Eva se cayó hacia atrás con el paquete en la mano. Maja había tenido la misma ocurrencia que ella. ¡Había metido el dinero en un bote de pintura vacío! Se tapó la cara con las manos y permaneció así un instante; se sentía abrumada por todo ese dinero del que nadie sabía nada, que no pertenecía a nadie, por esa extraordinaria suma que tenía en las manos: un inmenso seguro de vida. Recogió los demás paquetes, once en total. Eran abultados, como si contuvieran cuatro o cinco rebanadas de pan, pensó, mientras los colocaba en un montón en el suelo. Ya no tenía frío, la sangre corría velozmente por sus venas y respiraba como si acabara de hacer una larga carrera; incluso tenía la sensación de que le sudaba la frente. Buscó las cremalleras de los numerosos bolsillos del anorak para meter los billetes en ellos. Dos paquetes en cada bolsillo y el resto en el del pantalón. Funcionaría. Tenía que cerrar bien las cremalleras, no podía arriesgarse a que se le cayeran los paquetes en el camino de vuelta, ya que había decidido correr hasta el coche, con el fin de librarse de toda esa inusual energía que se le iba extendiendo por todo el cuerpo. Una carrera, una enloquecida carrera a través de los matorrales, eso era lo que le hacía falta. Se levantó para llegar más fácilmente a los bolsillos y en ese momento oyó un ruido. Era un sonido familiar, de los que oía todos los días, y que por tanto reconoció inmediatamente. El corazón le dio un vuelco, se paró como si hubiera recibido un hachazo. Era el ruido de un coche.
Un coche que se estaba acercando con fuertes rugidos a la cabaña, Eva oyó cómo reducía la velocidad y el sonido del brezo helado que le rozaba los guardabarros. La intensa luz de los faros penetraba a través de las agrietadas paredes. Eva estaba de pie, con los paquetes de dinero en las manos, transformada en una estatua de sal. No había ya ni un sólo pensamiento en su cabeza, habían volado todos, sólo sentía un pánico ciego y dejó que su cuerpo se encargara de todo. Este actuó, libre ya de todos los pensamientos, y Eva volvió a colocar los paquetes en el bote, puso la tapa, lo cogió por el asa y se fue a hurtadillas hasta la puerta. El suelo crujía suavemente, mientras el motor del coche seguía en marcha. Abrió la puerta del retrete, levantó una de las dos tapas y metió el bote dentro. A continuación apagó la linterna.
Sonó la puerta de un coche al cerrarse. Eva oyó pasos rápidos y poco después el ruido de una llave en la cerradura. ¡Era medianoche y alguien estaba a punto de abrir la puerta de la cabaña de Maja! No podía ser nadie con buenas intenciones, pensó Eva, mientras oía el chirriar de bisagras oxidadas. Alguien entró con pasos firmes en la pequeña cabaña.Unos segundos después la persona desconocida descubriría la ventana abierta y registraría toda la cabaña. Eva no era capaz de pensar, estaba como sobre un barco en llamas; prefirió tirarse al revuelto mar. Resueltamente, metió una pierna dentro de la letrina, se apoyó en el borde y comprobó que no podía meter la otra porque el agujero era demasiado pequeño, así que volvió a sacarla, metió las dos piernas a la vez, y se dejó caer dentro del oscuro agujero, agitando los pies mientras esperaba dar contra el fondo. Por fin llegó a una especie de masa blanda en la que se sumergió. Los pasos de la persona desconocida seguían oyéndose en el interior de la cabaña. Eva cogió la linterna y la dejó caer a sus pies. Luego se puso en cuclillas, haciendo enormes esfuerzos por meter los hombros y buscó a tientas la tapa para cubrir el agujero. La balanceó sobre las yemas de los dedos y logró colocarla encima de su cabeza. Se encontraba rodeaba de una oscuridad total, no entraba ni un rayo de luz por ninguna parte; se sumergió otro poco y se sentó con la frente apoyada en las rodillas. Al principio, cuando estaba arriba iluminando la letrina, no había notado demasiado el mal olor, pero allí abajo el hedor llegaba a oleadas, conforme Eva iba calentando el contenido con su cuerpo. Respiraba lo menos que podía, con la nariz apretada contra las rodillas. La linterna había rodado hacia un lado y estaba fuera de su alcance. Entre sus piernas tenía el bote con los dos millones de coronas. Oyó que una puerta se cerraba violentamente dentro de la cabaña y a alguien que maldecía. Era una voz de hombre y estaba furioso.
