Todas las ventanas estaban cubiertas con telas oscuras para impedir que penetrara la luz, así que no había peligro de que se viera nada desde fuera, y encendió la linterna.
Lanzó un intenso rayo de luz blanca hacia la chimenea y se colocó en medio de la habitación intentando orientarse. El sofá estaba cubierto por una manta de cuadros. En él solía sentarse Maja a contar sus aventuras, que no eran pocas, aunque sólo tenían trece años. Y sus amigas la miraban con los ojos abiertos como platos, con una mezcla de espanto y veneración. Algunas bajaban la vista. Ina cerraba la boca a cal y canto y se negaba a seguir escuchando porque era creyente.
Dentro de la chimenea había un troll con verrugas en la nariz y un abeto en la mano. Del techo colgaba una bruja que la miraba fijamente con sus relucientes ojitos de botones. Vio la mesa del comedor, una pequeña rinconera colgada en lo alto de la pared, el aparador con tazas y platos, una cómoda, seguramente llena de manoplas y gorros, dos pequeños dormitorios cuyas puertas estaban abiertas, la minúscula cocina, con sus cajones y armarios, la pequeña anilla de hierro en el suelo y la trampilla que tendría que abrir para llegar al sótano, un excelente escondite, por cierto, frío y oscuro. Otro lugar apropiado era la leñera, donde guardaba las herramientas, o la letrina, que estaba en un pequeño anexo al que se accedía por un pasillo desde la cabaña. Siempre iban de dos en dos, histéricas y aterradas, porque Maja les había leído en voz alta terribles historias de cadáveres descuartizados de la Revista de Casos Criminales. Iban con los hombros encogidos y la lámpara de petróleo colgando. Y allí estaba también la cocina de gas. «¡No hagáis saltar la cabaña por los aires!», fueron las últimas palabras del padre de Maja cuando se metió en la furgoneta para volver a la ciudad. Sobre el sofá había dos grandes estanterías, repletas de libros baratos de bolsillo y cómics. Recordó que Maja tenía varios números de la revista picante Cocktail. Solían leerla en voz alta, pero siempre después de que Ina se hubiera acostado.
Eva tenía frío. No debería estar allí perdiendo el tiempo, tenía que trazar un plan, intentar ponerse en el lugar de Maja cuando tuvo que decidir dónde esconder el dinero para que nadie lo encontrara. Tenía mucha imaginación y seguro que se le ocurrió algo muy ingenioso. Eva pensó instantáneamente en la letrina, en la posibilidad de que el dinero estuviera enterrado entre los excrementos. También podía haberlo enterrado fuera, bajo los matorrales. Se levantó, intentando no dejarse dominar por el pánico. Contaba con un tiempo limitado, tendría que salir de allí antes del amanecer. El método de la eliminación, pensó. Debería excluir todos los lugares en los que era seguro que no se encontraba el dinero, los lugares más evidentes, tales como el aparador, la rinconera y la cómoda. Tendría que buscar sistemática y tranquilamente. Se le ocurrió que podría estar en alguna bolsa de plástico o en sobres cerrados con una goma, protegidos contra la humedad. En el primer dormitorio había una cómoda. Rechazó esa idea, y se concentró en otras posibilidades más originales. Primero el sótano, ése era al fin y al cabo el peor sitio. Metió la mano por debajo de la anilla de hierro y levantó la trampilla. Se encontró con un enorme agujero negro del que subía un aire helado. Puede que hubiera ratas allí abajo. La trampilla se mantenía levantada con la ayuda de una cadena y Eva bajó con la linterna en la mano. No se podía estar de pie, así que se agachó e iluminó las paredes. Había frascos de mermelada y pepinillos en vinagre, vino tinto, vino blanco, oporto, jerez y más frascos de mermelada, y una caja de galletas con imágenes de Blancanieves y la Cenicienta. Al agitarlo, oyó el sonido a galletas bailando de puro susto. También había patatas heladas con brotes largos, y algunas latas que también levantó, pero pesaban mucho y estaban cerradas, algunas botellas de cerveza y más vino. A Maja no le había dado tiempo a cerrar la cabaña antes de la llegada del invierno. El cono de luz se deslizaba por el suelo de piedra rugoso; olía a moho y humedad. No había nada más. Se sentó en el último escalón e iluminó trozo por trozo el minúsculo cuarto, lenta y minuciosamente. Ni una caja, ni un hueco en la pared de piedra. ¿Era posible enrollar los billetes y meterlos en botellas de vino vacías? ¡Por Dios, no! Se levantó y subió de nuevo a la cocina. Cerró la trampilla y empezó a registrar los armarios. Volvió a cerrar inmediatamente el de los vasos y platos, pero miró con más detenimiento el armario de las cacerolas, las iluminó por dentro y por el fondo. Nada. Echó un vistazo dentro de la cocina de gas, fue a la salita e iluminó debajo del sofá. Quizá debería mirar dentro de los libros, tardaría mucho en abrirlos todos, pero seguro que allí no lo había escondido. En cambio, podría estar en la chimenea. Metió un pie dentro e iluminó el tiro. Nada. Luego pensó en el banco que había junto a la mesa de comer. Era de madera, de esos que se abrían. Dentro había zapatillas y viejas botas de esquiar, jerséis gordos, un viejo anorak y dos arpilleras. De repente descubrió una vieja radio y se le ocurrió pensar que Maja podría haberla abierto, vaciado y metido dentro el dinero, pero no estaba segura de que hubiera tenido tanta pericia técnica como para hacerlo.
