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Eva retrocedió dando un grito. Desde el fondo le llegaban bramidos y alguna que otra terrible maldición. Miró asustada la tapa del capó; tenía que pesar una barbaridad; se levantó una pizca y luego volvió a caer antes de levantarse de nuevo. El corazón le palpitaba con tanta fuerza que él tendría que oírlo. Había provocado la cólera del hombre, exactamente igual que hizo Maja, pero esa ciega cólera iba dirigida entonces hacia ella. Un momento después, el hombre lograría salir y se abalanzaría sobre ella con todas sus fuerzas. Eva dio unos pasos hacia delante, se palpó el muslo buscando el bolsillo, metió la mano y encontró el cuchillo.

– ¡Me cago en Dios!

El hombre quería levantarse, darse la vuelta, pero Eva dio un salto hacia delante y se echó sobre el capó con todo el peso de su cuerpo. El gritaba con voz ronca desde el interior, como si estuviera dentro de una lata.

– ¿Qué coño estás haciendo?

– ¡He perdido el juicio! -gritó Eva con voz quebrada.

– ¡Estás loca!

– ¡Tú sí que estás loco!

– ¿Qué coño quieres de mí?

Eva tomó aliento y gritó:

– ¡Quiero saber por qué tuvo que morir Maja!

Hubo un silencio total. El hombre intentó moverse, pero no lo logró. Eva podía oír su acelerada respiración.

– ¿Cómo cojones has podido…?

– ¡Te gustaría saberlo!, ¿verdad?

Seguía tumbada sobre el capó; el hombre había dejado ya de moverse, jadeaba como un perro a punto de reventar, con la cara pegada al motor.

– Puedo explicarlo -gruñó-; ¡fue un accidente!

– ¡No lo fue!

– ¡Ella tenía un cuchillo, joder!

El hombre hizo un movimiento tan brusco que el capó se levantó de repente. Eva resbaló y acabó en la hierba sin soltar el cuchillo. Miraba las manos del hombre, esas manos que habían matado a Maja; vio cómo se cerraban.

– ¡Yo también tengo uno!

Eva consiguió levantarse y volvió a lanzarse sobre el coche. El hombre se desplomó, la primera cuchillada le alcanzó en el costado; el cuchillo penetró sin resistencia, como en un pan recién hecho. El capó lo tenía aprisionado como un ratón en una ratonera. Eva sacó el cuchillo; algo rojo y caliente chorreó por sus guantes, pero el hombre no gritó, sino que se limitó a emitir un pequeño gemido de asombro. Intentó volver a tomar impulso sacando con gran esfuerzo un brazo, cuando la segunda cuchillada le alcanzó en la región lumbar. Eva notó que esa vez la hoja encontró resistencia, como si hubiera alcanzado un hueso; tuvo que hacer fuerza para arrancarla y en ese instante las rodillas del hombre se doblaron. Caía lentamente al suelo, pero todavía estaba enganchado y colgado del coche; ella ya no podía parar, porque él aún se movía y tendría que detenerle, poner fín a esos repugnantes gemidos que seguían saliendo de su boca. Poco a poco iba adoptando un ritmo que era el que se ocupaba de dirigir el cuchillo; lo clavó una y otra vez, alcanzándole en la espalda, en el costado y de vez en cuando en la chapa del coche, el radiador, la aleta…, hasta que por fín se dio cuenta de que el hombre había dejado de moverse, aunque seguía colgado, ya muerto, como el cuerpo de un cerdo en un garfio.

Eva se golpeó contra algo húmedo y frío. Se había caído hacia delante y estaba tumbada boca abajo sobre la hierba. El río seguía fluyendo como si nada. Reinaba un gran silencio. Extrañada, sintió cómo una especie de parálisis iba extendiéndose por todo su cuerpo; no era capaz de mover ni un músculo, ni siquiera los dedos. Esperaba que alguien los encontrara enseguida. El suelo estaba frío y mojado, y empezó a tiritar.

Capítulo 43

Levantó la cabeza y vio una zapatilla azul; luego fue subiendo la mirada por la pierna del hombre preguntándose cómo no se había caído. Parecía todo tan tonto… Como si se hubiera quedado dormido mientras observaba el motor. Era extraño que no pasara nada. Nadie había acudido corriendo, no se oía ninguna sirena. Estaban los dos solos, completamente solos en la oscuridad.

Nadie los había visto. Nadie sabía dónde estaban, tal vez ni siquiera que estaban juntos.

