– ¡Pinchitos mongoles de cordero, si no están buenos no me dé el dinero!
– ¿A cuánto la bolsa?
– Antes muerto.
– ¡Tortitas de ocho hojas! ¡Al viejo estilo pekinés!
Mei encontró un pequeño restaurante de mesas limpias y se sentó junto a la ventana. Pidió una ración de tallarines en caldo picante de vaca que venía en un cuenco del tamaño de un balde pequeño. Se comió los tallarines y contempló a través de la cortina de encaje al chico que la había estado siguiendo. Bajo una nube de humo de tabaco, tres hombres conversaban ruidosamente en la mesa de al lado, con los rostros rojos de tanto beber.
Mei salió del restaurante, andando hacia el oeste a paso vivo, repicando los tacones. Dobló con celeridad una esquina y se detuvo a echar un vistazo hacia atrás. Volvió a ponerse en marcha, más deprisa. Tras unos cuantos giros estaba otra vez en la ancha calle peatonal de Liulichang. Se paró en el umbral de la primera tienda que encontró y esperó.
– Eh, ¿por qué me sigues? -preguntó, apoyándose en el poste de madera de la entrada.
Sus palabras cogieron al joven galgo por sorpresa. Se paró en el sitio.
– Me dijo mi tío que lo hiciera -dijo el chico, con una fugaz sonrisa avergonzada.
– Entonces vamos a verle -le dijo Mei.
Sentada en un taburete de palo de rosa oscuro en la parte interior de la tienda, Mei contó ocho billetes de cien yuanes, pero no los entregó.
– ¿O sea que sí la ha visto?
– No exactamente. Sólo vi unas fotos. Bueno, creo que eran de la misma vasija.
– ¿Es que no está seguro?
– A mi edad no hay nada seguro -dijo el viejo-. Fue hace más de dos semanas. Vino un joven con algunas fotos de la vasija y me preguntó cuánto pagaría yo por ella -se frotaba las manos al hablar-. Cuando digo joven quiero decir de unos cincuenta y pocos.
– ¿Y usted qué le respondió?
– Me dijo que la vasija era de la dinastía Han. ¡Estamos hablando de más de mil ochocientos años de antigüedad! Eso es lo que llamamos «mercancía caliente». La ley dice que no se puede exportar nada anterior a 1794, lo cual significa que ningún extranjero la compraría. Los chinos no pueden pagar esos precios. Aunque eso no significa que no haya conductos para venderla, ¿me entiendes? Es un negocio peligroso, sacarla de China… podría ser asunto de vida o muerte. Así que le respondí que si era auténtica, cosa que él me juró sobre la tumba de su madre, podríamos estar hablando de, digamos, veinte mil yuanes. No volvió por aquí -el marchante hablaba despacio, deteniéndose de vez en cuando en busca de palabras biensonantes.
Mei inspeccionó largamente al viejo. Tenía el pelo escaso y seco como hierba desenraizada; en la cara, una expresión de disculpa perpetua. Regentaba una tienda excesiva llena de cosas que nadie tenía interés en comprar. Aun así, continuaba amontonando más, en la esperanza de que algo le hiciera rico y la gente de altos vuelos tuviera que mirarle con otros ojos. Mei consideró la elaborada forma en que le había regateado el dinero que sostenía en la mano. He aquí un buscavidas con pretensiones, pensó. Hablaba de «conductos» y de «mercancía caliente». A juzgar por su aspecto y el de su tienda, no tenía ni medios ni arrestos para tanto.
– Francamente, no le creí -dijo el viejo-. Ya no quedan antigüedades valiosas de verdad. Mi familia lleva tres generaciones en Liulichang. En los años cincuenta, ellos venían y compraban todo lo que había de valor en las tiendas. Luego la Revolución Cultural se encargó de lo que hubiera quedado -al decir «Revolución Cultural» dejó de frotarse las manos, y por un instante bajó los ojos.
– ¿Quiénes son «ellos»?
– El gobierno: museos, universidades, bibliotecas, como quieras llamarlo -dijo-. Hoy en día sólo hay dos formas de conseguir cosas de auténtico valor: ser un ladrón de tumbas afortunado o un ojeador ambulante de antigüedades con suerte. El tipo no era ninguna de las dos cosas.
