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La estación de autobuses era el edificio más feo que Eva había visto nunca, una caja gris y alargada de hormigón con las ventanas vacías. Había aparcado el coche en la parte de atrás, cerca de las vías del tren. Estaba apoyada en el quiosco mirando hacia el puente, por donde tenía que llegar el hombre. Giraría a la derecha, desaparecería un instante detrás del banco y aparecería luego justo delante del quiosco. No saldría del coche para saludarla, no era de esa clase de personas; se quedaría sentado dentro, pegaría la nariz al parabrisas, la miraría con los ojos entreabiertos y le haría una especie de seña con la cabeza para darle a entender que podía entrar. Eva tendría que sentarse a su lado, con la caja de cambios como única separación entre ellos. En un coche se está muy cerca de la otra persona, pensó Eva; estaría tan cerca de él que hasta podría olerlo, y la voz del hombre, esa voz cortante y poco melodiosa, estaría justo al lado de su oreja izquierda. Eva carraspeó nerviosa mientras pensaba en lo primero que le diría, algo que lo dejara pálido de miedo. Rechazó la idea y miró los coches que pasaban en incesantes ráfagas por el puente. Todos estaban deseando salir de esa borrascosa ciudad. Todos tenían una meta, nadie vagaba por ahí sin ton ni son, al menos en una noche como ésa. Los autobuses rugían cálidamente en los garajes, y la gente se metía dentro de la luz y el calor. Los autobuses rojos tenían aspecto de bondadosos. El conductor inspiraba confianza, inclinado sobre el volante y moviendo perezosamente la cabeza cada vez que sonaban las monedas en su mano. Tras los cristales, las caras pálidas de otoño miraban sin ver. En un autobús te encuentras en tierra de nadie, entregado a tus propios pensamientos, al calor y a los baches. De repente le entraron ganas de subirse a uno de ellos, de sentarse junto a una ventana, e ir por la ciudad viendo cómo cada uno encontraba su propia puerta, su propio refugio seguro. Pero en lugar de subir a uno de esos cálidos autobuses, allí estaba, pasando frío en medio de la calle, frotándose las manos heladas, cubiertas por unos guantes demasiado finos, esperando a un asesino. Cuando el tipo dobló por fin la esquina, Eva soltó todo el aire que tenía en los pulmones. A partir de ese momento se llenarían y se vaciarían a un ritmo muy especial. Lo más importante sería mantener la concentración con el fin de no decir nada que no debiera. Tendría que ir tanteando, abriéndose paso. El tipo redujo la velocidad. Eva vio que ponía punto muerto y miraba por la ventana lateral con cara de bobo y de desconfianza. Ella abrió la puerta y se sentó dentro. El hombre agarraba la palanca de cambios con obstinación, como advirtiendo de que se trataba de un juguete que no quería compartir con nadie. Saludó con la cabeza.

Eva se puso el cinturón de seguridad.

– Da una vuelta primero, luego lo cogeré yo.

El hombre no contestó, puso el coche en marcha y pasó por encima de los lugares marcados para los autobuses. Eva sabía que estaba esperando a que ella dijera algo, ya que había sido la que había tomado la iniciativa y la que quería un coche nuevo.

No soy una cobarde, pensó Eva.

– Por lo que veo, no te da miedo recoger a desconocidos por la calle -dijo Eva dulcemente.

Eran las 21.40 horas del 5 de octubre, y Eva no tenía antecedentes penales.

Capítulo 42

La mano izquierda del hombre descansaba perezosamente sobre el volante, y la derecha no soltaba ni un momento la corta y deportiva palanca de cambios. Eva miraba fijamente esas manos; eran cortas y anchas, con dedos gordos, lisas, sin vello. La que reposaba sobre el volante era floja, la otra, la que empuñaba la palanca de cambios era una pálida garra. Esas manos le recordaban a algo que había visto en los libros de Emma: animales subacuáticos ciegos e incoloros. Sus muslos, cortos y rechonchos, amenazaban con reventar las costuras de los vaqueros. Llevaba una cazadora de cuero abierta y la tripa, muy abultada, sobresalía por la cremallera, como si estuviera de cinco meses.

