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– ¿Por qué lo haría? -preguntó el padre mientras masticaba la carne tierna.

– ¿El qué?

– ¿Por qué la mataría? En la cama y todo.

– ¿Por qué piensas en eso?

– ¿Tú no lo has pensado?

Eva masticaba despacio y no contestó inmediatamente.

– Pues sí. ¿Pero por qué lo preguntas?

– Porque me interesan los lados oscuros de los seres humanos. ¿A tí, que eres artista, no te interesan? ¿No te interesa el drama humano?

– Bueno, el ambiente en el que ella se movía era algo especial. No sé mucho de eso.

– Al parecer era de tu edad.

– Sí, y bastante estúpida. No me parece muy inteligente abrir la puerta a ese tipo de gente. Supongo que sólo pensaba en una cosa: ganar el máximo dinero posible en el menor tiempo posible. Sin pagar impuestos. Supongo que discutirían o algo parecido.

Llenó la copa de su padre y le echó salsa encima de la carne.

– Traspasan una especie de límite -dijo su padre pensativo-. Me pregunto en qué consiste, qué implica, por qué algunos lo traspasan y otros ni sueñan con ello.

– Todo el mundo puede traspasarlo -dijo Eva-. La casualidad es la que decide. Y tampoco es que lo traspasen así como así, tranquilamente, sino que de pronto se encuentran al otro lado, y entonces es demasiado tarde.

«Es demasiado tarde -pensó asombrada-. He robado una fortuna. Lo he hecho de verdad.»

– Una vez le di una bofetada a un tipo en mi trabajo -dijo su padre-, porque era muy mala persona. Una persona realmente corrompida. A partir de entonces me tuvo un gran respeto, como si aceptara lo que le había hecho. Jamás me he olvidado de aquello. Es la única vez en mi vida que he pegado a alguien, y en aquel momento fue completamente necesario. Nada en el mundo pudo frenar mi cólera; sentía que me volvería loco si no le daba una buena paliza, era como si mi cerebro hirviera.

Bebió varios sorbos de vino e hizo chasquear la lengua con aire pensativo.

– La agresión es miedo -dijo Eva de pronto-. En el fondo la agresión es siempre una autodefensa, una manera de proteger tu propio cuerpo, tu propia razón, tu propio honor…

– Lo creas o no, hay gente que mata por razones de lucro.

– Sí, sí, pero eso es diferente. A esa chica del periódico no creo que la mataran por dinero.

– A ése lo cogerán pronto. Un vecino del bloque vio el coche. Tiene gracia que su coche los delate. Ni siquiera tienen la precaución de usar las piernas cuando salen a cometer sus miserables actos.

– ¿Qué has dicho?

– ¿No te has enterado? El vecino no había comprendido lo importante que era ese detalle. Ha estado de viaje hasta esta mañana. Vió desaparecer un coche por la esquina a gran velocidad a última hora de la tarde. Un coche blanco, no del todo nuevo, probablemente un Renault.

– ¿Un qué?

Eva dejó caer su cuchillo al plato y derramó la salsa.

– Un Renault. Un modelo no muy corriente, así que será fácil encontrarlo. Resultan muy prácticos esos registros de coches, ¿sabes? Buscan a los que tienen ese modelo y los visitan uno por uno. Y luego esa gente tiene que buscarse una coartada, y pobre del que no la tenga. Muy ingenioso, ¿verdad?

– ¿Un Renault?

Eva dejó de masticar.

– Exactamente. El vecino había sido taxista, así que sabía de coches. Menos mal que no era una vieja de ésas que no saben distinguir entre un Porsche y un escarabajo.

Eva hurgó en el brécol y notó que le temblaban las manos. ¡Qué mala suerte!, pensó. ¡Una pista falsa!

– Tal vez el hombre esté equivocado. Si es así, están perdiendo mucho tiempo.

– Pero la policía no tiene otra pista -dijo su padre extrañado-. ¿Por qué iba a estar equivocado? El hombre sabía de coches, lo han dicho en la radio.

