Se detuvo horrorizada porque en ese momento sí era consciente. Era una puta en potencia. Y ahora, él también lo sabía.
– Pero después de todo fui incapaz. Maja me dio una Coca-Cola, me despejé y me faltó el valor. Pensé que me quitarían a Emma si se corría la voz. Me puse mala y logré escapar de la situación. Pero antes Maja me había explicado algunas cosas.
– ¿Qué cosas?
– Me explicó cómo suele ser.
– ¿Le enseñó el cuchillo?
Eva vaciló un segundo.
– Sí, me enseñó el cuchillo. Dijo que lo tenía como ejemplo y escarmiento. Yo me tumbé sobre la cama. Fue cuando me entró el miedo y decidí retirarme. No entiendo cómo ha podido usted enterarse de tantas cosas, no entiendo nada.
– Al parecer, el cuchillo no le sirvió de mucho, ¿verdad? -dijo Sejer con tono interrogante.
– No, ella…
Eva se detuvo en seco.
– ¿Qué iba a decir?
– Supongo que no tuvo suficientes agallas.
– Había huellas dactilares de usted por todo el piso -prosiguió el policía-; incluso -dijo lentamente- en el teléfono. ¿A quién llamó?
– ¿Huellas dactilares?
Notó que sus dedos se encogían al pensar en ello. Tal vez la policía había estado en su casa mientras ella se encontraba en la montaña, tal vez habían forzado la puerta y se habían deslizado por todas partes con sus pequeños pinceles.
– ¿A quién llamó usted, Eva?
– ¡A nadie! Pero pensé en llamar a Jostein -mintió.
– ¿Jostein?
– Mi ex marido. El padre de Emma.
– ¿Y por qué no lo llamó?
– Simplemente porque cambié de idea. Fue él quien me dejó y no quería pedirle limosna. Me vestí y me fui. Le dije a Maja que podía ser peligroso lo que estaba haciendo, pero se limitó a sonreír. Maja nunca escuchaba a nadie.
– ¿Por qué no me contó todo esto la primera vez que estuve aquí?
– Me daba vergüenza. No quería que nadie se enterara de que me había planteado seriamente la posibilidad de convertirme en prostituta.
– Yo jamás en toda mi vida he mirado con desprecio a las mujeres que ejercen la prostitución -dijo Sejer con sencillez.
Se levantó del sofá como si estuviera satisfecho. Eva no daba crédito a sus ojos.
Ya en la escalera, Sejer se detuvo un instante y dejó deslizar su mirada por el patio, el coche y la bicicleta de Emma, que estaba apoyada contra la pared. Luego miró el entorno, la calle y las otras casas, como si quisiera formarse una opinión sobre el vecindario de Eva, y sobre qué clase de persona era ella, que vivía precisamente ahí, en esa calle y en esa casa.
– ¿Le pareció que Maja tenía mucho dinero?
La pregunta llegó a bocajarro.
– Oh, sí. Todo lo que tenía era muy caro. Incluso comía en restaurantes.
– Nos hemos preguntado si tal vez tuviera algún dinero escondido -dijo Sejer-, y si alguien estaba enterado de ello.
La mirada del policía le alcanzó como un rayo justo entre los ojos y Eva parpadeó.
– El marido de Maja llegó ayer en avión desde Francia; esperamos que tenga algo que contarnos cuando le tomemos declaración.
– ¿Cómo?
– El marido de Maja -repitió Sejer-. Parece usted asombrada.
– No sabía que tuviera marido -dijo Eva abatida.
– ¿No? ¿No se lo contó?
Sejer frunció el entrecejo.
– ¿Extraño, no? Que no se lo contara, si realmente eran viejas amigas.
«¿Éramos viejas amigas? -pensó-. ¿Realmente éramos viejas amigas? ¿Estoy diciendo la verdad?» Pero no serviría de nada hablar, no la creería de ninguna manera.
– ¿No tiene usted nada más que añadir, señora Magnus?
Eva negó con la cabeza. Estaba aterrada. El hombre que apareció en la cabaña, ¿sería acaso el marido de Maja? Un marido buscando su herencia. Tal vez se presentara un día ante su puerta, tal vez por la noche, mientras ella dormía. Cabía la posibilidad de que Maja se lo hubiera dicho, de que hubiera hablado a su marido del encuentro con Eva. Si es que le había dado tiempo. Pudo haberlo llamado. Sejer bajó los cuatro escalones de la escalera de hierro forjado y se detuvo en la gravilla.
– No meta usted ese tobillo en agua caliente. Póngase una venda.
Y se marchó.