– ¿Cómo lo sabe?
– Los ladrones de tumbas no trabajan solos y normalmente tienen varias cosas que vender. Aquel tipo estaba solo y no tenía más que una pieza. Tampoco era un ojeador. No sabía nada de antigüedades. Lo comprobé: era un profano total.
– ¿Sabe usted su nombre o el de su hotel?
El viejo sacudió la cabeza.
– Sólo dijo que era de Luoyang.
– ¿Puede decirme qué aspecto tenía?
– Veamos… estatura media, fuerte. Grandes brazos: un obrero, sin duda, de una fábrica quizá. No era mal parecido, salvo por la cicatriz.
– ¿Dónde tenía esa cicatriz?
– En el lado izquierdo de la frente, justo encima del ojo. Parecía que alguien le había hecho un buen corte.
El viejo tendió la mano hacia el dinero.
– Una cosa más -dijo Mei-. ¿A quién cree usted que le vendió la vasija?
– No lo sé.
Mei no se movió.
– Está bien; hay un personaje oscuro llamado Wu el Padrino en ese caserón que hay calle abajo. No es buen marchante, pero parece que le está yendo muy bien. Si quieres saber mi opinión, tiene un algo sospechoso.
Capítulo 10
Wu el Padrino estaba de pie en el zaguán de su espaciosa tienda, equilibrando su peso hacia el punto intermedio entre sus dos pies. Contempló a Mei con la mirada vacía. No era un hombre grande, pero sí fuerte de la cabeza a los pies; bien afeitado y con el pelo a cepillo. Mei le echó unos cuarenta y tantos años, aunque era difícil decir si cuarenta y muchos o pocos. No le preguntó quién la enviaba ni por qué; se quedó allí contemplándola despectivamente con una mirada helada.
Ella le había dicho que trabajaba para un rico coleccionista y que quería hablarle de una de sus últimas adquisiciones; luego le enseñó la misma foto que les había mostrado a los otros marchantes.
Wu el Padrino echó una ojeada rápida a la foto y miró a Mei con indiferencia. La amistosa expectación hacia una cliente más se desvaneció en el oscuro vano de detrás de sus ojos.
Mei contempló cómo se acercaba a un joven que estaba detrás de un par de réplicas de jarrones Ming azules. Con las cabezas juntas, la miraron mientras hablaban. Un poco después, los dos hombres se alejaron en distintas direcciones: Wu el Padrino desapareció en la trastienda y el joven se fue derecho hacia Mei. Ella apretó los labios. Sabía que no podía hacer gran cosa para obligarla a irse. A fin de cuentas, era una mujer, bien vestida y poco amenazadora. Pero también sabía que no le quedaba nada que hacer allí, así que se fue.
Del otro lado de la calle había un bazar que vendía cosas pequeñas, como sellos de piedra y joyas antiguas, en bandejas. Los mostradores estaban dispuestos en forma de rectángulos cerrados, dentro de los cuales los vendedores se sentaban en altos taburetes o en sillas plegables.
Mei se quitó el abrigo y se soltó el pelo. Fingió que estaba interesada en comprar litografías, y mientras tanto no le quitaba el ojo a la entrada del sitio de Wu el Padrino.
Era un caserón de dos plantas con una entrada elevada, flanqueada por largas ventanas y un balcón en el primer piso. Las barandillas de las ventanas y del balcón estaban hechas de finos listones de madera, conformando delicados dibujos geométricos que recordaban a los caracteres chinos.
Al cabo de veinte minutos Mei vio salir a Wu el Padrino, vestido con una chupa negra de cuero con el cuello levantado. Se detuvo en lo alto de la escalera y se encendió un pitillo con ademanes lentos y calculados. Mientras lo fumaba, ojeó la calle en ambos sentidos; luego bajó los escalones, volvió a comprobar la calle, escupió entre sus propios pies y giró hacia la derecha.
Mei aprovechó la ocasión, incorporándose a la riada de compradores que derivaban hacia la parte sur de la calle Xinhua, sin despegar la vista de Wu el Padrino.