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Mei y Lu cogieron cada una de un brazo a la tía Pequeña y la ayudaron a sentarse en el sofá. Lu trajo rápidamente un paquete de clínex. La tía Pequeña lloraba, ora gimiendo dolorosamente, apretándose el pecho, ora haciendo mudos pucheros. Las hermanas contemplaron las lágrimas que se vertían por sus mejillas como si no tuvieran fin. Las conmocionó que su tía, a quien siempre habían conocido como la feliz hermanita menor de su madre, pudiera albergar tanta pena en su diminuto cuerpo; le temblaban los hombros, tenía los ojos rojos y llenos de aflicción.

– Háblanos de eso -dijo Mei. Le echó una mirada a su hermana: no la había perdonado, pero ahora tenían que dejar de lado sus diferencias y hablar con la tía Pequeña.

– Queremos saberlo -dijo Lu.

La tía Pequeña sacudió la cabeza:

– Le prometí a vuestra madre…

– Tía Pequeña -la dulce voz de Lu tenía autoridad-. Yo sé que Mamá no habría querido tener secretos para mí si supiera que se iba a morir.

Mei le sirvió una taza de té a la tía Pequeña. La fragancia del jazmín llenó el aire.

– Tía Pequeña, cuéntanos, por favor. Nosotras ya hemos descubierto muchas cosas. Sabemos que Mamá y el tío Chen trabajaron juntos. ¿Cuándo fue eso? ¿Qué hacía Mamá?

Poco a poco, la tía Pequeña dejó de sollozar. Se enjugó la cara con un clínex limpio y cogió la taza de té.

– Tendré que empezar por el principio -dijo pausadamente, mirando a las pipas de girasol del cuenco de cristal como si les estuviera hablando sólo a ellas.

Sus sobrinas asintieron. La presión en el cuarto había llegado a tal intensidad que daba la impresión de que una palabra más o un simple movimiento podían hacer que aquella confrontación se viniera abajo.

Despacio, suavemente, la tía Pequeña empezó:

– Vuestra madre fue seleccionada por el Ministerio de Seguridad del Estado antes incluso de licenciarse en la universidad. Hablaba bien el ruso, era una estudiante brillante y disciplinada, y además la representante del Partido Comunista en su clase. Sí, entró en los servicios secretos. Era un trabajo de mucho prestigio, como os podéis imaginar.

»Lógicamente, había mucha reserva: nunca podía decirme exactamente lo que hacía, y a veces ni siquiera dónde estaba. Pero yo sabía que era feliz. Se hizo nuevos amigos y volvió a conectar con viejos amigos, como el tío Chen, que también entró en el ministerio. Y conoció a vuestro padre, un joven escritor en alza, atractivo e inteligente. Vuestra madre se enamoró profundamente.

»Luego vino la Revolución Cultural. De pronto las instituciones, lo que solíamos llamar la Vieja Guardia, se convirtieron en enemigos del Estado. Yo me alisté en las Guardias Rojas, como tantos millones de adolescentes. Viajábamos por el país rebelándonos contra lo antiguo. Al poco tiempo, el país entero estaba siendo puesto patas arriba. Entonces vuestro padre fue denunciado y enviado a un campo de trabajos forzados por sus opiniones contra Mao. Vuestra madre fue con él, llevándoos a vosotras dos.

»Cuando por fin volvió a Pekín, había estado un tiempo enferma y había adelgazado mucho. No sé cómo os rescató vuestra madre del campo de trabajo, nunca me habló de eso. Pero sé que tiene que haber sido un infierno para ella. Uno no salía así como así de un campo de trabajos forzados.

»Ella había cambiado. Vuestra madre era guapa de joven. Pero cuando volví a verla después del campo de trabajo, parecía vieja y su belleza había desaparecido; estaba triste y hacía grandes esfuerzos para escapar de la desgracia que parecía estarla consumiendo. Había perdido su casa, su marido y su trabajo. No tenía esperanza alguna, aparte de vosotras dos.

»Es probable que no os acordéis de lo duro que fue cuando os estabais criando. Os iban trasladando de aquí para allá, a cualquier sitio donde hubiera un cuarto libre, y nunca os llegaba para comer. Tu madre luchó mucho, hasta que al final le dieron el trabajo en la revista.

