Pero todo ese dinero que había cogido…
Respiró hondo e intentó tranquilizarse. De repente sintió una gran turbación por haber cogido el dinero de Maja. ¿Por qué diablos lo había hecho? ¿Sólo porque le hacía falta? Se disponía a coger otra copa cuando sonó el timbre de la puerta. Un timbrazo prolongado y decidido.
¡No! ¡No puede ser! Eva se asustó tanto que apretó la copa hasta romperla. Empezó a sangrarle la mano, el agua se estaba poniendo roja. Se acercó a la ventana, pero no pudo ver quién era, sólo que había alguien. ¿Quién podía ser…?
Sacó la mano del agua y se la envolvió en un trapo de cocina para que la sangre no goteara. Fue hasta la entrada. Se arrepintió de haber elegido un cristal rugoso para la ventana de la puerta, ya que impedía ver quién había fuera. Era un hombre muy alto, delgado y canoso, que le resultaba familiar. Se parecía al hombre del periódico, al que iba a ocuparse de la investigación, pero era demasiado pronto. No era más que viernes por la mañana, y en una sola noche no habrían tenido mucho tiempo de averiguar gran cosa, aunque seguramente…
– Konrad Sejer -dijo-. Policía.
El corazón le dio un vuelco. La garganta se le cerró con un pequeño chasquido, no salía de ella ni un sonido. El hombre no se movía, sólo la miraba fijamente, interrogante, y como Eva no decía nada, señaló el trapo de cocina y preguntó:
– ¿Ha ocurrido algo?
– No, estaba fregando los cacharros. -Era incapaz de moverse.
– ¿Eva Marie Magnus?
– Sí, soy yo.
Clavó sus ojos en ella.
– ¿Puedo entrar?
¿Cómo me ha encontrado? ¡Si sólo han pasado unas horas, cómo coño…!
– Claro que sí. Estaba tan concentrada en la mano… Iré a por una tirita. Era un vaso barato, así que no importa, pero sangra muchísimo y da rabia que se manchen los muebles y las alfombras, de sangre. Luego no hay quien la quite. ¿La policía?
Dio marcha atrás, intentando recordar lo que debía decir. En ese momento se había olvidado de todo, pero bueno, él tendría que preguntar algo antes de que ella tuviera que contestar. Lo mejor sería hablar lo menos posible, limitarse a contestar a las preguntas, y no cacarear como una gallina sin ton ni son, porque entonces pensaría que estaba nerviosa, lo que era verdad, pero él no debería darse cuenta.
Estaban de pie en el salón.
– Primero debe curarse esa mano -dijo el policía secamente-. Esperaré mientras tanto. -La miró detenidamente y se fijó en el labio reventado y ya hinchado.
Eva fue al cuarto de baño y no se atrevió a mirarse en el espejo para no asustarse más. Sacó un rollo de esparadrapo del botiquín y cortó un trozo, se lo pegó sobre el corte y respiró hondamente tres veces.
Maja y yo fuimos amigas cuando éramos niñas, susurró. Y volvió al salón.
El hombre seguía de pie, y Eva le hizo una seña para que se sentara. En cuanto él abrió la boca, Eva tuvo la sensación de que se había olvidado de algo, de algo importante y decisivo; tenía que darse prisa en solucionar los problemas, pero era demasiado tarde, porque el hombre ya había empezado a hablar y ella era incapaz de pensar.
– ¿Conoce usted a Maja Durban?
Eva se apoyó en el respaldo del sillón.
– ¡Sí! Sí, la conozco.
– ¿Hace mucho que no la ve?
– No. Ayer… Ayer por la tarde.
El policía asintió lentamente con la cabeza.
– ¿Ayer? ¿A qué hora?
– Sobre las seis o las siete, creo.
– ¿Sabe que fue encontrada muerta en su cama a las veintidós horas?
Eva se sentó, se humedeció los labios y tragó saliva. «¿Lo sé? -pensó-. ¿Lo he oído ya? ¿Tan temprano?»
De repente vio el periódico con la portada hacia arriba.
– Sí, lo he visto en el periódico.
El policía lo levantó, le dio la vuelta y miró la última página.
