– ¿De dónde es? Tiene acento.
– De Henan. Es un trabajador de provincias, pero ha terminado los estudios secundarios. Sabe moverse en la ciudad y además es amable. Su madre está paralítica y él envía dinero a casa.
Mei se detuvo. Se dio cuenta de que estaba intentando justificarse por haber contratado a Gupin.
– Parece agradable -el tío Chen asintió educadamente.
Enseguida dejaron de hablar de Gupin.
– ¿Por dónde debería empezar? -dijo el tío Chen-. Supongo que por el principio -se recostó en su asiento-. Era el invierno de 1968. Yo llevaba cuatro años trabajando para la Agencia de Prensa Xinhua. Acababa de cumplir los treinta. Cuesta creerlo, ¿eh? -el tío Chen agitó una galleta como si fuera una bandera y se rió desde el estómago como hacen los hombres fondones-. Pues sí, yo también tuve tu edad.
Mei le devolvió la sonrisa. Era bueno ver a un viejo amigo. El tío Chen, orondo y de aspecto amable, tenía a su alrededor una atmósfera de Buda feliz.
– Fue un invierno áspero, con mucha nieve y mucho caos y derramamiento de sangre. Los miembros de las Guardias Rojas luchaban entre ellos, cada facción se proclamaba la más leal y verdadera representante del maoísmo. Levantaron barricadas en las universidades, las fábricas y los recintos gubernamentales, y se machacaron los unos a los otros con ametralladoras. Bueno, tú ya sabes todo lo que pasó.
Pero Mei no estaba escuchando. La voz del tío Chen pasaba por sus oídos como el viento por un árbol hueco. En lugar de eso, estaba mirando atentamente al tío Chen. La edad se había llevado su pelo igual que el verano reclama la cosecha. Percibió el tinte: no era de los caros. Le había secado la cabeza, dejándosela como un campo agostado.
– Ahora todo el mundo sabe todo lo que pasó, pero en aquel entonces el gobierno central desconocía el alcance de lo que estaba ocurriendo en la calle. Los miembros de las Guardias Rojas y de las Juventudes del Partido habían destrozado todos los sistemas normales de comunicación. Así que la Agencia me envió a Luoyang para informar de lo que estuviera ocurriendo allí.
– ¿Por qué a Luoyang? -Mei tomó un sorbo de té, atenta otra vez a la historia del tío Chen.
– Alguien tenía que ir allí, y me tocó a mí. ¿Sabías que Luoyang fue la última capital de la dinastía Han? El caso es que allí la situación no era distinta de la del resto del país. Las Guardias Rojas habían arramblado con todo, incluido el Museo de Luoyang. Primero destruyeron las reliquias, luego amontonaron las pinturas, los documentos y los registros y le prendieron fuego al museo. Así que, naturalmente, la gente dio por hecho que todo lo que había en el museo se lo habían tragado las llamas.
Mei le rellenó al tío Chen la taza de té.
– Gracias. Hace dos días, una vasija ritual que formaba parte de la colección del Museo de Luoyang apareció en Hong Kong. Ahora entiendes a dónde quiero llegar con esto, ¿verdad? Sí. Si la vasija sobrevivió, también podrían haberlo hecho otras piezas.
– ¿Quieres decir que alguien las cogió antes de que se quemara el museo?
– ¡Alguien las robó! -espetó el tío Chen-. Y el Museo de Luoyang tenía una pieza realmente muy especial. Sólo unas pocas personas del museo lo sabían, y por lo que yo sé murieron todas a manos de las Guardias Rojas o, más tarde, en los campos de trabajo. ¿Te gustaría escuchar la historia?
El tío Chen estaba ya como en su casa. Se estiró para coger otra galleta.
– El emperador Xian fue el último emperador de los Han. Sólo tenía quince años cuando las fuerzas rebeldes llegaron a Chang'an en el año 194. El ejército imperial llevaba semanas combatiendo a los rebeldes; estaba perdiendo la batalla. Comprendiendo que no se podía defender la Puerta de Poniente por más tiempo, el emperador Xian reunió a sus consejeros en palacio. Le recomendaron que evacuase la capital. Pero apareció una persona que se oponía a esa idea, diciendo que cubrirían de vergüenza a sus ancestros y al emperador fundador, Gao Zu, si abandonaban Chang'an. Se ofreció a comandar la Guardia Imperial en el combate. Ese hombre era el general Cao Cao.
