Por fin tomó aliento.
– ¿Y no recuerda si algún amigo suyo habló alguna vez de comprarle el coche?
– Ah, sí, seguramente más de uno. Pero él no quería venderlo. No se lo dejaba a nadie.
– ¿Y no recuerda ninguna llamada telefónica referente al coche en los días anteriores a su desaparición?
– No.
– ¿Cómo estaba la noche que se marchó?
– Ya le he contestado a eso. Exactamente igual que siempre. Volvió del trabajo a las tres y media. Tenía el primer turno. Luego comió pizza mexicana, tomó café y se pasó toda la tarde en el garaje debajo del coche.
– ¿Debajo del coche?
– Sí, debajo del coche. Con sus tornillos. Estaba como obsesionado con él. Luego lo lavó. Yo estaba haciendo cosas aquí en casa, y no me enteré de nada hasta que entró en medio del programa Casino de la tele y dijo que se iba a enseñar el coche.
– ¿No mencionó ningún nombre?
– No.
– ¿Y tampoco dijo dónde iba a encontrarse con el comprador?
– No.
– ¿Y usted no preguntó por qué quería venderlo?
La mujer se tocó el pelo y negó con la cabeza.
– Yo no me metía en las cosas del coche. Ni siquiera tengo carné. A mí me daba igual el coche que tuviéramos, me bastaba con tener coche. Y tampoco dijo que fuera a venderlo, sólo que iba a enseñarlo. Tampoco es necesariamente el asesino. Pudo haberse encontrado con alguien, o haber cogido a uno que estaba haciendo autoestop, qué sé yo, cualquier cosa. Esta ciudad está llena de chiflados por el tema de la heroína, no sé cómo ustedes no hacen algo contra eso. Pienso en Jan Henry, que va a crecer aquí y no tiene el carácter más fuerte del mundo, en eso se parece a su padre.
– Un carácter fuerte se desarrolla con el tiempo -sonrió Sejer-. Habrá que esperar algunos años. Bueno, buscamos a ese comprador a través de los periódicos y la televisión -le recordó-, y no se ha presentado nadie. Nadie se ha atrevido. O su marido mintió al salir aquella noche, tal vez iba a hacer otra cosa, o ese comprador es el verdadero asesino.
– ¿Mintió?
La mujer le miró ofendida.
– Si usted cree que tenía secretos sucios, se equivoca. No era de esa clase de personas. Y tampoco iba con otras; para serle sincera, no resultaba muy atractivo a las mujeres. Dijo que iba a enseñar el coche a alguien, y si él lo dijo es que era verdad.
Hablaba de una manera tan sencilla y concisa que lo convenció. Se quedó pensativo, vio al niño entrar a hurtadillas y sentarse silenciosamente en el suelo detrás de su madre. Pestañeaba sin decir nada.
– Si vuelve usted la vista atrás, ¿hay algo que de alguna manera se saliera de lo normal? Digamos, desde los seis meses anteriores a su desaparición, hasta que su coche fue encontrado en el vertedero, ¿recuerda usted algún episodio o período en que él pareciera distinto, preocupado o algo así? Cualquier cosa, quiero decir. ¿Llamadas telefónicas? ¿Cartas? ¿Algún día que llegara del trabajo más tarde de lo habitual o que durmiera mal por la noche?
Jorun Einarsson rompió con las muelas otro terrón de azúcar, y él observó cómo sus pensamientos evocaban el pasado. Ladeó la cabeza ante algún recuerdo, lo rechazó y continuó pensando. Einarsson hijo respiraba sigilosamente, tenía grandes ojeras, como suelen tener los niños.
– Hubo algún problema en el pub una noche. Bueno, seguramente siempre había problemas en ese lugar, pero alguien se emborrachó tantísimo que el dueño llamó a la policía para que se lo llevaran al calabozo. Era uno de los compañeros de trabajo de Egil, de la fábrica de cerveza. Egil se fue detrás y les suplicó que lo soltaran. Prometió llevarle a su casa y asegurarse de que se acostaba. Y creo que lo soltaron. Aquella noche no llegó a casa hasta las tres y media de la mañana, y recuerdo que a la mañana siguiente se durmió.
– ¿Ah, sí? ¿Entonces le contó lo que ocurrió?
– No, sólo que se emborrachó muchísimo. Bueno, Egil no, el otro. Egil llevaba el coche, y tenía el primer turno al día siguiente. Además, yo tampoco pregunté, esas cosas no me interesan.