– ¿Qué pasó con su trabajo del Ministerio de Seguridad del Estado? -preguntó Mei.

– Lo perdió. Como estaba casada con tu padre y había ido con él al campo de trabajo, ya no era una revolucionaria roja. Ya no podía seguir trabajando para el Ministerio de Seguridad del Estado.

– ¿Y por qué ahora el ministerio se está ocupando de ella? -preguntó Lu, brillantes sus ojos de almendra.

– No sé si será el ministerio. No ha tenido nada que ver con ellos en veinticinco años -la tía Pequeña parecía reacia a continuar.

– ¿Pero quién si no podría tener tanto poder? -Lu frunció el ceño.

La tía Pequeña sacudió la cabeza.

– Sea quien sea, ojalá hubiera llegado antes. Así ella no habría sufrido tanto. Mi pobre Hermana Mayor. Estaba sola y la salud se le iba. No debería haber sido así. Se suponía que ella lo tenía todo: belleza, inteligencia, pasión y un futuro brillante. Pero tuvo que casarse con vuestro padre.

– ¿Tú sabes lo que le pasó a él? -durante veinte años, Mei había esperado a que alguien le diera una respuesta-. ¿Cómo murió?

– No lo sé y, francamente, creo que no deberías preguntar por él. Sobre todo ahora. ¿Por qué siempre te ha importado tanto tu padre? Eso es lo que suele poner triste a tu madre. Vuestro padre está muerto, y os destrozó la vida. Es vuestra madre la que ha sufrido, la que os ha querido y os ha criado. Espero que entendáis las dificultades que ha tenido que pasar. Escaló un monte de dagas y buceó en un mar de fuego por vosotras dos. Estáis hoy aquí porque ella os eligió. Eligió quereros a vosotras.

A medida que la tía Pequeña pronunciaba estas palabras, empezó a llorar de nuevo. Su hermana también la había querido a ella. Y ahora, la que había sido tan fuerte y tan generosa se estaba muriendo.

Capítulo 29

Mei anduvo a paso vivo a lo largo de los muros de la Antigua Sala de Plegarias. La mañana seguía fresca por el influjo de la noche. Los viejos y los enfermos habían salido al parque a hacer ejercicio, haciendo remolinos con los brazos. Un grupo de mujeres de mediana edad hacía ejercicios de sable en una glorieta. Junto a un pequeño estanque, un joven, de pie en el borde de un kiosco, cantaba ópera de Pekín.

La luz tranquila del sol, los gorriones que revoloteaban rápidos entre los árboles y las difusas campanas del Templo de los Lamas, todo parecía parte de un cuento de hadas.

– ¡…nos días!

– ¿Qué, sacando los pájaros a pasear?

Dos hombres se saludaban. Mecían sus jaulas de pájaros de un lado a otro. Llevaban camisas blancas de cuello mandarín y pantalones oscuros.

Fue en la plaza de más allá de la arboleda, en medio de los pajareros y sus jaulas colgadas de las ramas, con el canto de los arrendajos azules y los canarios amarillos, donde Mei encontró al tío Chen.

El tío Chen estaba haciendo taichí con un grupo de unas cincuenta personas. De lejos parecían una multitud echando una carrera lenta: estaban todos en cuclillas. Vuelto de espaldas, el profesor se movía ajeno a sus discípulos, que copiaban sus movimientos con calma y precisión.

El chándal beis del tío Chen le apretaba la tripa como un amigo, dejándole poco espacio para respirar. Cuando vio a Mei, dejó de «tejer la seda», se disculpó con una inclinación y zigzagueó para salir del grupo.

– Me ha dicho la tía Chen que te encontraría aquí -dijo Mei.

– Ha sido idea suya que haga taichí. Para adelgazar, me dice. Yo, sinceramente, preferiría quedarme durmiendo los domingos -el tío Chen se enjugó el sudor de la frente con la manga del chándal.

– ¿Hay algún sitio donde podamos hablar?

– Claro. ¿Has desayunado?

Mei negó con la cabeza.

Se dirigieron hacia la entrada que daba al este, a contracorriente de los remolinos de brazos. Algunos de ellos le lanzaban un hola o un asentimiento cómplice al tío Chen, que les correspondía cumplidamente. Tenía orgullo en la mirada. En compañía de Mei se le veía no más ancho, sino más alto.