– ¿El rey Cao Cao de los Tres Reinos?
– Sí, el que luego sería el dirigente de China. Así que Cao Cao se retiró a su recinto para prepararse para la batalla. Como todos los demás, sabía que podía no vivir para ver un nuevo día. Al fin y al cabo, había sólo ocho mil soldados imperiales, aunque fueran los mejores y más valerosos, y las fuerzas rebeldes contaban con veinte mil.
»Antes de partir para la batalla, Cao Cao escribió dos cartas. Una de ellas se la dio a su asistente personal para que fuera entregada a su esposa, Ding, en Anhui. En aquel entonces, si uno era un rico aristócrata podía tener muchas mujeres y concubinas. Pero siempre estaba la esposa en gananciales, que era la esposa principal. Ding era la esposa en gananciales de Cao Cao. La otra carta que escribió era para la dama Cai Wenji.
– ¡La famosa poetisa! -exclamó Mei.
– Sí. Cao Cao pidió a uno de los capitanes en quienes más confiaba que escoltara a la dama Cai desde Chang'an hasta su lugar de origen. Se desató la banda de la cintura y se la dio con la carta al capitán.
Las galletas se habían volatilizado. El tío Chen estaba cada vez más animado.
– El capitán y sus hombres galoparon hacia la residencia de los Cai. Chang'an era un caos. Un millón de habitantes más cientos de miles de refugiados que habían huido hacia la ciudad por delante de las tropas rebeldes estaban desalojando. Iban a pie, a caballo, en carrozas y en carretas. En el recinto de los Cai, la dama Cai leyó la carta. Escondió la banda en una de sus anchas mangas y mandó quemar la carta. La dama Cai fue más tarde capturada por los rebeldes y vendida al rey de Mongolia del Sur. Vivió en las praderas mongolas durante los doce años siguientes, le dio al rey mongol dos hijos y escribió sus más célebres poemas sobre su anhelo de regresar a China.
»Contra todo pronóstico, Cao Cao venció a las fuerzas rebeldes y salvó la antigua ciudad de Chang'an. Pero no pudo salvar la dinastía Han, que pronto se desintegró en tres reinos. Cuando fue coronado rey del Reino de Wei, descubrió que la dama Cai estaba viva y prisionera en Mongolia. Envió allí a un delegado con un millón de piezas de oro para comprar su libertad. El rey mongol aceptó que la dama Cai se fuera, pero no sus hijos. La dama Cai eligió volver a casa.
– No me puedo creer que dejara a sus hijos -dijo Mei.
– La gente hace cosas asombrosas por amor -el tío Chen levantó las cejas.
– ¿Quieres decir que la dama Cai y Cao Cao eran amantes?
El tío Chen asintió.
– La clave de una leyenda de casi dos mil años de antigüedad es lo que me ha traído aquí. ¿Adivinas ahora lo que había en el Museo de Luoyang?
– ¿La banda?
– Chica lista. Casi casi. El museo estaba en posesión de lo que había dentro de la banda: el sello de jade de Cao Cao. En la dinastía Han, los altos funcionarios guardaban sus sellos en las bandas que se ataban a la cintura. Llevaban largas cintas de colores en la cintura para mostrar su rango. Por ejemplo, la banda del primer ministro era roja y de dos zbang de largo.
Mirando al tío Chen, que estaba tomando un largo trago de su té Wulong, Mei se preguntó cuál sería su conexión con ese tesoro y por qué había ido a verla en relación con aquello. Sabía que el tío Chen era amante del arte, pero algo tan valioso estaba sin duda fuera de su alcance.
El tío Chen se inclinó hacia delante, bajando la voz:
– Me gustaría que encontrases el sello de jade.
– Pero una cosa así tiene que ser un tesoro nacional -Mei frunció el ceño. Los tesoros nacionales pertenecían al país y no estaba permitido su comercio a particulares.
– Justamente -el tío Chen aplaudió-. Por eso no quiero utilizar informadores ni desde luego a la policía. Un paso en falso y el sello de jade estará de camino a Hong Kong antes de que te des cuenta.