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Mei contempló la habitación. En las paredes había fotos de caras sonrientes, la de Wu el Padrino entre ellas.

– Entonces ¿por qué fue usted a su hotel?

– No tengo por qué decirle nada -Wu dio golpecitos al pitillo sobre el cenicero-. Pero quiero dejar una cosa clara: él ya estaba muerto cuando yo llegué. Puede que no se suicidara, puede que fueran los de la casa de juego. Ni lo sé ni me importa.

– ¿No le parece que a la policía sí que podría importarle?

Wu el Padrino resopló.

– ¿Sabe usted la cantidad de gente que llega a Pekín todos los días? Veinte mil personas. Eso sin contar a los trabajadores de provincias que están aquí ilegales. Estamos hablando de cientos de miles de don nadies sin registrar. ¿Por qué iba la policía a ocuparse de ninguno de ellos? La gente muere, eso no es más que una realidad de la vida.

– ¿Y por qué puso usted la habitación del hotel patas arriba? -Mei miró a Wu el Padrino desde detrás de sus pestañas.

– A lo mejor, simplemente, porque no me gustaba la cara de aquel tipo. Señorita, usted tiene una cara bonita, y puede que un bonito cerebro dentro de esa cabecita. ¿Por qué no me dice usted lo que está buscando, y luego le digo lo que yo buscaba?

Mei se cruzó de brazos.

– ¿Y qué gano yo con eso?

– Dinero, naturalmente… ¿Por qué iba a hacerlo si no?

Mei se puso de pie. La espalda le dolía del duro respaldo de la silla y necesitaba estirar las piernas. Se entretuvo mirando las fotos de la pared.

– ¿Cuánto tiempo lleva en este negocio? -le preguntó. Casi todas las fotos tenían un rótulo, pero ninguna estaba fechada. A juzgar por los atuendos, algunas eran de hacía ya tiempo.

– Diecisiete años.

– ¿Ha estado siempre en Liulichang? -Mei reconoció en una foto a la estrella del pop Tian Tian.

– No. Tuve otras tiendas pequeñas en otros sitios durante un tiempo. Me trasladé a ésta hace unos pocos años.

La última era una foto en blanco y negro, tomada en la época en que Wu el Padrino era joven y delgado. Tenía el brazo izquierdo enganchado con el de otro joven, alto, de ojos bonitos y labios tímidos; al contrario que la de Wu el Padrino, su actitud era tranquila y casi retraída. Tras ellos había un hombre de más edad, sonriendo con orgullo.

Mei se detuvo mucho tiempo ante la foto. Pensaba que ya había visto antes al de más edad en algún sitio. Pero cuanto más se esforzaba, más despacio parecía ir su cerebro, hasta que al final se le atascó. Desistió.

– ¿Dónde se hizo esta foto?

Se volvió para mirar a Wu el Padrino. Tenía el pelo más corto y ya no tan poblado. La llama de su mirada se había extinguido.

– En mi primera tienda. Ése es mi socio -dijo Wu el Padrino con despreocupación-. Estuvimos juntos en la «subida a la montaña y bajada al campo». Cuando volví a Pekín, yo no tenía casa ni trabajo; él y su padre me ayudaron a montar este negocio.

Wu el Padrino dio una larga calada y luego fue soltando despacio el humo.

– ¿Sabe por qué soy un buen marchante de antigüedades? -preguntó de pronto.

– ¿Por qué?

Wu el Padrino se revolvió en su silla.

– Antes de que me llevaran al campo de trabajo, fui miembro de una banda juvenil durante varios años. Me creía muy duro. En las bandas callejeras la cuestión era no fiarse de nadie, porque ninguno de nosotros era de fiar. Eramos todos delincuentes. Si uno quería sobrevivir, tenía que guardarse siempre las espaldas.

»Pero las cosas eran diferentes en las montañas de Dongbei. Nuestro campo era un albergue de madera lleno de parches en lo profundo del bosque. En verano cortábamos árboles y mandábamos los troncos río abajo. El invierno era crudo, largo, con nieve alta. Nosotros éramos todos adolescentes pekineses. Nunca habíamos cazado un animal, ni sostenido un rifle, nunca habíamos estado aislados por una nevada.

