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Samvirkelaget. La tienda amarilla. Y allí estaban el camino y el puente. Cruzó la carretera y cambió a segunda antes de iniciar la subida por el montañoso camino. Se le volvió a acelerar el pulso y se imaginó la cabaña, un taquito de madera, sencillo y modesto, escondiendo en su interior un tesoro, un verdadero castillo encantado, la llave de una vida sin preocupaciones. Maja debería verla en ese momento, le habría gustado; le gustaba la gente que aprovechaba los bienes que la vida ofrecía. Al menos, no le habría hecho ninguna gracia que el dinero hubiera ido a parar al Estado. Dos millones, ¿cuánto sacaría de intereses si le dieran un seis o un siete por ciento? No, no podía ir al banco. Se mordió el labio, tendría que guardarlo en el sótano. Nadie debería enterarse, ni siquiera Emma. Y tendría que procurar no derrochar, no hablar en sueños y no emborracharse. La vida se volverá muy complicada, pensó. Su Opel Ascona subía gateando por la ladera; no se encontró con un solo coche, era como hallarse en otro planeta, en un lugar totalmente desierto, incluso las ovejas habían desaparecido. Tal vez hacía demasiado frío para ellas. Eva no sabía nada de esas cosas. Al cabo de quince minutos vió a la derecha el hotel de montaña. Continuó por el mismo camino, vió el lago y buscó el lugar por el que se bajaba hasta él. No había rastro de nieve, pero allí arriba había más luz, y el cielo era inmenso. A la izquierda vio una cabaña bastante grande, por una ventana salía luz. Se estremeció un instante. Si había gente, debería tener mucho cuidado. Los propietarios de las cabañas de montaña solían conocerse y estar en contacto. Era gente de Oslo, tenían cabañas en ese lugar desde hacía varias generaciones. Sí, anoche vimos pasar un coche por aquí sobre las doce. Era el ruido de un motor desconocido, pues Amundsen tiene un Volvo, y Bertrandsen un Mercedes Diesel. De manera que era alguien forastero, eso es seguro.

Eva tomó la curva y siguió el lago. Estaba tranquilo como un espejo y tenía un aspecto metálico, como si estuviera cubierto por una capa de hielo. Divisó una pequeña cabaña junto al agua y pensó que habría un camino que conduciría hasta ella. Lo encontró; estaba lleno de baches y agujeros, por lo que condujo con mucho cuidado. Miraba constantemente a su alrededor, pero no veía luz en ninguna parte. No se detuvo hasta encontrarse junto al agua. Era posible dar la vuelta a la cabaña y aparcar en la parte de atrás. Así lo hizo. Apagó el motor y las luces y por un instante permaneció inmóvil en medio de una completa oscuridad.

Estaba a punto de cerrar la puerta del coche pero cambió de idea. La puerta de un coche al cerrarse sonaría como el disparo de un rifle en el silencio. Se limitó a juntarla sin hacer ruido, y se metió la llave en el bolsillo. Luego se colgó a la espalda la mochila con el martillo, el cincel y la linterna, se subió la cremallera del anorak y se ató la capucha. No recordaba muy bien la distancia que había desde allí, pero calculaba que unos quince o veinte minutos andando. Hacía mucho, mucho frío; caminaba con la cabeza agachada, dando largos pasos por el desigual terreno. Esperaba ser capaz de reconocer la cabaña cuando llegara hasta ella. Recordó que por la parte de atrás discurría un arroyo, un arroyo en el que se habían lavado los dientes y del que habían cogido agua para el café. Por todas partes se erguían las montañas, negras y altivas. El pico más alto era el Johovda, habían subido hasta arriba del todo. Recordaba haber contemplado desde allí la altiplanicie de Hardanger y haberse sentido extrañamente pequeña, pero, el ver que la mayor parte de las cosas del mundo eran más grandes que ella, fue una sensación agradable. Le gustó. «Curioso -pensó de repente, caminando sola en medio de la oscuridad-, todos sabemos que vamos a morirnos y sin embargo vivimos todo lo que podemos.» Este pensamiento le hizo estremecerse.

