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«¿Hasta dónde llega el camino?», se preguntó Mei. «¿Hasta dónde llegan los árboles, las montañas gigantescas y el río?»

El tiempo se iba en un tictac sin prisa. Un viejo autobús apareció a lo lejos. Lo miraron acercarse cada vez más, hasta que por fin se detuvo con estrépito ante ellos.

El padre de Mei le alcanzó el bulto al conductor del autobús, que lo puso encima del vehículo con otros equipajes.

La anciana, a quien le habían dicho que debía llamar Abuela, la cogió de la mano.

– No te preocupes, camarada Wang. La pequeña Mei estará bien conmigo – la Abuela empezó a subir al autobús.

Pero el padre de Mei no la dejaba marchar:

– Diles a tu madre y a tu hermana que las echo de menos. Diles que estaré de vuelta pronto.

– ¡Se va el autobús! -gritó el conductor, trepando hasta el interior de su cabina.

La Abuela hizo subir a Mei apresuradamente.

– Sé buena, Mei -gritó su padre-, hazle caso a la Abuela. ¡Te veré en Pekín!, ¡te lo prometo!

El autobús arrancó a toser y sacudirse. Mei corrió a la enfangada ventana trasera y se arrodilló en el asiento de madera. Agitó febrilmente los bracitos.

– Adiós -gritó, sonriendo tan ampliamente como si el sol estuviera dentro de ella y fuera a lucir siempre-. ¡Te veré en Pekín, papá!

El camino empezó a tirar hacia atrás de su padre y del vigilante, mientras ella se despedía con la mano, primero despacio, y luego más rápido. Finalmente se redujeron a dos figuras perdidas, con los verdes montes colgando sobre ellos como a punto de aplastarlos. Entonces el autobús dobló la curva. Ya no estaban.

Mei se despertó. La luz cegadora del sol había asaltado su pequeño apartamento de alquiler junto a la transitada carretera de circunvalación. Jamás volvió a ver a su padre después de su despedida en aquel camino polvoriento veintitrés años atrás.

Mei giró la cabeza para mirar el despertador negro que hacía tictac en su mesilla. Era tarde, pero no conseguía levantarse. Sentía que se había desecado su voluntad. Junto al despertador había un pequeño retrato en blanco y negro de su padre. La foto se había desvaído con los años. Tras la muerte de Papá, Mamá tiró todas sus cosas: sus manuscritos, sus fotos y sus libros. Ese retrato fue lo único que Mei logró salvar. Lo había llevado consigo, escondido en un ejemplar de Jane Eyre, al internado y a la universidad. No le enseñó la foto a nadie, ni tampoco habló de su padre. Era su secreto, su dolor y su amor.

Mei vio a su padre sonriéndole desde dentro del marco. Oyó su propio corazón latiendo latidos sin eco. Pensó en la felicidad que podía haber sido.

La tormenta había traído aire fresco y una cómoda temperatura a los tenderos que atestaban la acera a lo largo de la calle de los Centros Universitarios. Tiendas de ropa, peluquerías y supermercados tentaban a los viandantes con nuevos estilos y descuentos. Vendedores de frutas y verduras, con la mercancía en altas pilas sobre carretas, voceaban sus precios. Una campesina con pantalones anchos agitaba un abanico de paja sobre un montón de sandías. Las moscas también habían vuelto.

Detenida en el semáforo del Cruce de Tres Aldeas, Mei tamborileó con los dedos en el volante. No podía permitirse parar, llegaba horriblemente tarde. Había pasado demasiado tiempo lavándose, secándose y arreglándose el largo pelo liso. Se había puesto maquillaje y luego se lo había vuelto a quitar.

¿Por qué le importaba siquiera? Sacudió la cabeza. Nunca le importó mientras estaba en la universidad. Entonces era una marginal que nunca quiso integrarse. ¿Qué había cambiado?

Al final de la calle de los Centros Universitarios, Mei giró hacia el norte, siguiendo los altos muros de la Universidad de Qinghua. El tráfico había disminuido. Los ciclistas circulaban sin prisa por la sombra de los álamos. Mei adelantó a un grupo de estudiantes en sus bicicletas. Parecía que iban a pasar el fin de semana a los montes de Poniente.

