En la pasarela se había congregado mucha gente, sobre todo jóvenes. Estiraban los cuellos intentando ver un retazo del cadáver, que yacía bajo la lona. El cuerpo presentaba un avanzado estado de putrefacción. La piel se había desprendido del cuerpo, sobre todo en pies y manos; parecía llevar unos guantes demasiado grandes. Tenía un color muy feo. Los ojos, que habían sido verdes, eran transparentes e incoloros, el pelo caía en mechones y la cara se había hinchado de tal manera que se le estaban borrando los rasgos. Los otros habitantes del río, como cangrejos, peces e insectos, se habían servido de él ávidamente. Las puñaladas del costado eran enormes rendijas abiertas en la carne grisácea.
– Yo solía venir aquí a pescar -dijo uno de los chicos que estaban en el puente.
No había visto una persona muerta en sus diecisiete años de vida. En realidad no creía en la muerte, como tampoco en Dios, porque nunca había visto ni lo uno ni lo otro. Escondió la barbilla en el cuello de la chaqueta y se estremeció. A partir de ese momento todo sería posible.
Capítulo 4
El informe de la autopsia llegó al cabo de dos semanas. El inspector jefe, Konrad Sejer, había convocado a seis personas en la sala de reuniones de uno de los barracones situados detrás de los Juzgados. Esos barracones se habían construido hacía poco, debido a la falta de espacio, y contenían una serie de despachos ocultos al público y visitados por muy poca gente, tan sólo por aquellas desafortunadas almas que entraban en un contacto más íntimo con la policía. Ya se habían aclarado una serie de puntos. Conocían la identidad del hombre; por cierto, la habían averiguado enseguida, ya que llevaba el nombre de Jorun grabado en su alianza. Una carpeta del mes de octubre del año anterior contenía toda la documentación sobre el desaparecido Egil Einarsson, de treinta y ocho años de edad, domiciliado en Rosenkrantzgate 16, visto por última vez el 5 de octubre a las nueve de la noche. Dejaba mujer y un hijo de seis años. Era una carpeta muy fina, pero pronto engordaría. Las fotografías recientes ocupaban bastante espacio, aunque no eran nada bonitas. El día en que Einarsson desapareció se interrogó a una serie de personas: esposa, compañeros de trabajo, parientes, vecinos y amigos. Nadie tenía gran cosa que decir. No era de los mejores, pero tampoco tenía enemigos, al menos, no se le conocían. Trabajaba en la fábrica de cerveza, iba a comer a casa todos los días la comida que le había preparado su mujer y pasaba gran parte de su tiempo libre en el garaje, reparando y cuidando de su coche, que era su tesoro, o en un pub de la parte sur en compañía de sus amigos. El pub se llamaba Las armas del Rey. Así pues, o el tal Einarsson era un pobre hombre con tan mala suerte que había resultado víctima de un drogadicto desesperado en busca de dinero -la heroína se había apoderado seriamente de la ciudad, vistas las posibilidades de ese frío lugar barrido por el viento-, o guardaba un secreto. Tal vez debiera dinero.
Sejer miró el informe frunciendo el entrecejo y rascándose la nuca. No dejaba de impresionarle el hecho de que la gente del Instituto Forense fuera capaz de investigar una masa medio podrida de piel y pelo, huesos y músculos, y recomponerla en un hombre entero con edad, peso, medidas, estado de salud, enfermedades, operaciones sufridas, estado dental y disposiciones genéticas.
– Restos de queso fundido, carne, pimiento rojo y cebolla en el estómago -dijo en voz alta-. Suena a pizza.
– ¿Puede eso constatarse al cabo de medio año?
– Sí; bueno, es decir, si los peces no han acabado con todo. Eso también puede ocurrir.