Eva bebió gran cantidad de vino, intentando ocultar su desesperación. ¿Un Renault podía parecerse a un Opel? ¡Pero si los coches franceses tenían un aspecto completamente diferente! Tal vez se trataba de algún idiota que quería llamar la atención. Eva pensó en Elmer y en lo contento que se habría puesto con esa estúpida observación del vecino de Maja. Elmer ya lo habría oído, estaría todo el día con la oreja pegada a las noticias de la radio, y se estaría frotando las manos de alivio. Le entraron ganas de llorar.

– ¿Quieres mousse de postre? -preguntó Eva con voz seca.

– Sí, si me pones un café también.

– Siempre te lo pongo.

– Bueno, bueno -dijo extrañado-. Puedes aguantar una broma, ¿no?

Eva se levantó y quitó la mesa, haciendo ruido con los platos y cubiertos. Tenía que hacer algo. Por culpa de ella ese hombre seguía libre, lo podrían haber cogido ya si hubiera contado la verdad. Puede que hasta encerraran a otro en su lugar. Dejó un puro junto a la copa de su padre y enjuagó los platos. Luego comieron el postre en silencio. La mousse se posaba sobre el labio superior del padre como espuma blanca, y él la chupaba con gran placer. El hombre miraba a su hija de reojo, estaba ya más tranquila. Tal vez era algún asunto de ésos de mujeres, pensó. Eva lo ayudó a sentarse en el sofá y luego se fue a fregar los cacharros, pero antes metió cuatro billetes de cien coronas en el frasco vacío de mermelada que había en el armario de la cocina, con la esperanza de que su padre no supiera exactamente lo que tenía para sus gastos diarios. Más tarde estaban los dos sentados en el sofá, amodorrados por la comida y el vino. Eva se había tranquilizado.

– Lo cogerán, ya verás -dijo despacio-. Siempre hay alguien que ha visto algo; lo que pasa es que la gente es un poco lenta, pero al final acaban contándolo. Nadie que hace algo así se sale con la suya; el mundo no es tan injusto. A la larga resulta difícil callarse, tal vez se emborrache y se lo cuente a algún amigo. ¿Sabes?, un tío capaz de matar a una persona de esa manera, de rabia, por ejemplo, está tan desequilibrado que no es capaz de controlarse el resto de su vida sin delatarse. Al final siempre necesita contárselo a alguien, que a su vez se chiva a la policía. O a veces la policía ofrece una recompensa y enseguida alguien va corriendo y lo delata… algún tío ávido de dinero.

Se atragantó con sus propias palabras.

– Sólo quiero decir que en algún lugar hay alguien que siente la necesidad de que se haga justicia. Lo qué pasa es que la gente tarda en reaccionar, o tiene miedo.

– No, son unos cobardes -farfulló su padre, cansado ya-. Eso es lo que pasa. La gente es muy cobarde, no piensa más que en su propio pellejo, no quiere verse mezclada en nada. Me alegra ver que tienes tanta fe en la justicia, hija, pero sirve de poco. Le sirve de poco a ella, quiero decir. Nadie puede ayudarla ya.

Eva no contestó, su voz no lo aguantaría. Fumaba ansiosamente.

– ¿Por qué le diste una paliza a aquel tío? -preguntó de repente.

– ¿A quién?

– A ese tipo de tu trabajo, ése de la historia que me has contado.

– Ya te lo he dicho. Porque era una mala persona.

– Esa no es una respuesta.

– ¿Por qué te pusiste tan histérica cuando murió la señora Skollenborg? -preguntó su padre.

– Te lo contaré en otra ocasión.

– ¿En mi lecho de muerte?

– Pregúntamelo entonces, y ya veremos.

Era casi medianoche. Eva pensó en Elmer y se preguntó qué estaría haciendo. Tal vez estaba sentado, mirando fijamente la pared, el dibujo del papel pintado, sus manos, preguntándose cómo podían vivir su propia vida y actuar por su cuenta, fuera de su control, mientras Maja estaba metida en un cajón refrigerado, sin conciencia, sin un solo pensamiento en su cabeza fría. A Eva tampoco le quedaban apenas pensamientos; se echó más vino, sintiendo cómo se desvanecían, convirtiéndose en una neblina a través de la cual ya no veía nada.