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Mei tiró los periódicos a la papelera y salió al recibidor. Gupin le dirigió una sonrisa desde detrás de su ordenador. Estaba afilando lápices y alineándolos cuidadosamente sobre la mesa como misiles.

– Hoy va a llover -dijo.

Mei asintió:

– Esa pinta tiene. ¿Podrías llamar al Instituto de Investigación Minera y preguntar si hay alguien que sepa lo que es el ojo de jade?

Gupin ya había alcanzado el teléfono, cuando de pronto se detuvo.

– ¿No querrás decir quién es el ojo de jade?

– ¿Quién?

– Sí, eso es lo que decimos en Henan. El jade es la piedra del emperador, por eso «el ojo de jade» significaba «un espía de palacio». Ahora la expresión se usa para cualquiera que esté espiando para alguien de más arriba, como el jefe.

Mei observó a Gupin, pensando a toda velocidad. Luoyang es la capital de Henan y fue la capital de trece dinastías antiguas.

Gupin la miró nervioso.

– Lo siento, no era eso lo que querías decir. Ahora mismo hago la llamada.

Mei despertó de sus cavilaciones. De pronto recordó dónde había visto al hombre de más edad de la foto que tenía en la pared Wu el Padrino.

– Está bien, olvídate de la llamada -sonrió, y añadió-: gracias.

Capítulo 32

El tío Chen vivía en una torre de apartamentos en la avenida de la Puerta de Fucheng.

Era la hora de comer. Ciclistas de todas las edades venían de todas partes, levantando al desmontar nubes de polvo. Los alumnos de instituto con sus uniformes llegaban como atletas. Todo el mundo tenía prisa por llegar a casa a comer.

El ruido de la calle aumentó. Los coches y los camiones avanzaban con estruendo. Los trolebuses azules y blancos, que parecían babosas con dos antenas negras, arrancaban chispas de los cables suspendidos por encima.

Mei tenía que conducir despacio, zigzagueando tras las bicicletas con su coche, que se ahogaba en su propio tubo de escape. Los ciclistas o la ignoraban o le echaban desde delante miradas de desdén.

Por fin encontró un sitio para aparcar en un lado del edificio del tío Chen, que lindaba con dos construcciones idénticas de color negro y gris.

Esas torres se habían levantado a finales de los años ochenta. En la época de su construcción, con sus ascensores y sus ventanales en los pasillos, eran los edificios de viviendas más codiciados de Pekín. Ahora parecían marchitas prostitutas luciendo sus gastados cuerpos en la acera. Los transeúntes les escupían y hablaban de su fealdad.

Ante el ascensor se había juntado un gentío.

– ¿Te pasas a jugar una mano de poker esta noche? -gritaba un tipo bovino desde detrás de dos chicas modernas con tacones.

Un hombre con gafas miró a su mujer, que fingía estar enfrascada en la calvescente cabeza que tenía delante. El hombre le echó una sonrisa amarga a su vecino:

– Me parece que no.

Cuando el ascensor llegó, la gente se apretó en su interior, acalorada y sudorosa. A una de las chicas modernas se le enganchó la falda entre las piernas del tipo bovino, que le lanzó una sonrisa. Ella liberó de un tirón su falda, soltó una imprecación y le susurró algo a su amiga. Las dos volvieron la cara hacia otro lado con desagrado.

Mei se bajó en el décimo piso. Al fondo del pasillo había una bicicleta con candado apoyada en la mugrienta ventana. Atisbo el exterior: nubes oscuras se agolpaban en el horizonte. A su izquierda, a lo largo de un pasillo amarillento, vio las puertas cerradas, algunas cubiertas con planchas de hierro. Un delicioso olor a comida se escapaba de una de ellas.

Mei llamó al timbre del tío Chen. Oyó pasos pesados y el correr de los cerrojos.

– ¡Mei, qué sorpresa! -el tío Chen mantuvo la puerta abierta y se apartó a un lado.

El recibidor era pequeño y estaba ocupado por una voluminosa lavadora. Había una cuerda de tender colgada con un clavo del marco de la puerta.

