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«Como ves, ganar dinero es fácil. La parte difícil es conseguir que la gente cumpla con su parte. Por eso a mí me gusta hacer negocios con extranjeros. Con los chinos es mucho más difícil. Sólo un consejo: cuando contrates a alguien, piensa en los cobros y asegúrate de que tu chica tiene carácter suficiente para hacerse con el dinero.

Viéndole el sentido a lo que él decía, Mei puso un anuncio para encontrarle a su nuevo negocio una secretaria.

De entre todas las solicitudes que recibió, Gupin era el único hombre. Mei no había pensado en contratar a un hombre como secretario, pero decidió entrevistarle.

Gupin había venido de un pueblo de granjeros de la provincia de Henan y en Pekín trabajaba en la construcción para ir pasando.

– Terminé el primero de la clase en el instituto de nuestra comarca -le contó a Mei con su acento de Henan-, pero tuve que volver a mi pueblo porque allí era donde estaba mi expediente. Quería trabajar en la capital del concejo, pero mi jefe de aldea no estaba de acuerdo. Dijo que nuestro pueblo necesitaba «un hombre de los que leen libros».

A Mei le llevó algún tiempo acostumbrarse a su acento y entender lo que decía.

– Mamá quería que me casara. Pero yo no quería. No quiero terminar como mi hermano. Todos los días se levanta al amanecer y trabaja en el campo el día entero. Al final del año, sigue sin poder dar de comer a su mujer y a su hijo. Papá también era así. Murió de tuberculosis hace mucho. Todo el mundo dice que hay oro en las grandes ciudades, así que pensé en venir a Pekín. Quién sabe lo que soy capaz de hacer yo aquí.

Mei le observó. Era joven, acababa de cumplir los veintiuno, de anchos hombros. Se le veían los músculos embutidos debajo de la camisa. Cuando sonreía, parecía apocado pero honrado.

Lamentándolo, le dijo que él no podía hacer el trabajo que ella necesitaba. No conocía Pekín y su acento de Henan ahuyentaría a la gente.

– En cuanto la gente oiga tu acento, dará por sentadas muchas cosas sobre ti y probablemente también sobre este negocio. Algunos hasta pueden pensar que me dedico a algún tipo de estafa. Es una estupidez, ya lo sé, pero así es la gente. Lo mismo me ocurriría a mí si voy a Shanghai: probablemente me timarían los taxistas y me darían mal todas las indicaciones.

Pero Gupin era tenaz.

– Dame una oportunidad -le rogó-. Aprendo rápido y trabajo duro. Puedo aprender sobre Pekín. Dame tres meses y te prometo que me sabré todas las calles. También me quitaré este acento. Soy capaz, créeme.

Al final, Mei decidió darle una oportunidad. Recordó lo que el señor Hua había dicho y pensó que Gupin sería, si no un brillante secretario, al menos sí el cobrador de deudas más temible de cuantos había entrevistado. También era con diferencia el más barato.

– Te daré un año -le dijo-. No tienes ni idea de lo grande que es Pekín.

Había pasado más de un año y Gupin había demostrado que era todo lo que dijo ser: trabajador, despierto y leal. Había invertido gran parte de su tiempo libre en cabalgar su bicicleta por los hutong y las calles de Pekín, y ya conocía algunos barrios mejor que Mei. Había llegado a ser otro par de ojos y oídos para ella.

– Bien hecho -dijo Mei a Gupin-. El señor Su no es de los que se separan fácilmente del dinero. Vamos a recoger.

Recogieron sus cosas y aseguraron todos los cerrojos de la puerta. Hacía más fresco en el pasillo en penumbra.

– Espero que el fin de semana no sea tan caluroso -dijo Gupin mientras salían del edificio. Llevaba su bolsa militar rebotándole en el hombro-. ¿Tienes algún plan especial?

– Un picnic en el Antiguo Palacio de Verano.

– ¿Tan lejos te vas para un picnic?

– Es la reunión de mi clase de la universidad.