Capítulo 35
Había que sacar el dinero de la casa. El gran Peugeot desapareció por fín por la cuesta abajo. Eva cerró la puerta de golpe y se lanzó al sótano. El pie estaba a punto de entumecerse de nuevo. Levantó a la fuerza la tapa del bote con un cuchillo y volcó los paquetes sobre el suelo de cemento. Luego se sentó y les quitó el papel de aluminio. Los billetes estaban atados con una goma y perfectamente ordenados: los de mil por un lado y los de cien por otro. Resultaba fácil contarlos. El suelo estaba helado y el trasero se le quedó completamente insensible. Contaba sin cesar, e iba tomando nota mentalmente; dejaba a un lado los billetes contados, y cogía otro montón. El corazón le latía cada vez más deprisa. ¿Dónde iba a esconder tanto dinero? Una caja de seguridad de algún banco era demasiado arriesgado, pues Eva sospechaba que a partir de ese momento ese tal Sejer y sus hombres la vigilarían muy de cerca y tomarían nota de todo lo que hiciera. Y lo mismo haría el marido de Maja.
Maja estaba casada. ¿Por qué no se lo había dicho? ¿Le parecería un fracaso tener un marido, un compañero? ¿O no se lo habría dicho porque ese hombre era más bien un socio mercantil con el que iba a regentar un hotel? ¿O sencillamente porque era un tipo impresentable del que no quería que nadie supiera nada? Esto último parecía lo más probable.
En realidad el bote de pintura era un lugar estupendo, pero tendría que guardarlo en otro sitio, en un sitio donde a nadie se le ocurriera mirar y de donde ella pudiera coger dinero cada vez que le hiciera falta. En casa de su padre, claro, en el sótano, junto a los trastos acumulados durante todos esos años: la vieja cama de Eva de niña, las manzanas pudriéndose en el almacén de patatas, la lavadora estropeada. Perdió la cuenta y tuvo que empezar de nuevo. Le sudaban las manos, lo que facilitaba mucho la tarea de separar los billetes nuevos. Ya tenía contado medio millón en un gran montón, y aún quedaba muchísimo. El marido de Maja. Tal vez fuera un tipo verdaderamente peligroso. Si Maja era una puta, ¿qué sería el marido? ¿Camello o algo así? Ninguno de los dos tendría moral. «¿Y yo, tengo yo moral?», pensó de repente. Se estaba acercando al millón y el montón ya había menguado bastante. Este dinero, pensó, tal vez sea parte del dinero mensual de cientos de amas de casa de esta ciudad, dinero que debería haberse empleado en pañales y latas de conserva. ¡Qué pensamiento tan extraño! Estaba contando billetes de cien y todo iba más despacio. Pensó que los billetes de quinientas eran los más bonitos, por el color y el dibujo; eran unos preciosos billetes azules. Un millón seiscientas mil, tenía los dedos helados, estaba contando billetes de cincuenta. Si el hombre había anotado su matrícula no tardaría mucho en encontrar su dirección; bastaba con una llamada al Parque Automovilístico, si es que se había fijado en el coche. Si el hombre tenía algo de imaginación la habría apuntado, pensando que podía tratarse de la persona que había estado en la cabaña antes que él, preguntándose por qué ese coche estaba aparcado, sin cerrar con llave en medio de la montaña, no muy lejos de la cabaña. Pero no había tenido imaginación suficiente como para echar un vistazo dentro de la letrina. Un millón setecientas mil y algunos billetes de cincuenta. Maja se había quedado muy cerca de alcanzar su meta. Un millón setecientas mil. Había restos de papel de aluminio en el suelo, brillando como la plata a la luz de la bombilla que colgaba del techo. Volvió a meter el dinero en el bote y subió la escalera. Tenía el pie menos hinchado, debido tal vez al frío del sótano. Sus negros cabellos colgaban como palitos helados por la nuca. Dejó el bote en el cuarto de la lavadora y volvió al baño, se dio una ducha rápida con agua muy caliente y se vistió. La millonada que vio en el espejo estaba muy tensa. Tendría que buscar una lona para el coche por si ese hombre empezaba a buscarla. También podría comprarse un coche nuevo. ¿Un Audi, tal vez? No de los más grandes; mejor uno de segunda mano. De pronto recordó que no podía hacerlo. Tendría que seguir comprando sólo leche y pan, como antes. Incluso Omar se extrañaría si la cesta de la compra de Eva empezara de repente a crecer. Salió cojeando del baño y fue a por el bote. Tendría que salirle bien. Y por cierto, podrían cambiarse de casa. En un cajón de la cocina encontró papel de aluminio. Volvió a empaquetar cuidadosamente los montones y metió en el bote todos menos uno. En ese pegó una etiqueta adhesiva, se quedó pensando y escribió «Beicon». Metió el paquete en el congelador. No tenía mucho sentido quedarse sin nada. Las sesenta mil habían mermado bastante. Se vistió y salió a la calle. Metió la cabeza en el buzón; se había olvidado por completo de él. Encontró un sobre verde del Consejo Estatal de Artistas. Sonrió sorprendida. Había llegado la beca.