– ¿Ah, sí? No está usted abonada, por lo que veo. No hay ninguna etiqueta con la dirección. ¿Compra usted tan temprano el periódico?
Ese hombre era muy tenaz, capaz de hacer hablar a un gorrión. No tenía escapatoria.
– Pues sí, no todos los días, pero sí bastantes.
– ¿Cómo supo que era Durban la que había sido asesinada?
– ¿Qué quiere decir?
– Su nombre -dijo el policía en voz baja- no aparece en el artículo.
Eva estuvo a punto de desmayarse.
– Bueno, reconocí el bloque en la foto. Y la cruz en su ventana. Quiero decir que por el contexto comprendí que se trataba de Maja. Era un poco especial. Lo pone aquí: «investigada» y «un caso de prostitución». Treinta y nueve años. Supe que era ella. Lo supe enseguida.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué pensó al leerlo, al saber que la habían asesinado?
Eva hizo denodados esfuerzos por encontrar las palabras adecuadas.
– Que debería haberme escuchado. Intenté advertirle.
Él calló. Eva creía que iba a continuar, pero no lo hizo; se puso a observar el salón, a estudiar los grandes cuadros, no sin cierto interés, y volvió a mirarla, aún en silencio. Eva se dio cuenta de que estaba sudando, el corte de la mano empezaba a dolerle.
– Supongo que se habría puesto en contacto con nosotros, si yo no me hubiera adelantado. ¿No?
– ¿Qué quiere decir?
– Va a casa de una amiga, y al día siguiente se entera por el periódico de que ha sido asesinada. Supongo que nos habría llamado para hacer una declaración, con el fin de ayudar.
– Sí, claro. Lo hubiera hecho.
– ¿Tal vez era más importante fregar los cacharros?
Eva se derrumbaba lentamente ante los ojos del policía.
– Maja y yo fuimos amigas de niñas -dijo dócilmente.
– Siga.
Estaba a punto de dejarse vencer por la desesperación; intentó recapacitar, pero no se acordaba de la historia tal y como había pensado contarla.
– Nos encontramos en los almacenes Glassmagasinet, llevábamos veinticinco años sin vernos, y fuimos a tomar un café. Me habló de su actividad.
– Sí. Llevaba ya algún tiempo ejerciéndola.
El policía volvió a quedarse callado, y Eva no fue capaz de cumplir con su propósito de limitarse a contestar a las preguntas.
– Comimos juntas, el miércoles. Y luego tomamos café en su casa.
– ¿Así que estuvo usted en su piso?
– Sí, pero muy poco tiempo. Luego cogí un taxi hasta mi casa, y Maja quiso que volviera al día siguiente, con un cuadro que quería comprar. Es que soy pintora, una profesión que, por cierto, le parecía muy estúpida, sobre todo porque apenas vendo, y cuando le conté que me habían cortado el teléfono quiso ayudarme comprándome un cuadro. Tenía muchísimo dinero.
Eva pensó en el dinero que había escondido en la cabaña pero no dijo nada.
– ¿Cuánto le pagó por el cuadro?
– Diez mil. Justo el importe de las facturas que tengo pendientes.
– Hizo una buena compra -dijo de repente el policía.
Asombrada, Eva abrió unos ojos como platos.
– ¿De manera que ella quiso que volviera, y usted así lo hizo?
– Sí, sólo a llevarle el cuadro -se apresuró a decir-. Cogí un taxi. Lo llevaba envuelto en una manta…
– Lo sabemos. Fue usted en el coche número F 16. Estoy seguro de que la llevó muy deprisa -dijo sonriendo-. ¿Cuánto tiempo estuvo en su casa?
Eva luchó por no perder la compostura.
– Tal vez una hora. Comí un sandwich y hablamos un poco. -Eva se levantó a por un cigarrillo, abrió el bolso que había dejado sobre la mesa del comedor y vio el montón de billetes. Volvió a cerrarlo con un chasquido.
– ¿Fuma? -preguntó de repente el policía, agitando un paquete en el aire.
– Sí, gracias.
Eva sacó un cigarrillo del paquete y cogió el mechero que el policía le alargó por encima de la mesa.
– El taxi la recogió aquí a las dieciocho horas, lo que significa que llegaría a casa de Durban sobre las dieciocho y veinte.