– Hago lo que me da la gana. Cuando tú empieces a vestirte como una mujer, yo me vestiré como un anciano.
– De acuerdo, papá.
Se quedaron los dos callados. Eva podía oír la respiración de su padre al otro lado. Ninguno de los dos decía nada, pero Eva sentía tan cerca a su padre que le parecía notar su cálido aliento a través del auricular acariciándole la mejilla. Su padre era una fuerte raíz, y Eva recibía toda su fuerza de esa raíz. Muy en el fondo de su cabeza pensaba alguna vez que su padre iba a morir pronto y que entonces todo lo que tenía en la vida le sería arrancado, arrebatado, como si le arrancaran el pelo y la piel.
Esos pensamientos le hicieron sentir escalofríos.
– Ahora estás pensando en algo triste, Eva.
– Pronto iré a verte. En realidad no me gusta mucho esta vida.
– Tendremos que consolarnos mutuamente.
Su padre colgó. Hubo un profundo silencio después. Se acercó a la ventana y los pensamientos tomaron su propio rumbo, a pesar de su resistencia. ¿Por dónde fuimos aquella vez para llegar a esa cabaña?, pensó. ¿No pasamos por Kongsberg? Hacía tanto tiempo… Veinticinco años. El padre de Maja las había llevado en su furgoneta. Y se emborracharon; vomitaron sobre el brezo que había alrededor de la cabaña y tuvieron que dejar la ropa de cama ventilándose al aire libre toda la noche. Por Kongsberg, pensó, y luego por aquel puente, subiendo hacia el valle de Sigdal, ¿no era así? Una cabaña pintada de rojo con los marcos de las ventanas verdes. Minúscula, casi la única que se veía en aquel paisaje. Pero estaba lejos. Doscientos kilómetros, tal vez trescientos. ¿Cuánto espacio ocupará esa enorme cantidad de dinero?, pensó. Si eran distintas clases de billetes, no cabrían en una caja de zapatos, seguro que no. ¿Y dónde podría esconderse una fortuna así en una pequeña cabaña? ¿En el sótano? ¿Dentro de la chimenea? Tal vez en la letrina, donde tenían que echar tierra y corteza cada vez que la usaban. O quizá estaba metida en latas de conservas vacías dentro de la nevera. Maja era muy ingeniosa. Si a alguien se le ocurriera buscar ese dinero, pensó, no le sería fácil encontrarlo. ¿Pero quién iba a ir a buscarlo, si nadie sabía que ese dinero existía? Así que ese dinero se quedaría allí para siempre, hasta convertirse en polvo. ¿O se lo habría contado Maja a alguien? En ese caso, quizá hubiera más gente pensando lo mismo que ella en ese momento, pensando en esos dos millones, soñando. Volvió al taller y continuó raspando el lienzo negro. El mes de octubre no sería precisamente temporada alta para las cabañas de montaña, tal vez no habría nadie allí arriba, nadie que pudiera verla. Si dejara aparcado el coche a cierta distancia, podría recorrer a pie el último tramo. Es decir, si se acordara del camino. Recordó que había que coger a la izquierda por donde había una tienda amarilla, y luego se subía y se subía hasta el monte pelado. Muchas ovejas, el hotel de montaña y luego el gran lago. Allí podría aparcar, junto al lago. Raspaba frenéticamente el lienzo. Dos millones. Galería propia. Pintar y no tener que preocuparse por el dinero en años. Cuidar bien de su padre y de Emma. Sacar los billetes de un florero cuando le hicieran falta, o de una caja de seguridad. ¿Por qué demonios no había metido Maja el dinero en una caja de seguridad? Tal vez porque había que registrarla, y en ese caso podrían haberla descubierto. Era dinero negro. Eva raspó con más fuerza. Si quería conseguir el dinero, tendría que forzar la puerta de la cabaña, pero no estaba segura de atreverse. Forzar la puerta con un pie de cabra o romper el cristal de una ventana. Alguien podría oírla. ¿Pero y si no había nadie allí arriba? Podría irse por la tarde y llegar de noche, aunque sería complicado buscar en la oscuridad. Con una linterna, tal vez. Dejó la lija y bajó lentamente hasta el sótano. En un cajón del banco tenía guardada una linterna que Jostein había dejado. Daba poca luz. Metió la mano en el bote de pintura donde había dejado el dinero de Maja y sacó un fajo de billetes, volvió a subir y se puso la gabardina. Apartaba las pequeñas punzadas de mala conciencia y una vocecilla de su sentido común que intentaba ponerla sobre aviso. Primero pagaría todas las facturas; luego, había un par de cosas que necesitaba. Eran ya las doce del mediodía. Faltaban tres horas para que Elmer acabara su turno. Iría andando hasta su coche. Eva se puso las gafas de sol. Vio en el espejo el pelo negro, las gafas y la gabardina, y no se reconoció a sí misma.
Había una ferretería en la plaza. No se atrevía a pedir un pie de cabra, así que se puso a mirar por los estantes buscando algo que poder meter por la rendija de una puerta. Encontró un cincel grande y fuerte, con un borde muy afilado, y un martillo sólido. El mango era de caucho con ranuras. La linterna tuvo que pedirla.
