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Sonó un fuerte golpe.

Eva se sobresaltó. Abrió los brazos por un acto reflejo y dio con el codo en la madera podrida. Puede que el hombre lo hubiera oído, ya que las paredes estaban poco aisladas y reinaba un gran silencio. Eva comprendió que el golpe lo había dado la puerta al cerrarse. El hombre estaba fuera de la cabaña, junto a la pared del retrete; dio unos tres o cuatro pasos y luego se detuvo. Eva escuchó, intentando adivinar lo que estaba haciendo, completamente rígida ya, incapaz de mover ni brazos ni piernas. El hombre tosió y a continuación se oyó el sonido familiar de un fuerte chorro que alcanzó el suelo helado. El hombre estaba orinando. Típico de los hombres, pensó, son tan vagos que ni siquiera se molestan en ir al servicio, se limitan a sacar su cosa por la puerta, y eso fue lo que la salvó de ser descubierta. Estuvo a punto de echarse a reír de puro alivio. El chorro seguía sonando fuera. El hombre llevaría mucho tiempo conteniéndose y tal vez se habría tomado una cerveza. Puede que ya hubiera terminado y estuviera a punto de marcharse. Era extraño que no hubiera mirado dentro de la letrina, seguro que no tenía ni pizca de imaginación, pensó. Ella habría metido la pala de esquí en el montón de excrementos si no hubiera encontrado el bote de pintura. Comenzó a crecer dentro de ella la esperanza de que todo estuviera a punto de acabar, y con la esperanza volvió el frío y las extremidades entumecidas, junto con el hedor, que era ya insoportable. El hombre volvió a entrar. «¿Qué hora será? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?», pensó Eva, esforzándose por respirar tranquilamente. Empezaron otra vez los ruidos: puertas, cajones y muchos pasos que iban y venían por el suelo. Tal vez era ya de día y todo estaba iluminado, el hombre podría haber echado abajo las telas oscuras de las ventanas, y seguiría buscando. Entraría otra vez en el retrete y miraría por el agujero. Se le ocurriría como una ráfaga, como se le había ocurrido a ella. Intentó imaginarse lo que diría cuando descubriera su cabeza, y se enterara del tiempo que llevaba ahí abajo. No daría crédito a sus ojos y se enfadaría, si es que había acudido con buenas intenciones. Pero Eva no creía que fuera así. Oyó la puerta de nuevo y la llave en la cerradura. No podía creerlo, no podía creer que el hombre realmente fuera a marcharse. No se le movía ni un pelo, los pasos se iban alejando y por fin llegó el sonido que más había ansiado oír: el de la puerta de un coche al cerrarse. Eva empezó a temblar de pies a cabeza. El motor arrancó con un rugido y Eva respiró aliviada; rugió durante un buen rato y ella seguía sin moverse, se limitaba a esperar mientras el coche comenzaba a maniobrar en la oscuridad, tal vez estaba dando marcha atrás con el fin de salir de cara. Oyó ramas que golpeaban el coche y el ruido del motor cada vez más suave. Luego aceleró. Ya estaría en el camino; aceleró de nuevo; el motor sonaba cada vez menos, hasta que por fin dejó de oírse.

Una gran tranquilidad invadió todo su cuerpo.

Puso las manos sobre el bote y respiró gimoteando. Intentó enderezar las piernas, que estaban retorcidas como viejas raíces de pino. Tenía los pies completamente insensibles. Con una mano empujó hacia un lado la tapa que cubría el agujero. Todo seguía oscuro, como si todavía fuera noche cerrada. La linterna, pensó de repente, ¿dónde está la linterna? Apretó los puños resistiéndose, antes de empezar a buscar a tientas entre los excrementos, entre sus propias piernas, por las paredes; no había mucho sitio, tendría que encontrarla. Por fin notó el helado mango metálico detrás de su cuerpo. Tal vez se hubiera estropeado. Encontró el interruptor. Funcionaba. Con un suspiro de alivio miró el reloj. Eran las tres y media. Habría oscuridad durante varias horas más y tenía tiempo de sobra. Sacó la linterna por el agujero y la colocó sobre el asiento, luego se agarró al borde e intentó subir. Le dolía la espalda y las piernas apenas la sostenían, pero consiguió sacar la cabeza, luego forzó los hombros hacia arriba. De repente notó que se ahogaba y que tenía que salir de allí como fuera. Forcejeaba, gemía y movía el cuerpo para salir, impulsándose todo lo que podía con las piernas sumergidas en la blanda masa. Logró sacar el cuerpo y se quedó tumbada sobre la letrina. Hizo un enorme esfuerzo y sacó por fin las piernas. Sin querer, dio un empujón a la linterna, y cayó al suelo. Se quedó mirando la arpillera iluminada y se restregó los pies en ella. Luego intentó enderezarse, apoyando los pies en el suelo, como si estuviera paralítica. Volvió a agacharse, iluminó por última vez el agujero, y cogió el bote de pintura por el asa. Había luchado duramente por eso. El dinero ya era suyo. Salió del cuarto y entró en la cabaña. Todo estaba completamente arrasado, volcado y tirado por el suelo. Iluminó las paredes. El hombre no había quitado las telas de las ventanas. Todo estaba oscuro, pero el aire se notaba extrañamente fresco y era fácil respirar. Eva casi se había había olvidado de lo agradable que era respirar un aire normal. Se tambaleó insegura sobre sus pies, fue hasta un sillón y se dejó caer en él. La ropa se le había quedado tiesa. Tiraría todo, cada fibra de lo que llevaba encima del cuerpo. Tal vez debería cortarse el pelo, puede que ese olor no la abandonara jamás. El viaje de vuelta era largo, sobre todo para conducir cubierta de excrementos de los pies a la cabeza. Tal vez podría encontrar algo de ropa en la cabaña y cambiarse. Se levantó con gran esfuerzo y entró en uno de los dormitorios. Iluminó con la linterna y cogió prenda tras prenda de la cómoda: ropa interior, calcetines, una vieja camiseta y un jersey de lana, pero no encontró ningún pantalón. Fue hasta la entrada, donde estaba colgada la ropa de abrigo y tuvo suerte, encontró un traje de plumas suave y viejo, pero seguramente demasiado pequeño. Sería como meterse en la funda de una salchicha, pero estaba limpio; al menos en comparación con lo que llevaba puesto. Olía a cera para esquís y leña de chimenea. Dejó las prendas en un montón sobre el suelo y comenzó a desnudarse. Lo peor eran las manos, intentó mantenerlas alejadas de la cara, no soportaba el olor. Tal vez pudiera echar lavavajillas encima y secarlas con un trapo de cocina. Comenzó a tiritar, pero a la vez estaba eufórica. No apartaba la vista del bote de pintura, tenía un aspecto tan inocente… ¿Quién, salvo ella, podría pensar que contenía una fortuna? Pero claro, ella era una persona con mucha imaginación, una artista.