Fuera, el sol se desdibujaba en la calima y el aire estaba espeso como el almíbar. Se dijeron adiós y se separaron, Gupin en dirección a un joven álamo al que había encadenado su bicicleta Paloma Voladora y Mei a su Mitsubishi de dos puertas, aparcado bajo un vetusto roble.

Capítulo 2

Esa noche, una violenta tormenta eléctrica despertó a Mei. Las delgadas ventanas de su apartamento rechinaban. Los truenos restallaban y rugían, los rayos centelleaban. El sonido de la lluvia inundaba el espacio alrededor de ella, trayéndole a la mente pensamientos y recuerdos perdidos.

Pensó en sus antiguos compañeros de clase, y a cuáles de ellos vería al día siguiente. Recordó a Li el Gorrión, el chico menudo y melancólico que tocaba la guitarra. Pensó en Guang, el gigante bocazas de un metro noventa. La cara redonda de Hermana Mayor [1] Hui le vino también a la mente. Recordó el apretado dormitorio con sus cuatro literas. Recordó el castaño junto a su ventana y el altavoz que en una de sus ramas se arrancaba a soltar música a las seis y media, todas las mañanas. Recordó lo jóvenes que eran.

Poco a poco, la tormenta empezó a sosegarse. La lluvia caía todavía, ahora monótona. Mei daba vueltas en la cama. En su mente vio el atrio de un templo. Estaba oscureciendo y Guang encendía un hornillo de gasolina. Era cuando su clase fue de excursión de fin de semana a los montes de Poniente. Aún no había amanecido y pisaban con cuidado, ayudándose con linternas, por un camino suspendido sobre lo que más tarde, a la luz del día, vieron que era un precipicio de cientos de metros. Iban cogidos de la mano y cada uno andaba sobre los pasos del otro.

Ella iba de la mano con Yaping. Podía sentir el calor de su contacto. Sus pensamientos derivaron; en su sueño, empezó a flotar. Alcanzaron la cima y hacía sol. Mirando alrededor, no se veía más que interminables montañas cubiertas de azaleas rojas. Sólo que ahora ya no iba de la mano con Yaping.

Tenía seis años. Iba de la mano de su padre.

Bajaban andando un largo sendero de montaña, precedidos por el vigilante del campo de trabajo. Tras ellos, agitándose como hoja seca al viento, trastabillaba una anciana que había venido a visitar a su hijo y que ahora se volvía a casa. Ella era la encargada de llevar a Mei hasta la lejana Kunming, la capital del Yunnan. Allí la recogería un conocido de su madre que iba a ir a Pekín en tren.

El padre de Mei llevaba al hombro un bulto gris que contenía las pertenencias de Mei: su ropa, dos toallas de manos de las que daban en los campos de trabajo, un cepillo de dientes, una taza de aluminio y pequeños juguetes hechos de alambre, cartón y caperuzas de dentífrico. Llevaba también una libreta que su padre hizo juntando papeles amarillentos que fue encontrando y en la que él mismo había escrito de memoria poemas de la época de los Tang. Mei había prensado con cuidado entre aquellas páginas los pétalos que fue recogiendo.

Conversaron, como hacen padres e hijas, sobre el tiempo que habían pasado juntos y el tiempo que volverían a compartir. Mei iba recorriendo con los dedos las azaleas a su paso, haciendo que las flores rojas bailaran alegres como mariposas.

A mediodía llegaron al camino de tierra que había al pie de la montaña. Desde la ladera de un monte, una fría cascada se lanzaba a un pilón y de ahí, por un tubo de cemento semienterrado, caía al río que había debajo. Esperaron junto a la cascada. Los pájaros cantaban desde más allá de los árboles. A lo largo de los montes, radiantes de los vivos colores del sur, el camino se extendía ante ellos.

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[1] La autora reproduce en inglés la costumbre china de dar tratamiento de parentesco a personas ajenas a la familia: en este caso, se llama «Hermana Mayor» a la compañera de más edad de la clase (siendo la edad un grado de respeto); en otros, se llama «tía» o «tío» y «abuela» o «abuelo» a quienes están una o dos generaciones por encima del hablante. (N. de la T.)