»Cuando tienes que enfrentarte a las fuerzas de la naturaleza, aprendes a confiar. No a confiar a ciegas: los humanos pueden ser mucho más peligrosos que los animales salvajes, pero te das cuenta de en quién puedes confiar. Era necesario saber quién te iba a salvar si estabas en peligro, y a quién podías darle un rifle sin preocuparte al volverle la espalda. Más importante aún, era necesario saber a quién podías abrirle tu corazón sin que te traicionara ante el secretario del Partido. Todo era vacío allí fuera: el paisaje, los días y las noches. Si no podías hablar con alguien, te volvías loco.

»Las montañas eran inmensas y profundas. Era la clase de sitio que te daba escalofríos porque sabías que no podías escaparte. Todos los inviernos, cuando el aislamiento y la dureza de las condiciones se hacían excesivos, alguien lo olvidaba e intentaba fugarse. Pero nadie salió nunca de allí con vida.

»Como iba diciendo, había peligros por todas partes. Un verano, a un chico al que llamábamos Cuatro Ojos, porque llevaba gafas, se lo llevó la riada. Había llovido durante muchos días.

»El invierno era insoportable. A veces los camiones de aprovisionamiento no lograban llegar al campo en semanas por culpa de la nieve. Eso hacía que la gente perdiera la cabeza: les llevaba a hacer lo que fuera para escapar. Y cuando digo lo que fuera quiero decir lo que fuera: he visto a los seres más inocentes convertirse en demonios.

»A eso es a lo que voy. Yo aprendí muy pronto a juzgar a la gente: a darme cuenta de quién era leal y de fiar y quién no. Más adelante, un hombre al que llamábamos Gran Hermano me enseñó a leer los rostros. Mire, la mayor parte de los marchantes de esta calle saben de antigüedades más de lo que yo sabré nunca; pero no saben leer los rostros. No entienden a la gente. En cambio, yo sé al instante si alguien está mintiendo.

»Y, ahora, dígame… -Wu el Padrino se echó hacia atrás en su silla, cruzando los brazos sobre el pecho-. ¿Qué hace una chica guapa como usted en un sitio como éste, buscando problemas?

– ¿Qué problemas? -Mei miró directamente a Wu el Padrino y se encogió de hombros. No le gustaba que la amenazaran.

– ¿Señorita qué?

– Wang.

– Señorita Wang, dígame una cosa más: ¿confía usted en la gente con facilidad?

Ella contempló cómo el humo del pitillo de Wu el Padrino se disolvía al salir por la ventana abierta. Pensó en el tío Chen, ese hombre a quien conocía de toda la vida. Él había sido la mano cálida a la que ella se había cogido de niña y el tío que nunca tuvo. Treinta años de amor valían mucha confianza. Aun así, ella se había preguntado, en el largo pasillo oscuro del Hospital nº 309, en un momento de duda fugaz, hasta qué punto le conocía en realidad.

En aquel momento sonó el teléfono.

Wu el Padrino agotó su pitillo.

– ¿Diga? Ah, bien… ningún problema… de verdad -la huella de una sonrisa serpenteó en su cara.

Mei se preguntó qué le habría respondido si el teléfono no les hubiera interrumpido.

Al colgar, Wu el Padrino estaba de buen humor.

– Piense en mi oferta. Quizá usted y yo podamos hacer negocios. Vamos a encontrar lo que sea juntos, y yo haré que valga la pena para usted.

Mei sonrió. Dejó una de sus tarjetas encima de la mesa y dijo:

– Volveremos a vernos.

Capítulo 31

Era un lunes húmedo. Como todos los lunes, éste se hacía eterno.

No había nada interesante en la oficina. Un par de facturas y un par de indagaciones inocuas que con toda probabilidad no llegarían a nada. No llamaba nadie para hablar del hombre de la cicatriz en la cara que se había dejado el cuerpo en el hotel Esplendor, y menos aún la policía. Era sólo un día normal, sin ninguna importancia en particular, un día de los que la fábrica de la vida llevaba produciendo, sin cambios, semana tras semana desde el comienzo de las fábricas.

Mei leyó los periódicos. Como de costumbre, el Diario del Pueblo traía un montón de artículos que anunciaban directrices gubernamentales. Algunos de ellos volvían a salir en el Diario de Pekín. Incluso el habitualmente informativo Diario Matutino de Pekín tenía sólo buenas noticias que publicar: la prosperidad y la gran expectativa de la devolución de Hong Kong a China.