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– ¿Qué me dices?

– Lo encontró el taxista.

– ¿Lo sabe ella?

– He enviado a una de las chicas.

Sejer cerró los ojos. Siguió solo por el pasillo tragándose la noticia de la mejor manera posible. En ese momento no tenía tiempo para pensar más a fondo en lo que esa noticia significaría para la presa preventiva de la quinta planta. Abrió con llave la puerta del cuarto de interrogatorios y luego abrió la ventana, dejando entrar un poco de aire fresco. Puso un poco de orden por encima del escritorio. Se lavó las manos en el lavabo y bebió un vaso de agua. Abrió el cajón del archivador y sacó una cinta de trescientos sesenta minutos que contenía la declaración de Eva Magnus. Colocó la cinta en el radiocassette, que estaba encima del escritorio, un radiocassette normal y corriente, y pulsó la tecla de avance rápido; de vez en cuando lo detenía y rebobinaba, hasta que por fín encontró el episodio que estaba buscando; entonces paró la cinta, ajustó el volumen y se dispuso a esperar. Estaba muy cómodo en ese sillón de Kinnarps, y dejó que sus pensamientos se dispararan. Tal vez Ahron se haya largado, pensó; en ese caso, con una moto así estará ya muy lejos. Pero no se había escabullido. Estaba sentado en el sofá de Jorun con el periódico y un paquete de tabaco de liar. Jorun se hallaba en medio del salón junto a una tabla de planchar y un montón de ropa recién lavada. Miró insegura a los dos hombres uniformados y luego al hombre del sofá, que se limitó a levantar una ceja como si fueran a buscarlo en un momento sumamente inoportuno. Se levantó resignado y salió con los policías. Jan Henry los observaba mientras iban hacia el coche, pero no dijo nada. En el fondo le importaba poco lo que le pasara a Peddik.

Capítulo 49

– ¿Su nombre completo es Peter Fredrik Ahron?

– Sí.

Se lió un cigarrillo sin pedir permiso.

– ¿Nació el siete de marzo de mil novecientos cincuenta y seis?

– ¿Por qué lo pregunta si ya lo sabe?

Sejer levantó la vista.

– Le aconsejo que procure no provocar demasiado.

– ¿Me está amenazando?

Sejer sonrió.

– No, aquí no amenazamos a nadie -dijo en un tono tranquilizador-. Sólo advertimos. ¿Domicilio?

– Tollbugate, cuatro. Nací y me crié en Tromsø, era el más joven de cuatro hermanos. ¿Servicio militar? Sí, lo hice. No me importa seguir a su disposición, pero la verdad es que ya he dicho todo lo que tengo que decir.

– Bueno, entonces vamos a repasarlo otra vez.

Sejer continuó escribiendo. Ahron fumaba ansiosamente, pero no había perdido la compostura en absoluto. No por el momento. Se inclinó sobre el escritorio con un aire resignado.

– ¡Déme una buena razón para que yo matara a mi mejor amigo!

Sejer soltó el bolígrafo y lo miró sorprendido.

– Mi querido Ahron, nadie cree que usted lo hiciera. No está aquí por eso. ¿Pensaba que era ése el motivo?

Lo miró fijamente y vio cómo una incipiente sospecha iba creciendo en el iris azul claro de Ahron.

– ¿Le extraña que lo pensara? -preguntó vacilante-. La última vez que ustedes se presentaron fue por lo de Egil.

– Pues está equivocado -replicó Sejer-. Ahora se trata de algo muy distinto.

Silencio. El humo del cigarrillo liado de Ahron serpenteaba en espesas espirales blancas hacia el techo. Sejer esperó.

– ¿Bueno? ¿Qué tal está usted?

– Muy bien. ¿Qué quiere decir?

Sejer cruzó los brazos sobre la mesa sin apartar la vista del interrogado.

– Quiero decir que si no me va a preguntar de qué se trata entonces, ya que no tiene que ver con Einarsson.

– No tengo ni la más remota idea de qué puede ser.

– Justo. Precisamente por eso creía que iba a preguntarlo. Yo lo habría hecho -dijo con sinceridad- si me hubieran traído aquí, interrumpiéndome cuando estaba en medio de las páginas deportivas. Pero tal vez no sea usted muy curioso, de modo que voy a ir dándole pistas. Sólo quiero hacerle una pequeña pregunta antes: ¿qué tal con las mujeres, Ahron?