Eva se levantó con gran esfuerzo, tambaleándose ligeramente, y notando lo mojada y pegajosa que estaba. El coche distaba del agua unos diez o doce metros, y el hombre no era muy grande, pesaría alrededor de setenta kilos. Ella pesaba sesenta, tal vez pudiera hacerlo. Si el río se lo llevaba a la deriva, pasaría algún tiempo antes de que lo encontraran; flotaría en dirección a la ciudad; y si movía también el coche, no encontrarían el lugar donde había sido asesinado y donde ella, sin duda, había dejado huellas. Aguzó el oído, asombrada de la lucidez y coherencia de sus pensamientos, y se acercó al coche. Levantó el capó cuidadosamente y volvió a poner la varilla. El hombre seguía colgado. No quedaba otro remedio que tocarlo, tocar la cazadora resbaladiza, que tenía grandes manchas de sangre. Cerró automáticamente las fosas nasales ante el olor, lo cogió por los hombros y le dio un empujón. El hombre cayó hacia atrás como un saco sobre sus pies, y ella se apresuró a retirarlos. Estaba tumbado boca arriba. Se inclinó sobre él y se le ocurrió sacarle la cartera del bolsillo, pensando que así tardarían más tiempo en averiguar quién era. Pero eso era ridículo. Lo agarró por debajo de los hombros, se volvió a mirar el río y empezó a arrastrarlo hasta allí. Era más pesado de lo que pensaba, pero la hierba estaba húmeda y él se deslizaba fácilmente con las piernas muy separadas. Eva lo arrastraba dos veces y descansaba, otras dos veces y volvía a descansar; y lentamente se iba acercando al río. Después de un rato se paró y miró la pálida calva antes de seguir. Por fin el hombre tenía la cabeza en el agua. Eva lo soltó. Había muy poca profundidad. Dio un par de pasos. Estuvo a punto de resbalar en las piedras, pero aún le cubría muy poco. Finalmente el agua helada rebasó sus botas y se metió en ellas. No obstante dio algunos pasos más, y se detuvo cuando el agua le llegaba a las rodillas. Volvió a la orilla, lo agarró de nuevo y empezó a arrastrarlo hasta la corriente. El hombre flotaba ya y era mucho más fácil moverlo. Continuó internándose en el agua hasta que sintió la corriente peligrosamente sobre los muslos. Entonces le dio la vuelta para que quedara boca abajo. El hombre chapoteó y se balanceó un par de veces, luego comenzó a moverse con la corriente. Su calva era una mancha clara en el agua oscura. Eva seguía dentro del río como petrificada, viéndolo alejarse. El agua le llegaba casi hasta las caderas. De repente ocurrió algo muy extraño: uno de los pies del hombre se levantó y su cabeza desapareció bajo el agua. Parecía estar buceando. Se oyó un suave murmullo en medio del constante rumor y el hombre desapareció. Eva siguió mirando, esperando que emergiera de nuevo, pero el río seguía fluyendo y desaparecía en la oscuridad. Salió del agua y se giró por última vez. Volvió al coche y bajó el capó con mucho cuidado. Cogió la linterna y la cartera, y abrió el maletero. Estaba ordenado y limpio. Descubrió un mono verde de nailon y se lo enfundó. Seguía con los guantes puestos, no se los había quitado en todo el tiempo. Se sentó por fin en el asiento del conductor. Volvió a salir del coche de un salto y comenzó a buscar en la hierba. Encontró la funda del cuchillo justo delante del coche y se la metió en el bolsillo. Pasaba un par de coches por la carretera y esperó para encender las luces. Cuando ya no se veía ninguno, puso el Manta en marcha y condujo lentamente por la pequeña arboleda. Subió la calefacción a tope y se internó en la carretera. Sus pies eran como dos bolas de carne muerta. Tal vez lo encontraran en cuanto se hiciera de día. O quizá, pensó, se había enganchado en alguna cosa y no salía a la superficie. Eso le había parecido: que la ropa o tal vez uno de los brazos se había enganchado en algo que había en el fondo, como un árbol que hubiera caído al río o algún otro objeto, y tal vez se quedara balaceándose con la corriente hasta que su esqueleto fuera consumido por el agua y los peces. Es un coche agradable de conducir, pensó. Mantenía una velocidad constante, mientras se dirigía a la ciudad. Cada vez que se cruzaba con algún vehículo contenía la respiración, como si los demás conductores pudieran ver a través del cristal lo que había sucedido. Después de pasar el puente, se metió en la autovía en dirección hacia Hovland y el vertedero. Allí dejaría el coche. Lo encontrarían enseguida, tal vez incluso al día siguiente; nada podía esconderse eternamente. Y luego perderían el tiempo rastreando en el vertedero. Y tal vez él fuera a la deriva hasta muy lejos, quizá hasta el mar, y apareciera en la orilla de otro lugar, de otra ciudad, y entonces buscarían otra vez en el sitio equivocado y el tiempo pasaría, posándose como un polvo gris sobre todas las cosas.