El hombre sacudió la cabeza y aceleró. Le pareció haber visto algo en la oscuridad, algo blanco que se movía en el aire. Miraba hacia los dos lados mientras subía la cuesta muy despacio, pero las luces de los faros dejaban todo el paisaje a su alrededor sumido en la más completa oscuridad. Habrían sido imaginaciones suyas, o tal vez fuera una oveja. Aunque, pensándolo bien, no había ovejas en el exterior en esa época del año. Bueno, pero pájaros sí habría, o tal vez un zorro o una liebre. Cabían muchas posibilidades. Pero lo curioso era lo del coche aparcado. ¿Podría haber alguien durmiendo en la pequeña cabaña a pesar de todo? No podía perder más tiempo en esas meditaciones. Había que aclarar y resolver muchas cosas. Recuperaría ese dinero. El dinero era suyo, y que nadie pensara otra cosa. Aceleró y volvió a la carretera. Metió la tercera y al poco rato pasó por delante del hotel de montaña. Al doblar una curva, las luces desaparecieron.
Capítulo 33
Los montículos de espuma se parecían a las montañas nevadas de la altiplanicie de Hardanger, y el agua estaba hirviendo. Eva metió un pie dentro y estuvo a punto de escaldarse, pero necesitaba un baño lo más caliente posible. Lo que más le hubiera gustado sería haberse metido el agua dentro del cuerpo, dentro de las venas. Sobre el borde de la bañera había una copa de vino tinto. Había tirado la mochila a la basura y desconectado el teléfono. Se sumergió en el agua, que era de color turquesa por las bolitas de sales de baño que le había puesto. En el paraíso no se estaría mejor. Movía los dedos de las manos y de los pies conforme iban entrando en calor. Bebió un trago de vino y notó que el dolor del pie iba atenuándose. Había sido una pesadilla conducir con el pie así, se le había hinchado mucho. Se tapó un instante la nariz y se sumergió entera en el agua. Cuando volvió a la superficie, tenía un gran montículo de espuma sobre la cabeza. «Este es el aspecto de una millonaria», pensó extrañada, mirándose en el espejo que había sobre la bañera. La suave montaña de espuma se fue hacia un lado y se quedó colgando de su oreja. Eva se tumbó de nuevo y se puso a calcular mentalmente cuánto tiempo le duraría el dinero, gastando doscientas mil coronas al año. Unos diez años. Si es que realmente había tanto dinero; aún no lo había contado, pero lo haría en cuanto se hubiera bañado, arreglado y comido un poco. Lo único que había encontrado en el camino de vuelta había sido una máquina de dulces casi vacía, cuya única oferta era caramelos de frambuesa y pastillas fuertes para la garganta. Cerró los ojos oyendo cómo la espuma le crujía dentro de la oreja conforme iba perdiendo aire. Su piel se estaba habituando a la temperatura; después tendría un aspecto arrugado y rosado, como un bebé, producido por el agua jabonosa tan caliente. Hacía mucho tiempo que no tomaba un baño. Solía conformarse con una ducha rápida, y había olvidado lo delicioso que era. En cambio Emma prefería siempre bañarse.
Alargó un brazo para coger la copa de vino y dio dos largos sorbos. Luego, cuando se hubiera bañado y contado el dinero, dormiría, quizá hasta por la tarde. El cansancio y el sueño se posaban en su frente como una pesa de plomo. La pesa le empujó la cabeza hacia delante, y su barbilla quedó reposando sobre el pecho. Lo último que notó fue el sabor a jabón en la boca.
Capítulo 34
Eran las nueve de la mañana del 4 de octubre. Eva dormía en el agua fría de la bañera. Se encontraba en medio de un sueño muy ruidoso e irritante. Al moverse en el agua con el fín de librarse de él se deslizó hacia delante y su cara se sumergió. Dio un respingo y tragó gran cantidad de agua jabonosa; carraspeó y tosió intentando levantarse, pero el fondo de la bañera de porcelana era muy resbaladizo y volvió a caerse. Escupía, babeaba y lloraba, hasta que por fín logró sentarse. Volvía a tener frío. En ese momento sonó el timbre de la puerta.
Se levantó de un salto, asustada, y pisó el suelo, olvidándose del pie herido. Gritó, tambaleándose un poco por haberse levantado tan bruscamente, y cogió el albornoz. Había dejado el reloj en la repisa, debajo del espejo, y lo miró rápidamente preguntándose quién sería tan temprano. Era demasiado pronto para vendedores y mendigos, su padre no iba nunca a ningún sitio y Emma no había anunciado su vuelta. ¡La policía!, pensó atándose el albornoz por la cintura. No estaba preparada, no había tenido tiempo para pensar en qué decirle si volvía a aparecer. Estaba segura de que era el policía. Ese inspector jefe de mirada intensa. Claro que tampoco estaba obligada a abrirle, pues era la dueña y señora de su propia casa, ¿no? Además, se encontraba en la bañera y era una hora completamente intempestiva para ir a hacer preguntas. Podría quedarse en el cuarto de baño hasta que ese tipo se marchara. Pensaría que no se había levantado aún, o que estaba de viaje. Si no hubiera sido por el coche, claro, que estaba aparcado delante de la casa, pero podría haber cogido el autobús, de hecho lo hacía a veces cuando no tenía dinero para gasolina. ¿Qué quería ese hombre? Del dinero de Maja no podía saber nada, a no ser que ella hubiera dejado un testamento y la policía lo hubiera encontrado. ¡Tal vez fue eso lo que hizo, legar todos sus bienes al centro de acogida! La idea le hizo tambalearse. Claro que Maja pudo haberlo hecho. No tenía el dinero en la caja de seguridad, pero sí su testamento, un cuadernito rojo que contenía la verdad sobre su vida. El timbre volvió a sonar. Eva tomó una rápida decisión. No serviría de mucho esconderse en el baño, el policía no se daría por vencido. Se enrolló la toalla en la cabeza a modo de turbante y salió descalza a la entrada, cojeando y gimiendo a cada paso que daba.
– Señora Magnus -dijo-, disculpe por haber interrumpido su baño, es imperdonable. Puedo volver más tarde.
– De todas formas ya estaba acabando -contestó Eva secamente, sin moverse de la puerta. El inspector llevaba una chaqueta de cuero y pantalones vaqueros. Parecía un hombre normal y corriente, en absoluto un enemigo, pensó Eva. El enemigo era el hombre de la montaña, fuera quien fuera. ¿Habría anotado su número de matrícula? Eva estuvo a punto de desmayarse sólo de pensarlo. En ese caso no tardaría mucho en presentarse. No había reparado en ese aspecto hasta entonces. Frunció el entrecejo.