Pensó en la panera, que estaba sobre la encimera y en la sopera. Tal vez dentro del reloj de pared, o en esa vieja mochila colgada de un clavo en la pared. Allí está, pensó tirando de la mochila. Vacía. Eva dirigió la luz hacia su reloj, era casi la una. Luego entró en los dormitorios, levantó la ropa de la cama y los colchones, y a pesar de todo, registró las cómodas y dos pequeños armarios en los que había anofaks y plumas. Un viejo cuenco de madera estaba lleno de bufandas y calcetines de lana. Volvió a la cocina y abrió todos los Jxascos de porcelana, pero contenían lo que ponía en los letreros: sal, harina, arroz y café. Luego se fue a la entrada y miró detrás de una cortinilla que colgaba delante de un banco, pero no encontró más que una palangana, un cepillo de fregar y un frasco pegajoso de lavavajillas. Quedaba el anexo: el pequeño taller, la leñera y la letrina. La puerta rechinó peligrosamente al abrirla, la habitación no tenía ninguna ventana. El suelo crujía bajo sus pies. Oyó cómo el anorak sonaba ligeramente en el silencio. De pared a pared había un gran banco de trabajo. Vio colgada una chapa para herramientas, sobre la que alguien había calcado cada herramienta para que después de usarlas resultara fácil devolverlas a su sitio. Otro tajo para cortar leña. Viejos muebles de jardín, un colchón de goma espuma medio comido por los ratones, esquís y palos. Un quitanieves manual. Eva no sabía por dónde empezar. Tal vez lo mejor sería abrir de una vez la puerta de la letrina, entrar e iluminarla. Eso hizo. El cuarto era minúsculo, pero había dos asientos y la letrina tenía mucha caída. Los dos agujeros estaban tapados con espuma de poliuretano y el cuarto no olía demasiado mal. Seguramente no la había utilizado nadie en mucho tiempo. Había una foto del príncipe heredero Haakon, vestido con un jersey azul, pegada en la pared. Sus dientes lucían blanquísimos en la oscuridad. ¿Sabría que estaba colgado en los retretes de la gente? El suelo estaba cubierto por un trozo de arpillera. Eva empujó hacia un lado una de las tapas y se inclinó sobre el agujero. Intentó contener el aliento mientras iluminaba el interior de la letrina por si el dinero estuviera pegado con celo a las paredes. No vio nada. Levantó también la otra tapa e iluminó el agujero por dentro. Muy abajo, en el fondo, se veía una masa marrón vaga y confusa, en la que se distinguían algunos trozos de papel blanco. Se imaginó que el dinero estaba en el fondo, debajo de todo ese revoltijo, en una caja de metal, por ejemplo. ¡Estaría bueno! Se levantó y respiró. Tal vez debería comprobarlo pinchando con una pala de esquí. Había varios pares junto al banco. De repente se sintió muy tonta, el dinero no podía estar enterrado en los excrementos, por supuesto que no, todo tenía un límite. Por un instante se quedó desconcertada. Debajo del banco de trabajo había un viejo cubo de plástico lleno de manchas, un par de botellas de aguarrás y un bote de pintura grande, tal vez de diez kilos. Se acercó, se agachó y leyó: «Pintura para exteriores. Marrón». Agitó el bote y oyó que algo se movía en su interior. Metió los dedos por debajo de la tapa pero no logró levantarla; siguió intentándolo sin ningún éxito, hasta que por fin cogió un destornillador de la chapa que había sobre el banco, lo metió por debajo de la tapa y consiguió abrir el bote. Estaba lleno de paquetes planos, paquetes envueltos en papel aluminio; parecían paquetitos de merienda. Eva dio un respingo, sujetó la linterna con la barbilla, y abrió rápidamente uno de los paquetes: ¡un fajo de billetes! ¡Por fin lo había encontrado!