Volvió a chupar el cigarrillo y mantuvo el humo un momento en la boca. ¿A quién se lo compró?, pensó de repente. Nunca se había hecho esa pregunta. Tal vez debería habérsela planteado. Se levantó de un salto y se acercó al teléfono. Cuando sonó la llamada al otro lado pensó que quizá era demasiado tarde para llamar. La señora Einarsson contestó a la segunda señal. Escuchó sin hacer preguntas y pensó un instante.
– ¿Contrato de compraventa? Sí, seguramente lo tengo en mi carpeta, espere un momento.
Sejer esperó y oyó cajones que se abrían y se volvían a cerrar, y crujidos de papeles.
– Es prácticamente ilegible -se lamentó ella.
– Inténtelo. Puedo pasar mañana a recogerlo si no logra descifrarlo.
– Al menos veo que pone calle de Erik Børresen. Creo que el apellido es Mikkelsen. Soy incapaz de leer el nombre y el número de la calle. Puede que ponga cinco. O seis. Calle de Erik Børresen, cinco o seis.
– Con eso basta, seguro. ¡Muchísimas gracias!
Lo apuntó en el bloc que había junto al teléfono. Era importante no saltarse ningún detalle. Si no averiguaba a dónde iba el coche, al menos podría averiguar de dónde venía.
Capítulo 9
Otro día estaba a punto de acabar cuando Karlsen llegó de la cantina con dos rebanadas de pan con gambas y una Coca-Cola. Acababa de sentarse y devorar la primera rebanada, cuando Sejer apareció en la puerta. El más ascético sargento jefe se traía dos de queso y una botella de agua con gas; debajo del brazo llevaba el periódico.
– ¿Puedo sentarme?
Karlsen asintió con la cabeza, untó una gamba en la mayonesa y se la metió en la boca.
Sejer se sentó, arrastró el sillón hasta la mesa y cogió una loncha de queso de la rebanada de pan. La enrolló y mordió la punta.
– He vuelto a sacar a Marie Durban del cajón -dijo.
– ¿Por qué? No hay ninguna relación, ¿no?
– Seguramente no. Pero no ocurren muchos asesinatos en esta ciudad, y estos ocurrieron con muy pocos días de diferencia. Einarsson solía frecuentar Las armas del Rey, Durban vivía a trescientos metros de allí. Deberíamos investigarlo más a fondo. ¡Mira aquí!
Se levantó, se acercó al plano de la ciudad colgado en la pared y sacó dos alfileres rojos para mapas de una cajita. Con gran precisión, y sin vacilar, colocó un alfiler sobre el bloque de Tordensskioldsgate y otro en Las armas del Rey. Luego se sentó.
– Mira este plano. Abarca todo el municipio y mide dos metros por tres.
Cogió la lámpara de mesa de Karlsen, que tenía un brazo articulado y podía girarse en todas las direcciones, e iluminó el plano.
– Maja Durban fue asesinada el uno de octubre. El cinco de octubre es asesinado Einarsson, o al menos podemos suponer que fue ese día. Éste es un pueblucho y no nos inundan esa clase de sucesos, ¡pero mira lo cerca que están los alfileres el uno del otro!
Karlsen miraba fijamente. Los alfileres brillaban cómo dos ojos rojos sobre el mapa negro y blanco.
– Pues sí, pero que nosotros sepamos no se conocían, ¿no?
– Hay tantas cosas que no sabemos… ¿Sabemos algo en realidad?
– ¡Qué pesimista! De todos modos pienso que debemos tomar una muestra del ADN de Einarsson y compararlo con los restos encontrados en Durban.
– Bueno, bueno, como no lo pagamos nosotros…
Comieron un rato sin hablar. Eran dos hombres que se apreciaban enormemente de una manera tácita. No lo demostraban con grandes gestos, pero se tenían una sólida simpatía que cuidaban con paciencia. Karlsen tenía diez años menos y una mujer a la que había que atender. Por esa razón, Sejer se mantenía un poco a distancia, convencido de que el otro tenía de sobra con la familia, que para él era una institución sagrada. Fue interrumpido en sus pensamientos por una policía que apareció en la puerta.
