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Capítulo 6

Se miró rápidamente en el espejo y se pasó los dedos por el pelo; lo llevaba tan corto que ni se movía. Era más un ritual que vanidad.

Sejer aprovechaba cualquier ocasión para salir del despacho. Condujo lentamente por el centro de la ciudad, siempre conducía despacio; el coche era viejo y lento, un gran Peugeot 604 azul que jamás le había dado motivos para cambiarlo. En la nieve era como conducir un trineo. Enseguida vio a su derecha cuatro viviendas de colores alegres: rosa, amarillo y verde, el sol se reflejaba en ellas y lucían con un aspecto muy hospitalario. Habían sido construidas en los años cincuenta, lo que les confería cierta solera de la que adolecían las casas nuevas. Los árboles eran grandes y los jardines frondosos, o al menos lo serían cuando llegara el calor. Pero todavía hacía frío; la primavera se hacía esperar. No había llovido desde hacía mucho tiempo, y algunas manchas de nieve parecían basura en las cunetas. Sejer buscó con la mirada el número dieciséis, y reconoció la casa verde bien conservada nada más verla. La entrada era un caos de triciclos, pequeños camiones y juguetes de plástico de todo tipo, que el niño, sin ningún orden, había subido del sótano o bajado del desván. El asfalto libre de nieve siempre resultaba tentador tras un largo invierno. Aparcó y llamó al timbre.

Transcurridos unos segundos, la mujer apareció en la puerta con un niño delgado pegado a su falda.

– Señora Einarsson -dijo con una leve reverencia-, ¿puedo pasar?

Como no tenía mucha gente con quien hablar, la mujer dijo casi imperceptiblemente que sí con la cabeza, algo desganada. Él se quedó muy cerca y ella pudo percibir su olor, una mezcla del cuero de la chaqueta y de una discreta colonia para después del afeitado.

– Ahora no sé más de lo que sabía el otoño pasado -dijo ella con voz insegura-. Excepto que ha muerto. Pero ya estaba preparada para ello, teniendo en cuenta el aspecto del coche.

El rodeó al niño con su brazo, como queriendo proteger a ambos.

– Pero ahora lo hemos encontrado, señora Einarsson. Eso cambia un poco las cosas, ¿no?

Sejer calló y esperó.

– Supongo que fue uno de esos locos necesitados de dinero.

Ella sacudió la cabeza.

– Porque su cartera no estaba. Ustedes dijeron que había desaparecido. Aunque sólo llevaba cien coronas. Pero hoy en día la gente mata por cualquier cosa.

– Le prometo ser breve.

Ella se resignó y fue retrocediendo hasta el interior de la casa. Sejer se detuvo en la entrada del salón y miró a su alrededor. Siempre observaba espantado cuánto se parecía la gente, lo veía en sus salones, en los, objetos con los que llenaban sus habitaciones. Lo mismo en todas partes con la misma simetría, con el televisor y el vídeo en el centro del inventario. En ese centro la familia se acurrucaba para calentarse. La señora Einarsson tenía un tresillo de piel color rosa y una alfombra de pelo largo debajo de la mesa del salón. Era una habitación femenina. Llevaba viviendo sola seis meses, tal vez había empleado ese tiempo en deshacerse de todos los elementos masculinos, si alguna vez los hubo. Ni aquella vez ni ésta pudo vislumbrar en ella ni rastro de pena o amor por ese hombre que habían encontrado en las oscuras aguas fluviales, perforado y gris, como una vieja esponja. La aflicción tenía que ver con otras cosas, con asuntos prácticos, tales como de qué iba a vivir y cómo iba a poder salir en busca de un nuevo marido si no tenía dinero para pagar a alguien que se quedara con el niño. Esos pensamientos deprimían a Sejer. Le hicieron estudiar con detenimiento la foto de la boda que había sobre el sofá, una foto muy suntuosa de la joven Jorun con el pelo aclarado. A su lado estaba Einarsson, menudo y algo chupado, un adolescente con un bigote poco poblado debajo de la nariz. Posaban lo mejor que sabían ante un fotógrafo mediocre, muy preocupados por cómo saldrían, pero no el uno por el otro.

– Tengo café en el termo -dijo ella vacilante.

