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Por fín llegaron tres hombres andando. Elmer se detuvo junto al coche blanco y se pasó una mano por el pelo. Lo llevaba suelto, pero Eva reconoció su perfil y su tripa. Hablaba, gesticulaba y daba golpecitos amistosos con el puño a sus dos compañeros.

¡Como si nada hubiera pasado!

Estaban hablando del coche, Eva lo adivinó por los gestos. Estudiaron las llantas; uno de ellos se agachó y señaló algo en el radiador. Elmer negó con la cabeza, como si no estuviera de acuerdo. Puso una mano en el techo del vehículo, como para mostrar que era de su propiedad. Un tío fornido, con aires de chulo. Eva puso el coche en marcha y salió lentamente del lugar. Tal vez el tipo era uno de esos raudos conductores que la dejarían atrás enseguida. Su coche era un vehículo rápido y en buen estado; el de ella apenas andaba. Pero a esa hora había un tráfico muy denso, de manera que no sería difícil seguirlo. El motor del coche del hombre rugió rabioso al arrancar, como si debajo del capó se escondiera algo distinto a lo normal. Los otros dos se quitaron de en medio de un salto. Él les dijo adiós con la mano y bajó despacio hasta la barrera, que estaba levantada. Eva tuvo suerte: el hombre puso el intermitente a la derecha y pasaría justo delante de ella; tenía que darse prisa y conseguir colocarse inmediatamente detrás. El hombre se había puesto unas gafas de sol. En el instante en que Eva se metió en la calle, él miró por el espejo retrovisor. Eva tuvo una sensación de malestar e intentó mantener una distancia cortés siguiéndole muy despacio, primero por la transitada calle principal y luego por los alrededores de la ciudad. El hombre dejó atrás el hospital y pasó por la funeraria, y al cabo de un rato se colocó en la fila de la derecha; no sobrepasaba el límite de velocidad y conducía correctamente; en ese momento pasó por el video-club y el almacén de ordenadores. Se estaban acercando ya a Rosenkrantzgate; el hombre volvió a mirar por el espejo retrovisor y de repente puso el intermitente a la derecha. Eva estaba obligada a continuar todo recto, pero por el espejo le dio tiempo a ver que el hombre se detenía junto a una casa verde en la primera entrada. Un niño salió corriendo, quizá fuera su hijo. Luego desaparecieron.

De modo que el tipo vivía en la casa verde de Rosenkrantzgate, y posiblemente tenía un hijo de unos cinco o seis años. ¡Como Emma! pensó.

¿Podría ese hombre seguir haciendo de padre después de lo sucedido? ¿Podría sentar al niño sobre sus rodillas por las noches y cantarle? ¿Ayudarle a cepillarse los dientes? ¿Con esas mismas manos que le habían convertido en asesino? Eva no pudo cambiar de sentido hasta llegar al hipódromo; allí hizo un descarado giro hacia la izquierda en forma de U y volvió por el mismo camino por el que había llegado. La casa verde quedaba entonces a su derecha. Fuera, había una mujer con una palangana en las manos. Pelo aclarado y cardado, recogido en lo alto de la cabeza. Una cursi, pensó Eva, exactamente la mujer que elegiría un tipo como él. ¡Ya lo tenía! Y pronto, muy pronto, tendría también dos millones de coronas.

Capítulo 31

Eran las nueve de la noche cuando se metió en el coche. Al cabo de dos horas y media se había fumado diez cigarrillos. La tienda amarilla no se veía por ninguna parte. Se le estaban entumeciendo las piernas y le dolía la espalda. De repente le pareció que era una idea descabellada. Fuera del coche reinaba una oscuridad total, y ya había dejado atrás Veggeli y el café donde siempre había un gran troll fuera; había pasado por todos los pequeños pueblos, reconociéndolos uno a uno por sus nombres. Iba por buen camino, estaba segura. La tienda tenía que estar al lado derecho de la carretera y debería estar iluminada, como suelen estarlo las tiendas durante toda la noche. Pero no se veía más que una completa oscuridad; ninguna casa, nada de tráfico. El bosque se alzaba a ambos lados de la carretera como negras paredes, era como conducir hacia el fondo de una profunda garganta. De la radio salía una música que de repente le resultó estridente y pesada. ¡Dónde coño estaba esa tienda!

Se fue hacia un lado de la carretera y paró el coche. Encendió otro cigarrillo y se puso a reflexionar. Era cerca de medianoche y se sentía cansada. Tal vez no encontrara nunca esa tienda, puede que se hubiera equivocado. Hacía tanto tiempo… veinticinco años, no éramos más que unas crías. Maja dirigía el grupo y las demás la seguían como mansos corderos: Eva, Hanne, Ina y Else Gro. Llevaban viejos sacos de dormir verdes y latas de comida, tabaco de liar y cerveza. Quizá hubieran derribado la tienda amarilla y construido en su lugar un enorme centro comercial. Aunque en medio del bosque no solían levantar centros comerciales, ¿no? Seguiría conduciendo un poco más, se daría veinte minutos; si no la encontraba, daría la vuelta. También podía pasar la noche en el coche y seguir buscando cuando se hiciera de día. Pero la idea de dormir en el asiento de atrás no era muy tentadora; estaba en el culo del mundo, ni siquiera estaba segura de que se atreviera a quedarse en el coche. Arrancó, volvió a la carretera y apagó el cigarrillo en el cenicero, que estaba repleto. Volvió a mirar el reloj y aceleró. La carretera pasaba por un puente, creía recordar, había muchas ovejas y cabras, y una cuesta muy empinada llena de curvas cerradas. Durante el invierno, la carretera se cortaba en el hotel de montaña, y Maja tenía que subir en esquís el último trecho. Menos mal que aún no había nieve, aunque quizá allí arriba ya había nevado, entonces tendría que recorrer el último trecho abriéndose paso entre la nieve; era algo que no se le había ocurrido. Eva no era muy aficionada a la vida al aire libre, y se sentía muy torpe. Encendió otro cigarrillo, el tabaco empezaba a provocarle náuseas; buscaba alguna luz en el bosque oscuro y subió la calefacción del coche. El aire era distinto allí arriba, mucho más fresco. ¡Joder, qué lejos estaba eso! Puede que Elmer estuviera ya en la cama, con las pesadillas haciendo cola para mantenerle despierto, o tal vez estaba sentado en el salón con su tercer whisky, mientras su mujer dormía ya el sueño de los inocentes. No debía de ser fácil acostarse con la imagen de Maja en la retina, con la sensación de sus piernas pataleando para librarse de él mientras la apretaba contra el colchón con la almohada. Maja tuvo que haber opuesto una gran resistencia. Su amiga era fuerte, pero los hombres lo eran muchísimo más, ése era un hecho que nunca dejaba de asombrarla. Ni siquiera hacía falta que fueran muy corpulentos, era como si estuvieran hechos de otra materia. Frenó de repente. Vió luces un poco más adelante, al lado izquierdo de la carretera. Poco a poco iba apareciendo ante sus ojos el conocido cartel cuadrado de color naranja, con una gran S [4].

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[4] S de «Samvirkelaget», o «la tienda de la cooperativa», presente en todas las pequeñas poblaciones rurales noruegas. (N. de las T.)