Capítulo 36
– Has empezado a salir por las noches -dijo su padre sonriendo-, es una buena señal.
– ¿Qué quieres decir?
– Te estuve llamando ayer todo el día, hasta las once de la noche.
– Ah sí, estuve fuera.
– ¿Por fin has encontrado a alguien con quién calentarte? -preguntó su padre esperanzado.
«Estuve a punto de morir congelada -pensó Eva-; me pasé toda la noche sentada sobre un montón de excrementos a punto de perecer.»
– En cierto modo sí. ¡Y no preguntes más!
Eva intentó sonreír misteriosamente, lo abrazó y entró. El bote estaba en el maletero; más tarde lo cogería y lo metería a escondidas en el sótano.
– ¿Querías decirme algo en especial?
– Bueno, la alarma contra incendios se disparó y no fui capaz de pararla.
– Ah -dijo Eva-. ¿Y qué hiciste?
– Llamé a los bomberos y llegaron enseguida. Una gente muy maja. Siéntate. ¿Vienes para mucho rato? ¿Cuánto tiempo puedes quedarte? Por cierto, ¿hasta cuándo va a estar Emma con Jostein? ¿No habrás pensado cedérsela?
– No seas bobo, eso jamás se me ocurriría. Puedo quedarme un rato, si quieres. Prepararé comida para los dos.
– Creo que no tengo nada.
– Entonces voy a comprar algo.
– Ni se te ocurra, no puedes permitirte el lujo de darme de comer, tomaré un plato de sémola.
– ¿Y qué te parecería un solomillo? -sonrió Eva.
– No me gusta que digas palabrotas -dijo su padre agriamente.
– Hoy me ha llegado la beca, y no tengo a nadie con quien celebrarlo.
El hombre se resignó. Eva se puso a ordenar la casa y el corazón de su padre empezó a latir con regularidad. Lo que más echaba de menos eran los ruidos, los ruidos de otra persona respirando y moviéndose por la casa. La televisión y la radio no eran buenos sustitutos.
– ¿Has leído la prensa? -gruñó al cabo de un rato-. Han estrangulado a una pobre mujer en su propia cama. Al tipo que lo hizo habría que darle una paliza de muerte. Pobre criatura. Tratar de ese modo a una pobre mujer que se pone a disposición de la gente, con cama y todo… Es inaudito. Me suena su nombre, pero no sé de qué. ¿Lo has leído, Eva? ¿Es alguien que conozcamos?
– No -gritó Eva desde la cocina.
Su padre frunció el entrecejo.
– Bueno, menos mal. Si hubiera sido alguien conocido hubiera ido a por ese tipo y le habría golpeado en la nuca con un palo de madera. El único castigo que recibirá será televisor en la habitación y tres comidas al día. ¿Les pregunta alguien si están arrepentidos?
– Creo que sí.
Eva ató la bolsa de basura y fue hacia la puerta. Tendría que cuidar lo que decía.
– Para establecer la condena tienen en cuenta si dan muestras de arrepentimiento o no.
– ¡Ja, ja! Entonces dirán que están muy arrepentidos con el fm de que les rebajen la condena.
– Creo que no es tan fácil. Tienen gente experta en esas cosas que averiguan si están mintiendo.
Sus palabras la hicieron estremecerse.
Eva salió de la casa. Su padre la oyó levantar la tapa del contenedor de la basura. Tardaba en volver. «La chica está muy rara -pensó-; está metida en algún lío y no quiere que me entere. La conozco bastante bien y sé que me oculta algo, como cuando murió la señora Skollenborg. Entonces se puso histérica y no era normal; la mujer tenía casi noventa años y a ninguno de los muchachos le gustaba; la verdad es que era una vieja muy gruñona. Algo pasó aquella vez. Y ahora, por ejemplo, ¿qué demonios está haciendo en el sótano?», pensaba, mientras intentaba encender un mechero sin lograrlo. Lo frotó con sus manos resecas y por fin lo consiguió.
– ¿Qué quieres para acompañar el solomillo? -preguntó Eva cuando subió por fin del sótano, con un molde para el horno en las manos.
– ¿Qué vas a hacer con ese chisme?
– Lo he encontrado en el sótano -se apresuró a contestar Eva-. Voy a asar las verduras en él.
– ¿Pero las verduras no se hierven?
– Sí, pero también pueden asarse. ¿Te gusta el brécol muy poco hecho, con sal y mantequilla?
– Mira a ver si queda algo de vino.
– Aún tienes un montón de botellas. No sabía que tuvieras un almacén de reserva en el sótano.
– Es por si la asistenta municipal me falla. Nunca se sabe. El Ayuntamiento está en plan ahorrativo. Sólo en este año pretenden ahorrar veinte millones de coronas. -Su padre chupaba con ansiedad el cigarrillo, como para indicar que no deseaba comentarios-. ¿Y cuándo has empezado a interesarte por la comida? -preguntó de repente-. Tú, que no sueles comer más que pan.
– Tal vez me esté haciendo mayor. Bueno, no sé, simplemente me apetecía algo bueno. Sémola con vino no pega mucho.
– Eso es una tontería. Una buena sopa de centeno con tocino, bastante sal y vino tinto, es una buena comida.
– Voy a Lorentzen a comprar. ¿Te apetece algo más?
– Juventud eterna -gruñó él.
Eva frunció el entrecejo. No le gustaba que su padre hablara así.
Pidió sin parpadear medio kilo de solomillo. La rolliza mujer que había tras el mostrador llevaba guantes de usar y tirar. Cogió resueltamente un trozo de carne de un color más o menos como el hígado. ¿Ese era el aspecto que tenía el solomillo?
– ¿En un trozo o en filetes?
Levantó el cuchillo, lista para el ataque.
– Pues no sé, ¿cómo está mejor?
– En filetes finos. Espere a que la mantequilla se dore y luego eche los filetes a la sartén, vuelta y vuelta. Más o menos como si corriera descalza por asfalto recién colocado. No vaya a freírlos.
– No creo que mi padre esté dispuesto a comer carne cruda.
– No le pregunte lo que quiere, haga lo que le he dicho y ya está.
Sonrió, y Eva se sintió fascinada por esa mujer gorda con bata blanca de nailon y un monísimo sombrerito de malla. Seguramente era una especie de signo de higiene, pero más bien parecía una pequeña corona de rey, pensó, y toda la carne muerta que había en el mostrador era su reino.
Pesó los filetes y pegó la etiqueta del precio en el paquete con mucho cuidado, como si estuviera curando una herida. Ciento treinta coronas, era increíble. Se paseó un rato por los estantes cogiendo alguna que otra cosa que iba echando a la cesta. Lo metería todo en la nevera sin decirle nada a su padre, si no, se enfadaría: queso de cabra, foie-gras, dos paquetes del mejor café, mantequilla, nata, galletas rellenas. Y cogió también dos calzoncillos de caballero. Los colocaría en su cajón con la esperanza de que se los pusiera. Ya en la caja cogió unas chocolatinas, dos revistas del corazón y un cartón de cigarrillos. La suma final era abrumadora, pero a Eva le parecía que todos los viejos deberían poder permitirse esa cesta de la compra, al menos cada viernes, para poder disfrutar un poco al final de su vida. Los jóvenes pueden comer sopa de centeno, pensó. Pagó, cargó las bolsas en el coche y volvió a casa de su padre.