Tenía que ir a informarla, pero se resistía, y por eso se sintió aliviado cuando alguien llamó a la puerta. Un pequeñísimo aplazamiento. La cabeza de Karlsen apareció.
– Me han dicho que has tenido una noche muy ajetreada.
Se dejó caer en una silla junto a la mesa y empujó hacia un lado un montón de papeles.
– Hemos recibido una denuncia de desaparición.
– ;Ah! -exclamó Sejer. Un nuevo caso era exactamente lo que le hacía falta en ese momento, algo que le recordara que ése era sólo un trabajo por el que percibía un sueldo; un caso que podía meter en el cajón a las cuatro de la tarde si lo intentaba.
– Me ocupo de lo que sea, salvo casos de niños.
Karlsen suspiró. También él echó un vistazo a los coches de la policía, como para asegurarse de que estaban en su sitio. Los dos parecían un par de viejos vaqueros sentados en la mesa del saloon, vigilando el terreno por si aparecían ladrones de caballos.
– Por cierto, ¿has informado a Eva Magnus?
Sacudió la cabeza.
– Estoy haciendo todo lo posible por aplazarlo.
– No sirve de mucho, ¿no?
– Sí, pero me apetece tan poco…
– Puedo hacerlo por tí, si quieres.
– Gracias, es mi trabajo. O lo hago o me jubilo. -Miró a su colega-. ¿Quién no ha vuelto a casa esta noche?
Karlsen sacó del bolsillo interior del uniforme un papel y lo desdobló. Leyó primero en voz baja, se tiró un par de veces del bigote carraspeando, desganado.
– Niña de seis años. Ragnhild Álbum. Ha dormido en casa de una amiga de la vecindad esta noche y tenía que volver a casa por la mañana. Un paseo de sólo diez o doce minutos. Llevaba un cochecito de color rosa con una muñeca dentro, de esas que lloran, que se llaman Elise.
– ¿Elise?
– Una de esas que llevan un chupete, y cuando se lo quitas empieza a llorar. Están de moda, todas las niñas las tienen. Pero como tú tienes nieto y no nieta, no las habrás visto. Yo sí. Lloran igual que un bebé de verdad. Bueno, en el cochecito llevaba también un camisón y un pequeño bolso con el cepillo de dientes y un peine. Todo ha desaparecido.
– ¿Falta desde…?
– Desde las ocho.
– ¿Desde las ocho?
Sejer miró rápidamente el reloj. Eran las once.
– La niña quiso irse a su casa nada más despertarse, y la madre de su amiga no llamó para avisar a la familia de la pequeña porque aún estaba en la cama. Pero oyó que las niñas se levantaron y que la puerta de la calle se abrió y cerró sobre las ocho. La niña iba sola, su casa estaba cerca, y no se supo nada más hasta que la madre de Ragnhild llamó sobre las diez para decirle que mandara a su hija, que tenían que ir a hacer la compra. Ahora está desaparecida.
– ¿Y dónde vive?
– En Fargerlundsásen, en Lundeby, una urbanización nueva. No es gente de aquí.
Sejer daba golpecitos en el protector del escritorio, que tenía impreso un mapamundi. Su mano cubrió toda América del Sur.
– Tendremos que ir para allá.
– Ya hemos enviado un coche patrulla.
– Entonces hablaré primero con Magnus y me quitaré un asunto de encima. Llama a los padres para decir que iremos; pero no digas ninguna hora en concreto.
– A la madre. El padre está de viaje y no lo encuentran.
Karlsen echó la silla hacia atrás y se levantó.
– ¿Por cierto, qué tal te fue? ¿Conseguiste los leotardos para tu mujer?
Karlsen se sorprendió.
– Los Pantyliners -explicó Sejer.
– No, Konrad, no eran leotardos. Pantyliners son esos papelitos que las mujeres se ponen en las bragas, salvaslips.
Salió y Sejer se puso a morderse una uña mientras notaba que un creciente nerviosismo le subía por el estómago.