– ¿Diría usted que su marido era una persona que se preocupaba por los demás? Pues lo que hizo por su amigo estuvo bien. Podría haberse quedado al margen, abandonándolo a su suerte.
– No se preocupaba mucho por los demás -dijo la mujer-, ya que me lo pregunta. No solía mirar mucho a su alrededor. Así que tengo que admitir que me quedé algo sorprendida al enterarme de que se había tomado tantas molestias. Salvar a un tío del calabozo. Pues sí, tal vez me extrañara un poco, pero al fín y al cabo eran compañeros. Si le soy sincera, no había reparado demasiado en ello. Quiero decir, no hasta ahora que me lo está preguntando.
– ¿Cuándo sucedió eso más o menos?
– ¡Dios, no me acuerdo! Algún tiempo antes de desaparecer.
– ¿Semanas? ¿Meses?
– No, tal vez unos días.
– ¿Unos días? Cuando hablé con usted en el otoño pasado, ¿recordaba ese hecho? ¿Lo mencionó?
– Creo que no.
– Y el amigo borracho, señora Einarsson, ¿sabe quién era?
Negó con la cabeza, echó un vistazo por encima del hombro y descubrió al niño.
– ¡Jan Henry! ¡Te he dicho que te quedes en tu habitación!
Él se levantó y salió furtivamente como un perro que ahuyentaran. La mujer sirvió más café.
– El nombre, señora Einarsson -dijo en voz baja.
– No, no lo recuerdo -dijo-. Son tantos los que frecuentan ese pub…
– Pero se durmió al día siguiente, ¿no?
– Sí.
– Y en la fábrica de cerveza fichan, ¿no es verdad?
– Mmm…
Sejer meditó un instante.
– Y cuando a usted le devolvieron el coche del Departamento Técnico lo vendió, ¿no?
– Sí. No puedo pagarme el carné, así que se lo vendí a mi hermano. Además, me hacía falta el dinero. Vendí el coche y algunas herramientas que había en el maletero, unas llaves de tubo y un gato. Y algunos trastos que no sé lo que eran. Por cierto, faltaba algo, algo había desaparecido.
– ¿El qué?
– No me acuerdo en este momento. Mi hermano preguntó por ello, lo buscamos y no lo encontramos. No recuerdo qué era.
– Inténtelo. Podría ser importante.
– No, no creo que fuera nada importante, pero no lo recuerdo. También buscamos en el garaje.
– Llame a la comisaría si se acuerda de algo. Puede preguntárselo a su hermano.
– Está de viaje, no sé cuándo volverá.
– Señora Einarsson -dijo levantándose-, gracias por el café.
Ella se levantó de un salto del sillón, algo colorada y confusa porque se marchara así, de repente. Lo acompañó hasta la puerta. Sejer se despidió y se dirigió hacia donde tenía aparcado el coche. Justo cuando iba a meter la llave en la cerradura descubrió al niño, que tenía los pies metidos en un parterre y trabajaba la tierra con inmensa energía. Sus zapatillas ofrecían un aspecto deplorable. Sejer lo saludó con la mano.
– ¡Hola! ¿No encuentras a nadie con quien jugar?
– No -sonrió avergonzado-. ¿Por qué no llevas coche de policía cuando trabajas?
– Buena pregunta. Pero ¿sabes?, en realidad iba camino de casa. Vivo en esta calle, un poco más arriba, y así no tengo que volver a la comisaría a cambiar de coche. -Se quedó pensando un instante-. ¿Has montado alguna vez en un coche de policía?
– No.
– La próxima vez que venga a visitar a tu madre vendré con un coche de policía y, si quieres, te daré una vuelta.
El niño sonrió de oreja a oreja, pero con cierta duda, tal vez como consecuencia de alguna amarga experiencia.
– Es una promesa -le aseguró Sejer-. ¡Y no tardaré mucho en volver! -Se deslizó tras el volante, se puso lentamente en marcha y bajó la cuesta. Por el espejo vio un brazo delgado que le decía adiós.
Seguía pensando en el niño cuando pasó por el hipódromo a la izquierda, y la Iglesia de Jesucristo de los Santos del Ultimo Día, a la derecha. «Pobre de tí, Konrad -se dijo a sí mismo-, si te olvidas de llevar el coche de servicio la próxima vez.»