– Estamos comiendo -dijo el tío Chen-. ¿Tú has comido ya? ¿Quieres comer con nosotros?

– No, gracias, no tengo hambre -Mei sacudió la cabeza. Estaba nerviosa. Todos los gestos que hacía parecían falsos. Las sonrisas le salían forzadas y la voz insegura, y no sabía dónde poner las manos.

La tía Chen salió del salón con los palillos en la mano. Tenía la cara entera perlada de sudor.

– Mei, pobre niña -la tía Chen se dobló hacia ella como agobiada por el dolor; su insulsa cara había cobrado vida-. Aunque, desde luego, no hay que perder la esperanza. Tengo el presentimiento de que tu madre va a salir adelante. Todos rezamos por ella.

Condujo a Mei al salón.

Mei se sentó en el sofá y miró a su alrededor. El piso estaba decorado con mucho esfuerzo por alguien con medios limitados. Había una estantería atiborrada de fotos familiares, libros y bibelots. Pegada a una pared había una cama individual con una colcha verde y crema; era la de la tía Chen. En la pared de al lado, formando una ele, estaba la cama que correspondía al tío Chen. Unos pocos tiestos con flores, libros y utensilios domésticos variados se mezclaban en los alféizares. Prendidas de un alambre a cada lado de la ventana había unas cortinas de terciopelo dorado.

– Acabo enseguida -dijo el tío Chen, traspalándose a toda prisa la comida a la boca.

– ¿Estás segura de que no quieres un poco de té? -preguntó la tía Chen.

– Estoy bien así, no te preocupes por mí -dijo Mei.

– Vale, ya he terminado -dijo el tío Chen, levantándose. Todavía estaba masticando-. Vámonos.

– ¿Por qué os vais a marchar? Podéis charlar aquí. Yo me voy a lavar los platos a la cocina.

– Necesito volver pronto al trabajo. Mei y yo podemos hablar por el camino.

– ¿Y qué pasa con tu siesta?

– Ya no estoy cansado -dijo el tío Chen, evitando la mirada de su mujer.

– Entonces espera un momento -la tía Chen fue rápidamente a la cocina y volvió al momento agitando una bolsa de red-. Compra algunos rábanos al volver a casa. Para la cena hay cazuela.

El tío Chen cogió la bolsa y asintió.

– Adiós, tía Chen -dijo Mei-. Ya hablaremos la próxima vez.

Ahora las calles estaban tranquilas. Era la hora de la siesta. La mayor parte de los vendedores había echado el cierre a sus puestos. Los conductores de carretas habían aparcado bajo los árboles y estaban acuclillados en círculo, comiéndose las meriendas que traían de casa. El tío Chen iba andando al lado de Mei, empujando su bicicleta.

– Lo siento, fuera hace calor y humedad. Pero ya conoces a la tía, es mejor que no oiga lo que decimos.

Había un banco de piedra bajo un roble y un cuerpo desplomado sobre éclass="underline" alguien había encontrado una cama para la siguiente hora. Más adelante encontraron un banco que no estaba ocupado y se sentaron.

El cielo amenazaba lluvia.

– Tío Chen, has sido amigo de mi familia mucho tiempo. Me conoces desde que era pequeña. Así que te lo voy a decir sin rodeos: doy por sentado que tenías tus razones.

Mei había barajado varias alternativas, pero las palabras que le salieron no estaban ensayadas.

– Nunca fuiste a Luoyang, ¿verdad? Si no, sabrías lo que es el ojo de jade; o, más exactamente, quién es el ojo de jade. Fue a mi madre y a Song a quienes se les asignó ese trabajo, y fue mi madre quien te habló del sello de jade. Te topaste con el artículo sobre la vasija ritual por casualidad, y te hizo pensar. Quizá pensaste que tenías una ocasión de hacerte rico, o puede que tuvieras otros motivos. Pero ¿por qué mentirme a mí?

La cara del tío Chen se puso roja. Sacó un pañuelo arrugado y se secó el sudor del ceño.