Sejer estaba hecho de un material muy sólido. Iba a cumplir cuarenta y nueve años, se había remangado la camisa, tenía ya algo morenos los antebrazos, y sus venas y tendones se apreciaban claramente bajo la piel, como en una plancha de madera. Tenía los rasgos muy marcados y el rostro anguloso, los hombros rectos y anchos y la piel curtida pero bien conservada. Su cabello era hirsuto y de color acero, casi metálico, y muy corto. Tenía los ojos grandes y claros y el iris del color de pizarra mojada, había dicho su mujer, Elise, hacía muchos años. A él le parecía una frase muy bonita.
Karlsen era diez años más joven y bastante más menudo. A primera vista parecía un petimetre sin peso, tenía unos encerados bigotes de gato y el pelo levantado, peinado hacia atrás con un volumen impresionante. El más joven y más novato de ellos, Gøran Soot, estaba ocupado en abrir una bolsita de gominolas sin hacer demasiado ruido. Soot tenía un pelo abundante y ondulado, un cuerpo atlético, con mucho músculo y buen color de piel; vistas de una en una, las partes de su cuerpo estaban sin duda muy bien, pero el conjunto resultaba demasiado perfecto; él no era consciente de este curioso hecho. Junto a la puerta estaba sentado el jefe de sección, Holthemann, callado y gris, y detrás de él una mujer policía de pelo rubio y corto. Al lado de la ventana estaba sentado Jacob Skarre, con un brazo apoyado en el borde de la misma.
– ¿Cómo está la señora Einarsson? -preguntó Sejer. Sé preocupaba por la gente, sabía que la mujer tenía un niño de seis años.
Karlsen sacudió la cabeza.
– Parecía algo perpleja. Preguntó si podría cobrar por fin el seguro de vida y luego se llenó de pesadumbre por haber pensado sólo en el dinero de entrada.
– ¿Y por qué no ha cobrado nada?
– Porque no había cadáver.
– Hablaré de ello con las autoridades competentes -dijo Sejer-. ¿De qué han vivido durante este último año?
– De la Oficina Social.
Sejer sacudió la cabeza y hojeó el informé. Soot se metió en la boca una gominoia verde con forma de hombre, de la que sólo quedaron fuera las piernas.
– El coche -prosiguió Sejer- fue encontrado en el vertedero. Estuvimos rebuscando en la basura durante días. En realidad, lo mataron en otro lugar, quizá en la orilla del río. Y luego el asesino se metió en el coche y lo llevó al vertedero. Resulta increíble que Einarsson haya estado medio año en el agua sin aparecer hasta ahora. Durante todo ese tiempo el asesino habrá estado albergando la esperanza de que el cadáver no saliera a la superficie. Bueno, ahora ya podrá dejar de hacerse ilusiones. Me imagino que será un duro golpe.
– ¿Se engancharía en algo? -preguntó Karlsen.
– No lo sé. Resultaría un poco extraño; en el fondo no hay más que gravilla; no hace mucho que lo limpiaron. Puede que fuera arrastrado hacia el borde y que se enganchara allí en algo. Por lo demás, tenía el aspecto que más o menos era de esperar, ¿no?
– El coche estaba recién lavado y aspirado por dentro -dijo Karlsen-. Habían sacado brillo al salpicadero y empleado cera y renovador de gomas por todas partes. Salió de su casa para venderlo.
– Y su mujer no sabía a quién iba a vendérselo -les recordó Sejer.
– Ella no tenía ni idea de nada, pero por lo visto, era lo normal en esa casa.
– ¿Y no había llamado nadie preguntando por él?
– No. De repente anunció que tenía un comprador. A ella le pareció extraño, pues su marido había estado ahorrando como un loco para comprar ese coche, y luego se pasó meses arreglándolo, lo cuidaba como a un cachorro.
– Tal vez necesitara dinero de repente -dijo Sejer. Se levantó y se puso a caminar-. Tenemos que encontrar a ese comprador. Me pregunto qué pasó entre ellos. Según su mujer, llevaba quinientas coronas en la cartera. Deberíamos examinar el coche una vez más, alguien estuvo sentado en él y lo condujo durante varios kilómetros, un asesino. ¡Alguna huella dejaría!