– Dos recados -dijo, tendiéndole una pequeña nota-. Y ha llamado Andreassen de TV 2 para preguntar si quieres participar en Testigo ocular con el caso Einarsson.
Sejer se puso tenso y dejó vagar la mirada.
– Tal vez te interese, ¿eh, Karlsen? Eres más fotogénico que yo.
Karlsen se reía con aire burlón. Sejer odiaba aparecer en público; tenía pocos puntos débiles, pero ése era uno de ellos.
– Lo siento, voy a un seminario, ¿no te acuerdas? Estaré fuera diez días.
– Díselo a Skarre. Se pondrá muy contento. Yo lo ayudaré, con tal de no tener que estar bajo esa lámpara solar. ¡Vete a decírselo ahora mismo!
La mujer sonrió y desapareció, y él se puso a leer los recados. Miró el reloj. Los veteranos iban a saltar en el aeródromo de Jarlsberg el fín de semana siguiente, si el tiempo lo permitía. Llamó Jorun Einarsson. No se dio ninguna prisa, acabó su merienda y volvió a dejar el sillón en su sitio después de levantarse.
– Voy a dar una vuelta.
– Vale, vale, llevas sentado casi media hora. Ya te está creciendo el musgo en las puntas de los pies.
– Lo malo de la gente es que se queda sentada dentro todo el día -contestó-. Aquí en la casa no pasa nada, ¿verdad que no?
– Supongo que tienes razón. ¡Pero joder, qué listo estás para buscarte cosas que hacer al aire libre! Tienes mucho talento para eso, Konrad.
– Hay que usar la imaginación -contestó.
– Oye, espera un momento.
Karlsen se metió la mano en el bolsillo de la camisa y parecía incómodo.
– Mi mujer me ha dado la lista de la compra. ¿Tú sabes algo de cosas de mujeres?
– Pregunta y verás.
– Lo pone aquí, después de carne de cerdo para asar, pone «Panty-liners». ¿Tienes idea de lo que puede ser?
– ¿Por qué no llamas a tu casa y se lo preguntas?
– No contesta.
– Pregúntaselo a la señora Brenningen. A mí me suena a leotardos, medias o algo así. ¡Suerte! -dijo riéndose entre dientes, y desapareció.
Acababa de meterse en el coche y alisarse el pelo con los dedos cuando de repente se acordó. Volvió a salir, lo cerró y se acercó a uno de los coches de servicio, tal y como le había prometido al pequeño Einarsson. A esa hora, Mikkelsen estaría todavía trabajando, como la mayoría de la gente, y por eso se dirigió primero a Rosenkrantzgate. Jorun Einarsson estaba en el pequeño trozo de césped que había delante de la casa tendiendo ropa. Un pijama con dibujos de Tom y Jerry y una camiseta con una imagen de Docile revoloteaban en el aire. Acababa de sacar de la cesta unas bragas negras de encaje cuando Sejer apareció ante la casa; ella se quedó con la prenda en la mano sin saber muy bien qué hacer.
– No me cuesta nada acercarme en coche -explicó Sejer educadamente intentando no mirar la ropa interior-, por eso he venido en lugar de llamar por teléfono. Termine lo que está haciendo, no me importa esperar.
La mujer tendió a toda prisa el resto de la colada y cuando acabó, cogió la palangana y se la puso debajo del brazo.
– ¿No está el chico?
– Sí, en el garaje -dijo, señalando hacia la calle-. Solía pasar muchos ratos allí con su padre, observándolo mientras se ocupaba del coche. Ahora se mete allí y se pasa el tiempo sentado mirando a la pared. No tardará en salir.