en ningún registro no la encontrarían, pensó. Volvió a detenerse junto a la cama. Se acercó a la cabecera y se agachó. Había una mosca en la comisura de los labios de Maja. Le subió por la mejilla y se acomodó en el rabillo del ojo y luego empezó a entrelazar sus largas patas. Eva intentó espantarla, pero la mosca siguió su camino, llegó a las pestañas y por fin, como vacilando, entró en el globo del ojo. Allí se quedó. Era como si se hubiera sumergido en él.