Al doblar una curva, vio unas cabañas a lo lejos; eran varias, cuatro o cinco, pero no había luz en ninguna de ellas. Aceleró el paso. Si no se equivocaba, la cabaña estaba en un lugar solitario junto al arroyo. Bueno, podía ser que hubieran construido esas cabañas más tarde; de todos modos, mientras no hubiese luz en ninguna de ellas y no se vieran coches aparcados, no importaba. Estaban colocadas de una forma muy extraña en medio del paisaje, parecían paquetes de raciones de emergencia lanzados desde un avión, esparcidos a boleo. Desde donde ella se encontraba, todas parecían negras. Se acercó a la primera, era marrón y con los marcos de las ventanas blancos. Observó luego la de la izquierda; estaba más cerca del arroyo, pero no estaba pintada de rojo, aunque eso tampoco significaba nada, podían haberla pintado de otro color en todos esos años. Anduvo más despacio; había una placa de madera colgada en una de las paredes, tenía aspecto de nueva, y aunque no se acordara del nombre de la cabaña, estaba segura. Esa era la cabaña de Maja. Se llamaba Hilton.

Fue a la parte de atrás. El arroyo se internaba por el brezo; era más profundo de lo que recordaba, pero reconoció las piedras sobre las que solían sentarse, y el pequeño sendero que parecía una serpiente pálida y conducía a la entrada. Había llegado. Estaba sola. Nadie sabía nada y la noche era larga. «Voy a encontrar ese dinero -pensó-. ¡Aunque tenga que abrir el suelo de madera con mis propias uñas!»

No se atrevió a encender la linterna. Estudió las ventanas con lo poco que podía ver en la oscuridad. Parecían bastante endebles, sobre todo la ventana de la cocina, pero estaba muy alta, necesitaría algo en qué subirse. Volvió a dar la vuelta a la cabaña, y vio un montón de leña y un tajo para cortarla. Pesaba mucho, era casi imposible moverlo, pero serviría para subirse encima. Lo agarró e intentó empujarlo hacia delante. Funcionó. Tiró la mochila al suelo y se puso manos a la obra. Logró arrastrar el pesado tajo hasta la ventana de la cocina. Luego fue hasta la mochila, cogió el cincel y se subió en el tajo. Por un instante, allí subida, en medio de la oscuridad otoñal, con el cincel en la mano y el corazón tronando de codicia, estuvo a punto de perder el aliento. No se reconocía a sí misma. No era su cabaña, no era su dinero. Bajó de un salto del tajo. Se apretó el pecho durante unos instantes, inhalando el aire helado. De repente el pico del Johovda se erguía amenazante hacia el cielo, como si quisiera advertirle de algún peligro. Podría volver a casa con la mayor parte de su moral intacta, salvo esas sesenta mil que ya había cogido, pero el día anterior no estaba en sus cabales, había actuado incontroladamente, y por eso podría perdonarse. Esto era otra cosa. Era robo con agravante, era aprovecharse de la muerte de Maja. Los truenos del corazón iban disminuyendo poco a poco. Volvió a subirse en el tajo. Vacilando, metió el cincel en una rendija entre la ventana y la pared. La madera era blanda como la carne y penetró bastante. Al soltarlo se quedó dentro. Eva bajó del tajo y con el martillo introdujo aún más el cincel. Luego soltó el martillo y empujó el cincel hacia un lado. La madera cedió. Oyó el ruido de astillas que se resquebrajaban. La falleba del interior se rompió con un pequeño chasquido. La ventana se abrió unos diez o veinte centímetros, y se quedó colgando de la bisagra de arriba. Eva echó un vistazo a su alrededor, cogió la mochila y abrió la ventana del todo. Estaba cubierta por una tela oscura. Metió la mochila por la abertura y lanzó la herramienta. A continuación metió la cabeza, luego los brazos y finalmente intentó introducir todo el cuerpo. El tajo debería haber sido más alto, tendría que saltar. Lo peor era esa abertura tan estrecha. Flexionó las rodillas, dio un gran salto y quedó balanceándose en el borde, con la cabeza y los brazos dentro y las piernas fuera. La ventana le arañaba la espalda. La cocina estaba completamente oscura, pero notaba el banco debajo de las manos; se deslizó cuidadosamente por el borde, apoyó el pie en el marco interior de la ventana y cayó estruendosamente al suelo, llevándose consigo jarras y jarrones. Hizo mucho ruido y se dio con la barbilla en el cemento. Por un instante se quedó luchando en el suelo, medio enredada en una esterilla. Luego se incorporó, intentando recuperar el aliento. Ya estaba dentro.