– ¿Y a estas alturas quieres comprarte un Manta? -dijo el hombre moviéndose en el asiento.

– Soy un poco sentimental -contestó Eva en tono cortante-. Tuve una vez un Manta, pero me vi obligada a venderlo. Es algo que nunca he superado.

«Estoy sentada a su lado -pensó asombrada-, hablando como si nada hubiera ocurrido.»

– ¿Y qué coche tienes ahora?

– Un viejo Ascona -dijo sonriendo-. No es exactamente lo mismo.

– Desde luego que no.

Estaban en medio del puente; el hombre puso el intermitente a la izquierda en la calle principal.

– Ve hacia la cascada -dijo Eva-. Por allí hay rectas donde se puede acelerar un poco.

– ¿Así que te gusta la velocidad?

El hombre se reía entre dientes y volvió a balancearse, era un hábito infantil que le hacía parecer muy tonto, primitivo, exactamente como Eva lo recordaba. Ella se sentía muy vieja a su lado, pero seguramente eran más o menos de la misma edad, tal vez él algunos años más joven. La grasa de su tripa no se movía con él, parecía dura como una piedra. Cada vez que pasaban por un poste de luz, su pálido rostro se iluminaba un instante. Era una cara anodina, inexpresiva, sin carácter.

– Iré hasta el aeropuerto, y a la vuelta puedes cogerlo tú. Será suficiente, ¿no?

– Sí, sí.

El hombre separó un poco los dedos de la mano derecha con el fin de dejar entrar algo de aire hasta la sudorosa palma de la mano. Conducía cada vez más deprisa. La figura rechoncha dentro de la ropa estrecha recordaba a Eva a una salchicha rellena. No cabía duda de que era más fuerte que ella, al menos había sido más fuerte que Maja. Además, estaba sentado encima de ella. Intentó imaginarse qué hubiera pasado si Maja hubiera sido más rápida y le hubiera apuñalado; en ese caso, los dos se habrían convertido en cadáveres. Podría haber sucedido así, era curioso. En la vida, al fin y al cabo, todo era casual.

– Este es el modelo GSI, para que lo sepas.

– ¿Crees que no entiendo de coches o qué?

– Vale, vale, te lo decía por si acaso -murmuró el hombre-. No ha perdido ni pizca de reprís, ¿sabes? Coge los cien en diez segundos. Puedo ponerlo a doscientos, si te atreves. Por cierto, las mujeres conducen de una manera rarísima -añadió balanceándose-. Dejan que el coche decida. Se limitan a ir sentadas y dejarse llevar.

– Para mí es suficiente velocidad. Los asientos son cómodos -añadió.

– Son Recaro.

– ¿La ventana del techo es automática?

– No, tienes que usar la manivela. Es mejor así, ¿sabes?; las automáticas se estropean mucho antes, y la reparación es carísima. El maletero es de 490 litros y tiene luz. Por si llevas un coche de niños y esas cosas.

– ¡Vaya piropo! ¿Gasta mucha gasolina?

– No, no, normal. Cero coma seis, y en ciudad tal vez un litro.

– Hace tiempo que estoy detrás de este coche -se le escapó a Eva.

– ¡Vaya! ¿Tanto te gusta?

Su voz denotaba desconfianza.

– Pero primero tenía que reunir el dinero.

– ¿Y ya sabes que será suficiente?

– Seguro que sí.

– No me has preguntado el precio.

– Ni te lo preguntaré. Te haré un oferta, y la aceptarás.

– Joder, hablas como un mafioso.

– Sí señor.

– En realidad no quiero venderlo.

– Ya, pero seguro que te gusta el dinero tanto como a todos; no creo que haya problema.

Eva se movió en el asiento y notó que el cuchillo le estaba pinchando el muslo.«No soy una cobarde», pensó.

– ¿Y cuál es tu oferta? -carraspeó él.

– Te gustaría saberlo, ¿verdad? Primero tengo que conducirlo, verlo por dentro y comprobar el chasis, y también quiero verlo a la luz del día. Y pasarle un test de esos que hace la Asociación de Automovilistas.