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– ¿Quieres comprar un Manta o no?

– ¿No has dicho que no querías venderlo?

Se hizo el silencio; el interior del coche se había calentado, había mucha humedad y las ventanas se estaban empañando. El hombre puso en marcha el ventilador. Eva se volvió para echar un último vistazo a la ciudad. En el nuevo puente del ferrocarril, que estaba en construcción, centelleaba de vez en cuando una llama de soldador. Cada vez se veían menos coches y se estaban acercando al punto donde terminaba la iluminación. En la rotonda giró a la izquierda y volvió por el lado sur. El río fluía más despacio por allí, pero la corriente era muy fuerte. Seguían los dos callados y de repente el hombre giró a la derecha. El aeropuerto quedaba a mano izquierda, pero él se metió por un camino lleno de baches a través de una arboleda. Finalmente se detuvo en un espacio abierto, en la misma orilla del río. Eva no se sentía cómoda. Estaban demasiado lejos de la gente. El motor seguía en marcha, rugía suavemente, inspirando confianza. No cabía ninguna duda de que el coche estaba en buen estado.

– Un sitio cojonudo para pescar -exclamó el hombre echando el freno de mano.

– Noventa y dos mil -se apresuró a decir Eva-. ¿Es verdad? No habrás manipulado el cuentakilómetros, ¿no?

– ¿Qué coño dices? ¡Ya está bien de sospechas y desconfianza!

– Es que me parece poco. Este es un coche típico de hombres, y los hombres soléis conducir mucho. Mi Opel Ascona es del año ochenta y dos y tiene ciento sesenta mil.

– Entonces te hace falta un coche nuevo. ¿No quieres echar un vistazo al motor?

– Es de noche y no se ve nada.

– He traído una linterna.

El hombre paró el motor y salió del coche. Eva se armó de valor y abrió la puerta de su lado; una violenta ráfaga de viento le arrancó la puerta de la mano.

– ¡Maldito tiempo!

– Se llama otoño.

El hombre levantó la tapa del capó y lo sujetó con la varilla.

– Hoy le he hecho un lavado de motor, tengo que confesarlo. De todos modos no habrías visto nada en mal estado.

Eva se acercó y miró el interior del reluciente motor.

– ¡Parece de plata!

– ¿Verdad que sí?

El hombre se dio la vuelta con una amplia sonrisa. Le faltaba un colmillo.

– Todo lo que fabrica la Opel está muy bien. Es estupendo, si te gusta andar arreglando los coches.

– Puede ser, pero no pienso hacerlo.

– Tengo algunas piezas de reserva. Van incluidas en el precio, si es que te decides a comprarlo.

– ¿Y cuál piensas comprarte luego?

– No lo sé, pero tengo muchas ganas de un BMW. Ya veremos. Habrá que ver tu oferta.

Se volvió a inclinar sobre el motor, y Eva le vio el culo por encima del estrecho pantalón vaquero, que se le caía, dejando al descubierto un amplio trozo de piel desnuda entre el cinturón y la cazadora de cuero. Una piel blanca y sudada, como masa de pan.

– Creo que ya sé lo que provoca ese escape de aceite. No es más que una junta. Cuesta unas treinta o cuarenta coronas. Tengo una en casa.

Eva no contestó. No apartaba la vista del culo del hombre, de su piel blanca y su pelo ralo. Tenía una pequeña calva en la parte posterior de la cabeza. Eva se olvidó de contestar. En el silencio oía el rumor del río, regular y gruñón. «Ese pobre conductor de autobús -pensó- seguirá sentado en el cuarto de interrogatorios, harto de café instantáneo. Sudará buscando una coartada, o tal vez tenga una que no quiere utilizar. Puede que tenga una amiga, y si lo cuenta, su matrimonio se irá a pique, aunque si lo oculta, se irá de todos modos. ¿Y qué pensarán sus vecinos? Sus nietos tendrán que inventar algo qué contar a todos los mocosos del colegio cuando empiece a correr el rumor de que su abuelo tal vez sea el tipo que mató a esa puta en Tordenskioldsgate. Puede que esté mal del corazón -pensó-, y le dé un infarto y muera durante el interrogatorio. Está en la edad, cincuenta y siete años.» O quizá no tuviera ninguna amiga, simplemente soñara con tenerla, y estuviera simplemente dando un paseo en su coche para evadirse un rato, tal vez se detuvo delante de un puesto de perritos calientes, o quizá se diera un paseo por la orilla del río para tomar un poco de aire fresco. Y nadie lo cree, porque los hombres maduros en edad de ser abuelos no van por ahí de noche solos en su coche, a la buena de Dios; o son delincuentes sexuales o tienen una amante. No nos creemos en absoluto lo del perrito caliente, tendrás que inventar algo mejor. Dínoslo ya: ¿cuándo visitaste por última vez a Marie Durban?

