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»Su pérdida de poder y el sufrimiento de su familia hicieron de él una víctima de la Revolución Cultural, lo cual le dio los títulos para volver a ascender a la muerte del Presidente Mao.

El tío Chen suspiró.

– Así que ahí lo tienes. Cuando empezamos, Song no era más que el jefe de un grupo. Ahora es el subdirector del Ministerio de Seguridad del Estado: tiene un gran apartamento, un coche con chófer y un montón de poder.

– ¿Pero por qué quiere ayudar a mi madre?

– Dejando a un lado el hecho de que a mí no me cae bien, con tu madre parece que se ha comportado. Durante un tiempo creímos que iban a casarse.

»Cuando tus padres se conocieron, tu padre era un joven escritor prometedor, un poeta de cierta fama. Era también un idealista, lo contrario de gente como nosotros, cuyo trabajo era espiar a otros. Es posible que ya entonces tu madre albergara inconscientemente dudas sobre cuáles eran sus deberes y sobre el mundo que ella representaba. Me imagino que era por eso por lo que tu padre ejercía tanta fascinación sobre ella.

El tío Chen suspiró otra vez, como si la vida hubiera sido un prolongado suspiro.

– Tu madre era una mujer guapa, inteligente y llena de vida. Todos estábamos enamorados de ella. Por desgracia, ella quería a tu padre.

Una chica regordeta con un delantal sucio había irrumpido en medio para recoger los platos vacíos en la bandeja de plástico que traía bajo el brazo, golpeando los cuencos y las fuentes sin ningún cuidado mientras lo hacía. El lustre de su cara traía el aire del interior de la cocina, espeso de manteca y de olor a salchichas curadas. Mei contempló cómo pasaba el paño por las mesas. Sus movimientos eran flojos, su ser entero estaba aletargado.

– ¿Tomamos un poco de té? -le preguntó Mei al tío Chen. Sin esperar la respuesta, se levantó y se dirigió al mostrador, sintiéndose mareada.

Una mujer del tamaño de un pequeño elefante estampó una toalla en la barra.

– ¡Te pillé! -exclamó, apartando con una toba del dedo corazón una mosca muerta-. ¿Qué quería? -le preguntó a Mei sin sonreír. Se secó las manos con la toalla.

– Una tetera de té Wulong, con dos tazas -Mei sacó su monedero.

La mujer se fue hacia el mostrador que había detrás de ella, cogió unas pocas hojas de té de una lata y las echó en una tetera marrón. Levantó una enorme pava de aluminio de la estufa y vertió agua caliente en la tetera.

– Cuatro yuanes -volvió a poner de un golpe la tapa de la tetera y empujó dos tazas hacia Mei.

Ella le tendió el dinero antes de que la mujer pudiera escupirle encima. Mientras se alejaba de allí con el té vio cómo el tío Chen se zampaba los últimos bollitos Dragón. Esta vez la mirada de Mei absorbió sus señas corporales en todos susdetalles: la abultada tripa, la cabeza que parecía un huevo del revés y la espalda combada sobre la mesa.

¿Él estuvo enamorado de Mamá? El estómago se le contrajo. Entonces pensó en Song, en su esbeltez y en su andar elegante. Aquel hombre tenía un controlado carisma.

Con el té en las manos, Mei inspiró largamente y forzó una sonrisa:

– ¿Un té Wulong?

Se sentó y sirvió el té. Sus manos se tendieron para coger las tazas al mismo tiempo. «Perdón», dijeron los dos, avergonzados.

– ¿Sabes tú lo que ocurrió en el campo de trabajo? ¿Cómo consiguió ella sacarnos? ¿Y por qué no a mi padre también? -Mei sostuvo su taza cerca del corazón.

El tío Chen negó con la cabeza.

– No lo sé. Nunca me lo contó. Nunca ha querido hablar de aquel periodo de su vida.

Le echó una mirada a Mei con todo el dolor del mundo en los ojos.

– Lo siento, Mei. Si no quieres continuar con lo del jade, lo comprendería.

– Voy a continuar, y lo voy a encontrar -le espetó Mei.

Su voz se desvaneció. Ahora estaban los dos callados. Las camareras habían desaparecido. El salón de té estaba vacío. Un regusto almizclado llegaba de no se sabe dónde.

– ¿Sabes lo que es el ojo de jade? -preguntó Mei.

