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Eva se tapó la boca con la mano y se fue corriendo al cuarto de baño. Sentía enormes arcadas y metió la cabeza en el inodoro para no manchar. Permaneció un buen rato babeando, intentando recuperar el aliento. Tenía un sabor amargo y agrio en la boca; vació la cisterna, fue a levantarse para beber y resbaló en su propio vómito, se precipitó hacia delante, y se golpeó la barbilla contra el borde de porcelana reventándose el labio inferior. Los dientes se le clavaron en la lengua y la sangre empezó a salir a gotitas. Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Tenía que dejar de mirar a Maja, de lo contrario, no saldría nunca de allí. Arrancó del rollo varios metros de papel higiénico y se puso a limpiar el suelo. Había vómitos por las paredes y por el pie del inodoro. Limpiaba una y otra vez y tiraba el papel al water, a la vez que vaciaba la cisterna para que el papel no se atascara, pero se atascó de todos modos y el papel mojado con su propio vómito se quedó flotando en el agua. Se dio por vencida, se acercó al lavabo a beber agua fría e intentó mantenerla un rato en la boca para detener la hemorragia. Por fin entró de nuevo en el dormitorio. De espaldas a Maja se preguntó cuánto tiempo permanecería allí el cadáver hasta que alguien lo descubriera. Luego volvió a sentarse. El edificio estaba en silencio, todavía era temprano, no debía precipitarse. Si alguien llamaba a la puerta no se movería. Se preguntó si podrían acusarla de cómplice de asesinato por haberse quedado mirando sin hacer nada. ¿Y si llamara y lo contara todo? ¿Toda la historia, desde el momento en que se encontraron en los almacenes Glassmagasinet? ¿La creerían? Echó un vistazo a su alrededor, a todos los objetos que Maja había coleccionado. Tenía un gusto exuberante, con mucho colorido. Sobre una mesita que había debajo de la ventana vio una enorme sopera con forma de fresón y unas hojas verdes de tapa. Eva se levantó lentamente, no entendió de dónde le vino la idea, pero se acercó a la ventana y levantó cuidadosamente la tapa de la sopera. Estaba llena de billetes. Se volvió a toda prisa hacia Maja, pero ella no podía verla. Era un gran fajo de billetes, seguramente varios miles de coronas. Buscó otros posibles escondites, y descubrió un florero blanco y azul con rosas de seda, sacó las flores y encontró otro montón de billetes. Un costurero también resultó estar rebosante. De repente se acordó de las botas del armario; fue hasta la entrada y abrió el ropero. Volcó los tres pares de botas y los billetes salieron a chorros. Eva empezó a sudar, metió el dinero en el bolso y siguió buscando. Encontró dinero en las dos mesillas de noche y en el botiquín del cuarto de baño. Conforme iba metiendo dinero en el bolso, iba estando cada vez más enfadada. Evitó volver a mirar el cadáver de Maja. Su amiga había destrozado algo en su vida. Le había revelado una faceta de ella misma que ignoraba, una faceta que le hubiera gustado no tener. La culpa era de Maja y ella ya no necesitaba ese dinero. Su bolso estaba rebosante de billetes de cincuenta, cien y mil coronas. Se pasó la mano por la frente para secarse el sudor. Sonó el timbre. Se escondió en un rincón, aterrorizada por la idea de que alguien mirara por el agujero de la cerradura. Dos breves timbrazos. Ahí está el hombre que hubiera sido mi primer cuente, pensó conteniendo el aliento y apretándose contra la pared. El timbre volvió a sonar. Tendría que esperar un rato hasta poder abandonar el piso. Nadie debería verla. Nunca había formado parte de eso, era un accidente. Los pasos del desconocido desaparecieron escaleras abajo. La puerta del portal se cerró de un golpe. Eva miró el reloj, eran las nueve menos cuarto. Echó un vistazo a Maja por última vez. No era muy guapa ya… esa forma de mirar y de abrir la boca. Es por tu culpa, sollozó. Luego esperó cinco minutos más, tiesa como un palo, de espaldas al cadáver, contando los segundos. Por fin abrió la puerta y salió a hurtadillas.