– Aquí está la linterna.

El hombre había vuelto a enderezarse. Le puso la linterna en la mano. Eva iluminó la hierba.

– Si quieres, yo la sostendré mientras tú miras.

– No -tartamudeó Eva-, no hace falta. Realmente tiene buen aspecto. Quiero decir, me fío de tí. Lo de comprar un coche es un asunto de mutua confianza.

– Creo que debes echarle un vistazo. Mira lo bien que está, no hay mucha gente que esté tan pendiente como yo, ¿sabes? Y sólo ha tenido un dueño antes. No se lo dejo conducir a nadie y mi mujer no tiene carné. De modo que tu oferta tendrá que ser muy buena. Antes de firmar el contrato quiero que lo mires de arriba abajo. No quiero que luego vengas quejándote.

– No soy idiota -dijo Eva malhumorada-. En lo que se refiere al coche, creo que eres de fiar.

– Puedes estar segura. Pero las mujeres no siempre tenéis el coco muy despejado, por eso te lo digo. A veces escondéis alguna sorpresa, por así decirlo.

El cuchillo, pensó Eva.

El hombre sorbió por la nariz y prosiguió:

– Tengo que asegurarme de que eres capaz de hacer una buena compraventa.

Eva temblaba. Levantó la linterna y le enfocó la cara.

– Claro que lo soy. Pago y recibo la mercancía que he pagado. ¿Es curioso, verdad, cómo todo se puede comprar con dinero?

– Aún no me has hecho ninguna oferta.

– Te la haré después del test de la Asociación Automovilística.

– ¿No has dicho que te fiabas de mí?

– Sólo en lo que se refiere al coche.

El hombre resopló.

– ¿Qué coño quieres decir con eso?

– Piensa un poco.

Eva se enderezó, se acaloró y volvió a desinflarse de nuevo.

El hombre movió la cabeza incrédulo y volvió a inclinarse sobre el motor.

– Jodidos líos de mujeres -murmuró-. ¡Sacar a un pobre diablo inocente del calor del garaje en medio de esta maldita tormenta sólo para fastidiar!

– ¿Inocente?

Eva notó que la tierra se hundía bajo sus pies. Se sentía de pronto tan desfallecida, tan extraña y débil, que tuvo que apoyarse en el coche. Estaba en el lado izquierdo, junto a la varilla que sostenía el capó.

– Lo que quiero decir -gruñó el hombre desde el fondo del motor- es que eras tú la que querías comprar el coche. Y yo me he limitado a presentarme, tal y como habíamos quedado. No entiendo por qué te enfadas tanto.

– ¿Enfadarme? -ladró Eva-. ¿A esto lo llamas tú enfadarse? ¡He visto cosas peores, he visto a gente perder completamente los estribos por una tontería!

El hombre se volvió y la miró con desconfianza.

– ¡Joder! ¿Estás esquizofrénica, o qué?

Volvió a inclinarse.

Eva respiraba con dificultad, notaba que la cólera se estaba apoderando de ella, lo sintió como un alivio que le iba subiendo por dentro a una velocidad vertiginosa, ardiente como una corriente de lava, abriéndose camino hacia el estómago, el pecho, y extendiéndose luego por los brazos. Muy agitada gesticulaba en la oscuridad, cuando de repente notó que tropezaba con algo y oyó un ruido. La varilla que sostenía el capó se soltó y la pesada tapa metálica se cerró con un estruendo. El culo y las piernas del hombre sobresalían por el borde, el resto de su cuerpo había desaparecido.