Recordó haber transitado por esa calle en concreto cuando ella misma era estudiante. La suya y la de Qinghua eran universidades hermanas, así que por tradición la clase de Mei tenía conexión amistosa con una clase compuesta por cuarenta y cinco ingenieros electricistas de la Universidad de Qinghua. Los ingenieros, hombres casi todos, eran entusiastas organizadores de guateques amistosos; había muchas chicas en la clase de Mei. El aire de aquellas noches era caliente, y las estrellas titilaban como ojos. Las farolas de la calle brillaban suavemente por entre la brisa perfumada de jazmín. Se recordó sentada en la parte de atrás de la bicicleta de Yaping, con la larga melena volando al viento. La noche era pura y los grillos cantaban al pie de la pagoda que hay junto al lago Weiming.

Durante aquellos años, Hermana Mayor Hui le fue dando noticias de Yaping: se había casado, había terminado los estudios de Administración de Empresas, había empezado a trabajar, se había comprado una casa.

De vez en cuando aún pensaba en él, tratando de imaginárselo vestido de hombre de negocios, pasajero en el ferrocarril elevado. Se preguntó si llevaría todavía aquellas gafas de montura negra. Algunas veces recordaba sus ojos inteligentes y su tímida sonrisa. Cuando le odiaba se lo imaginaba viejo, ya no delgado ni apuesto. Pero la mayor parte del tiempo no era capaz de imaginárselo en absoluto. Los nombres no significaban nada para ella: Chicago, Evanston, North Shore. No tenía una imagen de ellos, ni podía hacerse una idea de cómo era la mujer de Yaping o la vida que llevaban juntos. Giró por la carretera occidental de Qinghua y apareció ante su vista el Antiguo Palacio de Verano.

Desde que se licenciaron, Hermana Mayor Hui había organizado reuniones anuales. Hermana Mayor Hui se había quedado en su departamento de la universidad, primero como alumna de doctorado y luego como profesora. Mei no fue a las primeras reuniones porque no quería hablar de Yaping ni de cómo habían roto. Después, estaba demasiado ocupada. Cuando ascendieron a su jefe, Mei, como ayudante personal suya, entró en el círculo de los favorecidos. Se le asignó un apartamento de un dormitorio y atribuciones de nivel elevado. Se volvió deseable a los ojos de los casamenteros. Le presentaron a hijos de funcionarios de alto rango y a ascendentes astros de la diplomacia. Fue con ellos a restaurantes, conciertos, estrenos de películas y banquetes ceremoniosos. Se sentó con sus familias en luminosos apartamentos que daban al paseo del Renacimiento. Dedicó su tiempo libre a tratar de conocerlos para que ellos pudieran llegar a conocerla a ella.

Pero todo cambió cuando pidió la baja en el ministerio. Las personas con quienes había trabajado durante años y a las que creía amigas le volvieron la espalda.

Quizá por eso le preocupaba tanto lo de hoy, pensó Mei, su propio aspecto y lo que pudieran pensar de ella sus antiguos compañeros de clase. Aquella gente eran sus viejos amigos. Aunque parecía que nunca antes los había necesitado, ahora los necesitaba.

Capítulo 3

Hermana Mayor Hui la estaba esperando en la entrada principal del Antiguo Palacio de Verano.

– ¡No me lo puedo creer! ¡Tú, la persona que tiene el lujo de un coche, llegando tarde! Llevamos cuarenta minutos esperándote. Ding se ha tenido que llevar a la pequeña Po adentro para que pudiera darse unas carreras. Un niño de cuatro años es como un perro: si no se desfoga en el parque, está que muerde.

Hermana Mayor Hui había adelgazado, mostrando curvas que Mei ignoraba que tuviese. Claramente le complacía su nueva forma y la había envuelto en un ajustado vestido de colores irisados.

– Lo siento -dijo Mei-. Me quedé dormida.

– Es la vida indisciplinada de los solterones. Tienes que casarte. Te hará bien.

Hermana Mayor Hui le cogió el brazo y anduvieron hasta el parque como viejas amigas, de la mano. Una brisa ligera retozaba entre la larga hierba del lago seco. En algún lugar de los bosques se alzaban columnas rotas, medio escondidas. Más allá había montones de piedras caídas desperdigados por los sinuosos senderos. Antes de que lo incendiaran las tropas británicas y francesas durante la Segunda Guerra del Opio, doscientos años atrás, los estudiosos comparaban el Antiguo Palacio de Verano con Versalles. Mei había visto estampas de Versalles en los libros, pero, aun hallándose entre las ruinas, nunca podría imaginarse el antiguo esplendor del Palacio.