– ¿Para qué la necesita? -preguntó el ferretero.
– Para iluminar -contestó Eva asombrada, mirando la tripa del hombre, que amenazaba con salirse de la bata de nailon.
– Sí, sí, eso está claro. Pero las linternas se hacen con distintos fines. Quiero decir si va a trabajar a la luz de la linterna, o si va a iluminar un sendero durante un paseo nocturno, o si va a hacer señales con ella…
– Trabajar -se apresuró a contestar.
El ferretero sacó una linterna impermeable y resistente a los golpes, con un mango largo y estrecho que estaba muy bien. Además, el rayo de luz podía concentrarse o dispersarse, según se quisiera.
– Esta es de lo mejor que hay. Garantía eterna. Es la que usa la policía estadounidense. Cuatrocientas cincuenta coronas.
– ¡Dios mío! De acuerdo, me la llevo -dijo rápidamente.
– Es muy buena para golpear a la gente en la cabeza -dijo el ferretero con semblante serio-. A los ladrones y eso…
Eva frunció el entrecejo. No estaba segura de si el hombre hablaba en serio.
Las herramientas costaban una fortuna, más de setecientas coronas. Pagó y se las llevó en una bolsa de papel gris. Eva se sentía como una ladrona a la antigua, sólo le faltaban las zapatillas de suela de goma y la capucha. Su estómago le recordó que no había comido nada. Fue hasta la cafetería de Jensen Manufaktur y pidió dos sandwiches, uno de salmón y huevo y otro de queso, leche y café. No vio a nadie conocido. En realidad, no conocía a nadie. Sólo veía caras anónimas por todas partes; caras que no le exigían nada, y en ese momento en que tenía tanto en qué pensar lo agradeció mucho. Luego fue a la librería y compró un mapa de carreteras. Se sentó en un escalón de la calle peatonal, medio oculta por un cartel de helados, y empezó a buscar. Pronto encontró el camino en el mapa, midió con los dedos y llegó a la conclusión de que tardaría al menos dos horas y media en llegar hasta allí. Si salía a las nueve, podría llegar antes de medianoche. ¿Se atrevería a ir sola a una cabaña de la altiplanicie de Hardanger, equipada con martillo y cincel?
Volvió a mirar el reloj. Estaba esperando a Elmer, que ya llevaba seis horas trabajando y que pronto habría concluido su primera jornada de asesino. A partir de entonces, Elmer contaría los días, vería en el calendario que el tiempo transcurría. Respiraría feliz cada noche al acostarse como hombre libre. Algún día Eva le daría, de un modo u otro, un pequeño toque, para que se le acabara esa sensación de seguridad y permaneciera despierto por las noches, esperando. Se iría derrumbando lentamente, tal vez comenzara a beber y luego a faltar al trabajo. Y entonces se iría al infierno. Eva sonrió agriamente. Se levantó del banco y se acercó a la tienda de deportes, donde compró un anorak verde oscuro con capucha, un impermeable, un par de zapatillas de deporte Nike y una pequeña mochila. Jamás había tenido nada igual en toda su vida. Pero si iba a andar por un sendero de la montaña por la noche, tendría que parecer la propietaria de una cabaña, si alguien la veía. Pagó casi mil cuatrocientas coronas por todo, y puso los ojos en blanco. Pero no se apreciaba que el contenido de su cartera fuera menguando. Qué fácil resultaba todo cuando uno no tenía que contar el dinero. Poder sacar los billetes y lanzarlos sobre el mostrador. Se sentía muy extraña, ligera, como si fuera otra persona; pero era ella, Eva, la que estaba allí, sembrando billetes a su alrededor. No es que deseara ningún tipo de lujo, no se sentía atraída por ello. Lo único que pedía era poder despreocuparse para pintar en paz. Eso era lo único que le interesaba. Al final, fue al banco y pagó las facturas: la electricidad, el teléfono, el impuesto del coche, el seguro y los impuestos municipales. Metió todos los recibos en el bolso y salió con la cabeza alta. Cruzó la plaza y bajó hasta los bancos de la orilla del río. Allí se puso a mirar fijamente el agua negra, que fluía a gran velocidad. Había mucha corriente. Un plato de cartón que tal vez había contenido una salchicha y puré de patatas pasó por delante de ella velozmente, como una lancha rápida en miniatura. Tal vez Elmer estuviera mirando en ese momento el reloj, quizá lo miraba más a menudo de lo que solía hacerlo antes. Pero nadie había preguntado por él, nadie había penetrado en la gran nave para conducirle a un coche que lo estaba esperando. Nadie había visto nada. Pensaría que se iba a librar. Eva se levantó del banco y se fue hacia el coche. Condujo hasta los baños municipales y aparcó en la parte de delante para poder vigilar la salida del aparcamiento. El guarda de Securitas seguía paseándose por entre las filas de coches. Eva agachó la cabeza y se puso a estudiar el mapa de carreteras. Eran las tres menos cuarto.