El día anterior había llamado a Pu Yan con la misma pregunta; pero él no sabía la respuesta. Le dijo a Mei que iba a preguntar a algunos de sus colegas y que la llamaría si se enteraba de algo.

También el tío Chen estaba confuso.

– No. Me temo que no -apretó los labios y sacudió la cabeza-. ¿Por qué?

– Puede que no sea nada -dijo Mei-. Tengo que irme y dejarte volver a casa con la tía. Va a pensar que te he secuestrado.

Mei se levantó, empujando silenciosamente la silla hacia atrás. El tío Chen levantó la vista. Una melancolía oculta oscilaba tras sus poco profundos ojos.

– Ya te llamaré -dijo Mei.

La puerta volvió a atascarse, así que la dejó entornada. Fuera, el sol había explotado en mil pedazos de luz blanca.

Capítulo 30

– El jefe no está -dijo el encargado de la tienda de Wu el Padrino. Era alto, con la nariz como el pico de un cuervo. Llevaba un metro de seda negra colgado del hombro.

– ¿Está usted seguro? -Mei frunció los labios-. Dígale que vengo del hotel Esplendor.

Él la estudió vagamente, contrayendo la nariz. Una nube de sospecha rondaba por sus ojos. Finalmente asintió con la cabeza y volvió a su trasiego de recibos. Detrás de ellos, los tenderos cuchicheaban, la gente iba y venía.

Le trajeron un recibo y estampó en él el sello de la tienda con tinta roja. Luego se dio la vuelta y salió. Una puerta se abrió y se cerró sin ruido. El cuervo negro ya no estaba.

La ventana estaba abierta al sol radiante. Wu el Padrino estaba sentado de espaldas a la ventana, observando a Mei desde detrás de una gran mesa rectangular. Parecía una vieja mesa de altar que una vez hubiera estado ante un oratorio familiar, con las patas talladas y sin cajones. No había gran cosa encima de ella: una pluma, una libreta, un teléfono, una figurita de porcelana de dos soldados del Ejército de Liberación Popular (un hombre y una mujer) en una pose de ballet, una lámpara con pantalla de seda, un paquete de tabaco, un mechero de plata y un cenicero de cristal.

Wu el Padrino aflojó los puños sobre la mesa. Los músculos le abultaban debajo del polo. Fijó la mirada en Mei.

– ¿Qué es lo que quiere?

Mei estaba sentada ante él en una silla de palo de rosa de respaldo cuadrado.

– ¿Mató usted a Zhang Hong? Tenía tanta prisa por salir de allí que casi me tira al suelo.

Los puños de Wu el Padrino se deslizaron fuera de la mesa. Encuadró a Mei con una larga mirada vacía.

– Se mató él mismo.

– ¿Por qué iba a hacer eso? A ese tipo nunca le había ido tan bien: dinero, una mujer, una nueva vida…

Wu el Padrino soltó un gruñido gutural.

– ¿Dinero? El muy idiota tenía que haberse ido de Pekín mientras aún le quedaba algo.

Se alcanzó el tabaco y vaciló, tamborileando con los dedos en el paquete. Sabía que había dicho demasiado.

– ¿Cuál es su versión? -le clavó a Mei una mirada penetrante.

– Vamos a ver: Zhang Hong perdió todo su dinero en las apuestas y contrajo deudas. Vino a pedirle ayuda, pero usted no se la dio. Puede que él le amenazara con descubrir sus asuntos de contrabando. Usted le cerró la boca.

Wu el Padrino ladeó la cabeza y escupió.

– Y una mierda.

Agarró el paquete de Marlboro, le arrancó un pitillo con los dientes y empuñó el mechero de plata.

– Déjeme decirle una cosa: yo puedo ser un bestia, pero no un asesino -encendió el pitillo-. Después de seis años en bandas callejeras y ocho años de «subida a la montaña y bajada al campo», puede creerme cuando digo que es mejor limitarse a romper algún hueso. Mire las fotos que tengo en la pared -movió la mano, dibujando un semicírculo con el humo del pitillo-. Soy un respetado miembro de la comunidad. Mis contactos llegan muy arriba. No le tengo miedo a nadie, y menos a un hombrecillo como Zhang Hong. Los ludópatas me ponen enfermo, no tienen principios ni lealtad -hizo una pausa, deleitándose en el sonido de sus propias palabras.