No le gustaba nada que niñas de seis años no volvieran a casa, aunque sabía por experiencia que podía haber muchas causas: desde padres separados que querían demostrar su derecho a la propiedad, hasta cachorros sin hogar a los que los niños querían adoptar, o insensatos niños más mayores que se las llevaban de excursión sin avisar. Algunas veces se encontraban a niños que habían desaparecido dormidos entre algún matorral con el pulgar en la boca. Quizá no de seis años, pero había ocurrido varias veces con niños de dos y de tres años. Otras veces se perdían e intentaban durante horas encontrar el camino de vuelta. Algunos se ponían a chillar enseguida para que alguien los recogiera; otros permanecían mudos de miedo porque no querían llamar la atención. Por lo menos, las carreteras están tranquilas a las ocho de la mañana, pensó algo más sereno.
Se abrochó el último botón de la camisa y se levantó. Cogió también la chaqueta, como si la ropa pudiera protegerle de lo que le esperaba. Y luego salió al pasillo. Era verdoso en la luz de la mañana y le recordaba a ese viejo baño que había frecuentado de niño.
La celdas para los presos preventivos se encontraban en la quinta planta. Cogió el ascensor; siempre se sentía un poco tonto dentro de esa pequeña caja que subía y bajaba por las paredes. Además, iba demasiado rápido. Todas las cosas deberían tomarse su tiempo, pensó. Sentía que estaba llegando demasiado deprisa. De repente se encontraba delante de la puerta de la celda. Por un instante quiso reprimir las ganas de mirar primero por el ventanuco, pero no pudo resistirse. Estaba sentada sobre el camastro, con la manta sobre los hombros. Miraba por la ventana, desde la que se veía un trocito del cielo gris. La mujer se estremeció al oír el ruido de la llave en la cerradura.
– ¡Estoy harta de esperar!
El movió la cabeza, como dando a entender que la entendía.
– Ahora estoy esperando a mi padre. El abogado lo ha llamado y han ido a recogerlo en un taxi. No entiendo por qué tardan tanto, sólo hay media hora en coche.
Sejer se quedó de pie. No había ningún sitio para sentarse. En el camastro, junto a ella, resultaría demasiado íntimo.
– Tendrá que acostumbrarse a esperar, tendrá que esperar mucho en el futuro.
– No estoy acostumbrada. Siempre estoy haciendo algo. Normalmente me faltan horas y Emma no para de pedir cosas. Hay tanto silencio aquí… -dijo desesperada.
– Voy a darle un consejo: intente dormir por la noche. Intente comer. Si no, no lo aguantará.
– Por cierto, ¿a qué ha venido?
De repente Eva lo miró con desconfianza.
– Hay algo que debe saber.
Sejer dio un par de pasos y tomó impulso.
– Quizá no sea importante para el caso y para la sentencia, pero podrá resultar duro en otros aspectos.
– No entiendo nada…
– Durante todo este tiempo el forense nos ha ido enviando papeles.
– ¿Sí?
– Referentes tanto a Maja Durban como a Egil Einarsson. Se les ha hecho una serie de pruebas y hemos descubierto algo sumamente desagradable para usted.
– ¡Cuéntemelo de una vez!
– Maja Durban fue estrangulada con una almohada que el homicida apretó contra su cara.
– Ya lo sé, yo estaba mirando.
– Pero antes habían mantenido relaciones sexuales. Y ese hecho nos aporta una serie de puntos de referencia puramente fisiológicos en lo que se refiere a la identidad del homicida. Y resulta… -tomó aire- que el asesino no fue Einarsson.
Eva se quedó petrificada y miró al hombre boquiabierta, inexpresiva. Luego sonrió.
– Por lo tanto, Eva -prosiguió Sejer-, se equivocó de hombre.
Eva hizo un gesto de desesperación, y la sonrisa se le heló en los labios.
– Perdone, pero en cuanto a aquel coche no me cabe ninguna duda. Jostein y yo tuvimos uno igual.