Tenía que procurar respirar por la boca. No abrió ni un instante las fosas nasales. Temía desmayarse. Intentó escuchar y averiguar lo que estaba haciendo el hombre, no cabía duda de que estaba buscando algo y al parecer, no le importaba nada hacer ruido. Puede que hasta hubiera encendido las luces. De repente se acordó de la mochila; la había dejado tirada en el salón. Estuvo a punto de vomitar. ¿Habría visto la luz de la linterna? No lo creía. Pero esa mochila en el suelo… ¿Se imaginaría que ella seguía allí? ¿Pondría la cabaña patas arriba buscándola? Tal vez era lo que estaba haciendo justo entonces, así que en cualquier momento podría entrar en la leñera y abrir violentamente la puerta del retrete. Pero no quitaría la tapa del agujero para iluminar la letrina por dentro, ¿no? Eva apretó la nariz contra las rótulas de las rodillas y respiró suavemente con la boca. Durante algunos instantes no oyó nada, pero enseguida volvió a empezar el barullo. Al cabo de unos minutos oyó que los pasos se acercaban; ya estaba en la entrada; algo se cayó y sonaron nuevas maldiciones. El hombre entró en la leñera. De nuevo se hizo el silencio. Se imaginaba que estaba mirando fijamente la puerta de la letrina, pensando, como haría cualquiera, que alguien se escondía allí dentro. Dio unos pasos más. Eva se encogió y esperó. Oyó un gran crujido cuando el hombre entró. El mundo se detuvo por completo durante unos segundos y Eva quedó reducida a una masa temblorosa de miedo y sangre caliente que bombeaba por su cuerpo. Pero de repente se paró todo: la respiración, el corazón y la sangre, que se había convertido en una espesa y grumosa masa. Tal vez estaba a un metro de distancia, tal vez podía oír su respiración, por eso Eva dejo de respirar y sintió que sus pulmones estaban a punto de estallar. Cada segundo era una eternidad. Luego volvió a oír pasos, el hombre estaba saliendo del cuarto y tropezó con algo sobre el banco de trabajo. De repente a Eva se le ocurrió que el desconocido podía necesitar ir al retrete. Si pensaba seguir buscando, era probable que pronto sintiera necesidad, y entonces entraría, levantaría una tapa y orinaría dentro del agujero. Si eligiera el agujero más próximo a la pared, orinaría sobre sus pies y si eligiera el otro, sobre su cabeza. Si encendiera la luz, vería que había alguien sentado en la oscuridad, con un bote de pintura entre las piernas. No entendía quién podía ser ese hombre: Maja había mentido u omitido algo; Maja era la que la había metido en esa absurda situación, como había hecho mil veces antes, la que le había abierto esa posibilidad de conseguir dinero, montones de dinero, aunque ella nunca hubiera deseado tanto, tan sólo lo suficiente para la comida y los gastos fijos, no era ambiciosa. Se lo habría entregado gustosamente; tal vez pudieran compartirlo, pensó, porque él no tendría más derecho a ese dinero que ella; al fín y al cabo, ella y Maja habían sido amigas de la infancia, habían compartido todo. Maja la había nombrado su única heredera. En ese momento, el hombre estaba haciendo un ruido infernal en uno de los cajones de herramientas, a juzgar por los sonidos estaba enfurecido, colérico. La cabaña parecería un campo de batalla cuando hubiera acabado. Se preguntó si se le ocurriría hacer noche allí, si se acostaría en una de las literas bajo un grueso edredón, mientras ella tenía que quedarse sentada en ese montón de excrementos, con los pies entumecidos. Si se viera obligada a permanecer así hasta la mañana siguiente, correría el riesgo de tener gangrena, se moriría de frío, de desesperación y de hedor, pero tal vez él fuera un simple ladrón como ella y tuviera que marcharse antes del amanecer. Esa era la esperanza de Eva. Eso era lo que esperaba mientras el hombre recorría la cabaña buscando, sin parar de buscar. Eva notó que le estaba entrando sueño, pensó que no debería dormirse, pero no podía evitarlo, así conseguía alejar algo el olor, o tal vez estaba ya completamente anestesiada. Qué maravilloso poder dormir un poco. De repente pensó que tal vez tuviera dificultades para salir del agujero, sería imposible tomar impulso desde ese montículo blanduzco, puede que se quedara allí atrapada, abandonada a su suerte, hasta perecer con dos millones entre las rodillas. Tal vez debería pedir socorro, intentar salir, quitarse la ropa, y compartir la fortuna con ese pobre hombre que no sabía dónde buscar. Pensaba en eso mientras captaba vagamente que por fin se había hecho el silencio. Quizá el hombre se había tumbado en el sofá y tapado con la manta a cuadros. Tal vez había cogido una botella de vino tinto del sótano, lo había calentado en la cocina de gas y le había añadido azúcar: vino tinto ardiente y dulce, una manta calentita y fuego en la chimenea. Eva movió los dedos y notó que estaban entumecidos. Lentamente se cerró a sí misma, se cerró al frío y al olor, cerró los ojos y la mente, dejando abierta una rendija por si el tipo volvía a entrar para orinar o para seguir buscando, pero la rendija era cada vez más pequeña, y Eva se sumergía cada vez más en la oscuridad. Un último pensamiento le pasó velozmente por la cabeza: ¿Cómo diablos había llegado hasta allí?