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«Pagaré un buen precio por tu coche si quieres venderlo.» Nada más que eso. Y una firma. Vaciló un poco sobre ese punto, no debería mencionar su nombre, pero era incapaz de inventar otro. Cualquier nombre que intentara poner le parecía estúpido. Al final todo salió de un modo natural. Un nombre auténtico que él no conocía, y un número de teléfono que no era el suyo. A partir de las 19 horas. Ya estaba todo listo. Dejaría en casa el bolso y el abrigo. Se puso un viejo plumas y metió la hoja de papel en el bolsillo. De repente se le ocurrió buscar una goma y recogerse el pelo en la nuca en una coleta. Cuando se detuvo delante del espejo de la entrada para comprobar su aspecto, descubrió a una persona desconocida, con orejas prominentes. Parecía una muchacha demasiado crecida para su edad. No le importaba mucho, no era muy presumida. Lo más importante era que no se pareciera a Eva. Finalmente bajó al sótano, buscó en el banco de carpintero y encontró una vieja bolsa de pescador, que era de Jostein. En el fondo había un cuchillo. Encajaba perfectamente en el bolsillo del muslo del pantalón, que era largo y estrecho. Un poco de seguridad para una mujer sola, de ejemplo y escarmiento en caso de que Egil Einarsson se pusiera difícil.

Aparcó a buena distancia, en la esquina de los baños municipales. El guarda jurado no se veía por ninguna parte, tendría más lugares que vigilar. Tal vez se deslizaba furtivamente por los vestuarios y los servicios del personal, tal vez vigilaba las existencias de cerveza y refrescos. Allí se robaría como en otros tipos de trabajo. Cruzó la calle y se coló rápidamente por debajo de la barrera del aparcamiento. De nuevo le asombró la cantidad de coches blancos que había, pero se dirigió automáticamente al mismo sitio de la vez anterior y comprobó que no estaba allí. Su equilibrio mental se vio amenazado por la posibilidad de que el hombre no estuviera en el trabajo, de que por fin se hubiera derrumbado y hubiera huido. O tal vez tuviera el turno de noche. A pesar de todo, continuó recorriendo las filas de coches. Tal vez el tipo se hubiera enterado ya del arresto del conductor de autobús y se sintiera más seguro que nunca. ¡Un Renault blanco! ¡Qué tontos! De vez en cuando echaba un vistazo por encima del hombro, pero no veía a nadie. Por fín encontró el Opel al final del aparcamiento. Estaba estacionado descuidadamente, sobrepasando las líneas, como si el dueño hubiera tenido prisa. Sacó la nota del bolsillo, la desdobló y la puso debajo del limpiaparabrisas. Luego permaneció un instante admirando el vehículo por si alguien la estaba observando desde alguna ventana. A continuación volvió a su coche, arrancó y atravesó la calle principal de la ciudad. Era como encontrarse al principio de un maratón sin haberse entrenado previamente; la tarea que tenía por delante la abrumaba, pero se sentía en buena forma, descansada y firmemente decidida a terminarla. Se acordaría siempre de ese día: lunes, 5 de octubre. Estaba ligeramente nublado y hacía bastante viento.

Capítulo 39

Miraba el reloj aproximadamente cada cuarto de hora.

Cuando ya eran casi las seis de la tarde se volvió a meter en el coche y recorrió los veinticinco kilómetros que había hasta casa de su padre. Él había visto el coche desde lejos y estaba en la escalera, con el entrecejo fruncido, cuando llegó Eva. La chica iba vestida de una manera extraña, como si fuera a ir de excursión al bosque, o algo peor. Sacudió la cabeza.

– ¿Vas a cometer un robo?

– Exactamente. ¿Podrías llevar tú el coche?

– Te dejaste la cartera -dijo su padre.

– Ya lo sé, por eso vengo.

Eva le acarició la mejilla y entró, echando un rápido vistazo a la puerta del despacho, donde estaba el teléfono. Estaba entreabierta. El teléfono no sonaba casi nunca en esa casa. Eva volvió a mirar el reloj. Tal vez no llamara, o quizá esperara hasta más tarde. Ella sabía mucho de la relación que solían tener los hombres con los coches. El poder presumir de coche, discutir detalles técnicos y de fabricación, caballos, frenos y la solidez alemana, mientras babeaban como niños, era la mayor vanidad de los hombres. La impresión que tenía de ese hombre, aunque muy superficial, era sin duda correcta. Ese coche era muy importante para él; la mujer y el hijo ocuparían el segundo lugar. No era seguro que estuviera dispuesto a venderlo, y entonces ella tampoco a comprar. Al darse cuenta de que se trataba de una mujer le entraría más curiosidad aún: él, cliente asiduo de putas e impostor, que gastaba su sueldo en comprar satisfacciones con otras mujeres, teniendo mujer e hijo. Un ser abyecto. Tal vez un borracho y mentalmente desequilibrado. Un cabrón, un…

– ¿Por qué estás tan colorada?

Eva.se estremeció y recapacitó.

– Tengo cosas en qué pensar.

– No me digas. ¿Sabes algo de Emma?

– Ya vendrá. ¿Te parezco una mala madre?

Su padre carraspeó.

– No demasiado. Haces lo que puedes. En el fondo nadie es lo suficientemente bueno, al menos no para Emma.

La siguió cojeando hasta la cocina.

– Dios mío, papá, estás más obsesionado con esa niña de lo que estabas conmigo.

– Claro que sí. Espera y verás cuando seas abuela. Es como una especie de segunda oportunidad, ¿sabes?, para hacer las cosas mejor que la primera vez.

– Conmigo lo hiciste muy bien.

– ¿A pesar del traslado?

Eva se volvió con el paquete de café en la mano.

– Claro que sí.

– Creía que no me lo habías perdonado.

– Es posible, pero tienes derecho a equivocarte, como todo el mundo.

– Supongo que fue lo de tu amiga… que perdiste a tu mejor amiga… Eso tuvo que ser muy duro. ¿Cómo se llamaba?

La voz de su padre sonaba inocente.

– Eh… May Britt.

– ¿May Britt? No, así no se llamaba, ¿no?

Eva echó el café sobre el filtro, conteniendo el aliento. Afortunadamente su padre era ya viejo y la memoria le fallaba. Pero ella se sintió mal. Las mentiras despegaron y volaron desde su boca, ligeras como insectos.

– ¿Tú también echas de menos a Emma, verdad? Por eso vienes tanto por aquí. Si se queda mucho tiempo con Jostein tendrás que pasarle una pensión, ¿sabes?

– A Jostein jamás se le ocurriría hacer una cosa así. No seas injusto.

– Sólo digo que tengas cuidado. ¿Conoces a su nueva mujer?

– No, ni tengo ningún interés en conocerla. Sé que es rubia y tiene tetas grandes.

– Debes tener cuidado, tal vez haga algo.

– ¡Papá!

Eva se detuvo en seco y suspiró profundamente.

– ¡No me preocupes más de lo que estoy! Su padre miró el suelo avergonzado.

– Perdóname. Es que estoy intentando averiguar lo que te pasa.

– Gracias, pero soy yo quien lleva las riendas, ¿sabes? Siéntate. Deberías poner las piernas en alto, no haces lo que te mandan. ¿Usas la manta eléctrica que te regalé?

– Se me olvida enchufarla. Soy viejo y ya no me acuerdo de las cosas. Además, siempre tengo miedo de que se produzca un cortocircuito.

– Habrá que ponerle un termostato entonces.