– Eso tendrá que preguntárselo a ellas -contestó Ahron malhumorado.

– Pues sí, puede que tenga razón. ¿A quién debo preguntar en su opinión? ¿Ha habido muchas?

Ahron no contestó. Puso todo su empeño en mantener la compostura.

– Tal vez debería preguntárselo a Marie Durban. ¿Sería una buena idea?

– Tiene un sentido del humor repugnante.

– Tal vez. Aunque ella no dijo gran cosa cuando la encontramos en su cama. Pero de todos modos, tenía algo para nosotros. El homicida dejó su tarjeta de visita. ¿Lo entiende?

Ahron temblaba y se relamía los labios.

– Y no me refiero a una de ésas que se encargan a una imprenta de tres mil en tres mil. Hablo de un código genético muy personal. Cada uno de los cuatro mil millones de habitantes de la Tierra tenemos un código diferente. Piense en lo que eso significa, Ahron. Al ampliarlo se parece bastante a un grabado moderno en blanco y negro. Pero estoy seguro de que usted está al tanto de esas cosas, porque lee la prensa.

– No son más que suposiciones. Necesita la orden de un juez para poder hacerme un examen de ese tipo. Y no la obtendrá. No soy idiota. Además, quiero un abogado. No diré una jodida palabra más sin la presencia de un abogado.

– De acuerdo. -Sejer se echó hacia atrás-. Puedo seguir yo solo la conversación. Pero sepa que no me costará ningún esfuerzo obtener una orden para hacerle un análisis de sangre.

Ahron cerró la boca y siguió fumando.

– Uno de octubre. Estuvo usted en Las armas del Rey con varios compañeros de trabajo, entre ellos Arvesen y Einarsson.

– Nunca lo he negado.

– ¿A qué hora se marchó del pub?

– Supongo que ya lo sabe. ¡Ustedes vinieron a buscarme!

– Quiero decir antes, cuando cogió el coche de Einarsson para darse una vuelta. Serían sobre las siete y media, ¿no?

– ¿El coche de Einarsson? ¿Bromea? Einarsson nunca dejaba su coche a nadie. Y además yo había bebido.

– El haber bebido no siempre ha supuesto un obstáculo para usted. Tiene una condena por conducir bajo los efectos del alcohol. Y según Jorun, era usted la única persona a quien dejaba el coche. Usted era la excepción. Era un buen amigo y no tenía coche.

Ahron inhaló profundamente dos veces y echó el humo.

– No fui a ninguna parte. Estuve sentado como un saco, bebiendo toda la noche.

– Sin duda. Estaba usted extremadamente borracho, según el cocinero. No olvide que él sí está sobrio en su trabajo y vigila a la gente. Se fija en quiénes van y vienen. Y en cuándo van y vienen.

Se calló.

– De manera que se fue usted a dar una vuelta por la ciudad, y terminó en casa de Durban, donde aparcó el coche de Einarsson sobre la acera y llamó a su puerta a las ocho en punto. Dos breves timbrazos. ¿No es cierto? Pagó y obtuvo a cambio su mercancía. Y luego discutió con ella -añadió, moviendo ligeramente la cabeza y clavando sus ojos en él.

Sejer había bajado la voz y Ahron había bajado la cabeza, como si tuviera algo interesante sobre las rodillas.

– Tiene usted un temperamento peligroso, Ahron. Antes de pensárselo dos veces la había matado. Volvió a toda prisa al pub, con la esperanza de que le sirviera de coartada y de que nadie se hubiera dado cuenta de que había salido un rato. Y luego empezó a beber.

»En plena borrachera, que debió de ser inmensa, se dio cuenta de lo que había hecho. Se lo contó confidencialmente a Einarsson, pensando que él quizá podría echarle una mano con la coartada. Era su amigo. Eran como una piña. Y fue un accidente, ¿no? Usted había tenido muy mala suerte, pobre hombre, Egil sin duda lo entendería. Por eso se arriesgó y se lo contó. Además, él estaba sobrio, tal vez era el único de todos ustedes que lo estaba. A él lo creerían.

Ahron se equivocó y echó la ceniza fuera del cenicero, seguramente adrede.