Sejer aceptó. Sería bueno tener algo a qué agarrarse, aunque sólo fuera el asa de una taza. El niño fue detrás de su madre a la cocina, y miraba al hombre de reojo desde detrás de la puerta. Era delgado, con pecas en la nariz, tenía el flequillo demasiado largo y se caía constantemente. Al cabo de unos años se parecería al hombre de la foto de la boda.

– Me he olvidado de cómo te llamas -sonrió Sejer alentador.

El niño mantuvo en secreto su nombre por un momento, pisó fuerte con las zapatillas de deporte en el suelo de linóleo y sonrió tímidamente.

– Jan Henry.

Sejer movió la cabeza.

– Ah, sí, Jan Henry. ¿Puedo preguntarte algo, Jan Henry? ¿Coleccionas pins?

El niño asintió con la cabeza.

– Tengo veinticuatro en mi gorra.

– Ve a buscarla -dijo Sejer sonriendo-, y te daré otro. Uno que seguro que no tienes.

El niño fue a su habitación. Volvió con la gorra puesta, que le estaba demasiado grande. Se la quitó ceremoniosamente.

– Pinchan mucho -explicó-. Por eso no puedo llevarla puesta mucho tiempo.

– Mira -dijo Sejer-, un pin de la policía. Me lo ha dado la señora Brenningen, de la comisaría. Está bien, ¿verdad?

El niño asintió con la cabeza. Buscó en la gorra un lugar de honor para el pequeño pin dorado, quitó resueltamente uno de las mascotas olímpicas Kristin y Håkon sentadas en un trineo, y lo puso en su lugar. Entró la madre y hasta ofreció una sonrisa.

– Vete a tu habitación -dijo secamente-. Este señor y yo tenemos que hablar.

Sejer cogió el café y observó a la señora Einarsson, que dejó caer dos terroncitos de azúcar en su taza desde poca altura, para no salpicar. La alianza había desaparecido de su mano. Tenía el pelo oscuro en la raya y llevaba los ojos muy maquillados, lo que endurecía sus rasgos. En realidad era atractiva, con su cuerpo pequeño y esbelto. Seguramente no lo sabía. Seguramente estaba descontenta con su propio aspecto, como ocurría a la mayoría de las mujeres. Excepto a Elise, pensó.

– Seguimos buscando a ese comprador, señora Einarsson, como la última vez que hablamos. Por una u otra razón, su marido decidió vender su coche de repente, a pesar de no haberlo hablado con usted. Salió a enseñarlo y nunca volvió. Tal vez alguien mostrara interés por el coche, quizá lo pararan en la calle o algo así. Tal vez alguien que deseara exactamente un coche como el suyo se pusiera en contacto con él. O tal vez alguien lo estaba buscando con malos propósitos, a él y no al coche, y lo usó como pretexto para sacarlo de casa. Quizá le tentara a venderlo, incluso con dinero contante y sonante como cebo. ¿Sabe si se encontraba en algún aprieto económico?

Ella negó con la cabeza y masticó el azúcar con las muelas.

– Ya me preguntó usted eso. No, no tenía problemas económicos, no de la noche a la mañana. Pero claro, a todo el mundo le hace falta dinero, y nosotros no gozábamos de una buena situación. Ahora las cosas están aún peor, y no consigo plaza en la guardería para el niño. Además, sufro de jaquecas -se dio un ligero masaje en las sienes como para demostrar que debía tratarla bien, de lo contrario, la jaqueca podía atacarle repentinamente-, y no es fácil trabajar cuando se tiene un problema así, sola y con un niño.

Él hizo un gesto compasivo.

– ¿Pero no sabe si su marido gastaba el dinero en el juego o si le habían hecho algún préstamo, tal vez un préstamo privado, que le resultara difícil devolver?

– No. No era el más listo de los hombres, pero tampoco era tonto. Nos las arreglábamos. Tenía un trabajo. Y sólo gastaba dinero en el coche y en una cerveza de vez en cuando en el pub. Tal vez era un bocazas, pero no era tan chulo como para meterse en líos, en algo ilegal, quiero decir. No, no lo creo. Estuvimos casados durante ocho años, y pienso que lo conozco bastante bien. Que lo conocía, quiero decir. Y aunque esté muerto, no puedo hablar mal de él.