No se encontró con nadie por la escalera. Fuera el aire era oscuro y húmedo. Fue hacia la izquierda, no hacia la derecha, en dirección a Las armas del Rey. Volvió a girar a la izquierda, pasó por la iglesia metodista y por delante de la gasolinera Esso, giró otra vez a la izquierda, pasó por la compañía de seguros Gjensidige y caminó a lo largo del río hasta llegar a la rotonda. Tenía la lengua entumecida y con mal sabor, pero había dejado de sangrar. Apretaba el bolso contra el pecho. Continuó por la cuesta a paso tranquilo, cabizbaja y sin mirar a nadie; no podía andar demasiado deprisa, nadie debería ver a una mujer corriendo por esas calles, esa noche, exactamente a esa hora, por eso caminaba como si estuviera dando un paseo. No tiene nada de sospechoso que una mujer se dé un paseo por la ciudad, pensó. Hasta que no llegó al puente no empezó a correr.

Una hora más tarde estaba en el salón de su casa, con el bolso todavía apretado contra su cuerpo. Estaba agotada tras la larga caminata, pero no se había atrevido a parar ningún taxi. Le faltaba la respiración y sentía pinchazos en el pecho; quiso sentarse, pero primero tenía que esconder el bolso, le parecía totalmente descabellado dejarlo sobre la mesa como de costumbre, ya que estaba rebosante de dinero. Tendría que esconderlo. Alguien podría entrar. Miró a su alrededor en busca de un armario o un cajón, rechazó la idea y se fue al cuarto de la lavadora. Miró dentro del tambor, estaba vacío. Empujó el bolso hacia el interior y cerró la lavadora. Volvió al salón, iba a sentarse, pero fue otra vez a la cocina a por vino tinto. La botella estaba abierta; se llenó un vaso de los de leche y volvió al salón, miró fijamente por la ventana, hacia la oscuridad y el silencio. Dio dos grandes sorbos y decidió de repente echar las cortinas para que nadie pudiera mirar hacia dentro, aunque fuera no había nadie. Echó las cortinas en todas las ventanas y fue a sentarse con el vaso, cuando se acordó de que los cigarrillos estaban en el bolso, dentro de la lavadora. Volvió al cuarto de la lavadora y los cogió. Entró en el salón, pero se había olvidado del mechero y dio otra vez la vuelta. El pulso le latía cada vez más deprisa; encontró el mechero y pensó que por fin podría sentarse, cuando se acordó del cenicero. Se levantó una vez más y notó que los dedos le temblaban. Un coche pasó despacio por la calle, Eva se acercó corriendo a la ventana y miró por una rendija de la cortina; era un taxi. Estará buscando alguna casa, pensó; salió una vez más del salón, encontró el cenicero sobre la encimera de la cocina y encendió un cigarrillo. El teléfono no tiene línea, pensó, lo pensó con alivio, nadie podría localizarla. Había cerrado la puerta con llave. Aspiró una vez más el cigarrillo antes de dejarlo en el cenicero. Si apagara casi todas las luces parecería que no estaba en casa. Recorrió las habitaciones apagando una lámpara tras otra. La casa estaba cada vez más oscura, y los rincones negros.

Por fín se sentó en el borde del sillón, por si necesitaba levantarse otra vez. Tenía la desagradable sensación de haberse olvidado de algo, así que dio un trago de vino y fumó, a la vez que respiraba deprisa y febrilmente. Después de un rato, empezó a sentirse mareada. En su interior intentaba convertir los pensamientos en frases, pero no llegaba a terminarlas antes de que le surgieran nuevos pensamientos. Se sentía aturdida. Bebió más vino y encendió un cigarrillo tras otro. Eran cerca de las once. Puede que ya hubieran encontrado a Maja, tal vez alguno de sus clientes hubiera descubierto que la puerta estaba abierta. Pero si el hombre tenía mujer e hijos, puede que se hubiera alejado a toda prisa, como ella había hecho. Una puta puede morirse sin que nadie se tome la molestia de anunciarlo, pensó espantada. Tal vez Maja permaneciera sobre la cama mucho tiempo. Tal vez pasarían varios días, o incluso semanas, hasta que alguien diera la voz de alarma, hasta que empezara a oler a podrido en la escalera y los vecinos comenzaran a extrañarse. Eva fue a la cocina a por más vino. Pronto vendrá Emma, pensó, entonces todo volverá a ser como antes. Vació el vaso de pie, junto al banco de la cocina y se metió en el cuarto de baño. Sería mejor acostarse y dejar pasar el tiempo. Cuanto más deprisa pasara, mejor. Se cepilló los dientes y se metió debajo del edredón. Tal vez la localizara la policía a pesar de todo; sería mejor que empezara a pensar en lo que iba a decir.