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– Yo nunca…

– Ahora sé por qué no querías que se lo contara a mi madre -Mei contempló al tío Chen. Su ira y su sentimiento de traición contenidos amenazaban desbordarse-. ¿Estás contento de que le diera el ataque? Ahora puede que ya nunca llegue a saber quién eres en realidad.

– Por favor, Mei, no me digas esas cosas tan hirientes. Tú no sabes lo mucho que ella ha significado para mí -el tío Chen aspiró boqueando como un insecto atrapado en la tela de una araña-. Mi debilidad ha sido querer siempre cosas: quería ser alguien, vivir bien. ¿No me lo merezco? Siempre he seguido las órdenes del Partido. He dado mi corazón y nunca he herido a nadie, al menos a propósito. Pero nunca he sido lo bastante bueno, ni para tu madre, ni para mi unidad de trabajo; ni siquiera para mi familia.

»Mira mi casa: cien metros cuadrados. ¿Es eso lo mejor que voy a tener? Cincuenta metros cuadrados para una familia de cuatro. La tía y yo llevamos tantos años durmiendo en el salón que ya ha llegado a ser costumbre. Dong Dong tiene que esperar a casarse para que su unidad de trabajo le tenga en cuenta al asignar viviendas. La unidad de trabajo de Jing no tiene vivienda de ninguna clase. Y ganan tan poco que no pueden permitirse comprar ni alquilar.

»Yo he acabado una carrera. Antes pensaba que podía destacar. Pero mira a Song: tiene trescientos metros cuadrados sólo para él y el delincuente de su hijo: ese cabroncete es un gusano, y Song lo sabe, pero una y otra vez le saca bajo fianza. ¿Por qué? ¡Porque puede! Tiene poder y contactos, y su hijo va por ahí persiguiendo mujeres en un coche con chófer.

»Mis hijos no toman drogas ni andan con delincuentes, pero no tienen nada, porque su padre no es nada. ¿Quién soy yo? Un don nadie, y tu madre lo sabe -dejó caer la cara entre las manos.

Mei no dijo nada. No era necesario.

– Lo siento, Mei -suspiró él-. Nunca pensé que lo fueras a descubrir. Recurrí a ti porque sabía que no ibas a dudar de mí.

– Sí, fui una estúpida al creerme tus mentiras. ¿En qué otras cosas me mentiste? ¿Enviaste tú a mi padre a la cárcel? ¿O fue Song Kaishan? ¿Cómo murió mi padre?

– Te he contado todo lo que sé, Mei. Ésa es la verdad. Acudí a ti porque quería que nuestras dos familias sacaran provecho del asunto. Pensé que compartiríamos el dinero.

– ¿Qué dinero? -dijo Mei-. El sello de jade fue con toda probabilidad destruido hace mucho tiempo, y tú lo sabes. Así que me he estado preguntando por qué te has metido en esto. Creo que lo has hecho por venganza. Sabías que yo seguiría el rastro hasta llegar a Song. Viniste a mí porque era yo la persona que tenía que hacerlo: yo soy hija de mi madre. Ahora, para variar, soy yo quien va a hablar: consigúeme una entrevista con Song.

– No se puede entrar en el ministerio sin un permiso especial.

– Pero tú sí puedes. Dile que necesito hablar con él, y pronto.

De vuelta en su oficina, Mei se sentó junto al teléfono. Desde su ventana contempló cómo las nubes preparaban una tormenta.

Llamó a Lu y le dejó el recado al ayudante. Se preguntaba si el amigo médico de Lu habría averiguado algo de lo del hospital.

Gupin se fue a casa. Estaba oscureciendo. Por fin, el teléfono sonó.

– Te verá en el bar de Las Tres Banderas Rojas, en Houhai, dentro de una hora… -el tío Chen tenía la voz tirante y seca. Tuvo un instante de vacilación-. Mei, no vayas. Olvidémonos de todo el asunto.

– Me temo que ya es tarde para eso -dijo ella.

Capítulo 33

El cielo era como una inmensa tapa negra a punto de desplomarse. Los rayos llegaban en oleadas, perseguidos por los truenos. La lluvia caía sesgada.

Mei pisó el acelerador, dubitativa. No alcanzaba a ver la carretera ni el canal. Un muro de agua caía oblicuo sobre el parabrisas y ante los faros. En un relámpago (con su rodar de trueno) vio la oscura y arqueada forma de un puente de piedra. Luces rojas destellaban en la negrura ante ella a medida que muy poco a poco avanzaba hacia delante. Al siguiente relámpago giró por una calle y vio los bares de Houhai, iluminados como farolillos de papel en un mar de tempestad.

Mei dejó el coche junto al puente y salió. Se protegió la cabeza y adelantó el hombro contra la lluvia. De inmediato se le empaparon los zapatos, se le empaparon los vaqueros. El agua le chorreaba mangas adentro mientras trataba de mantener sujeto el impermeable.

Vio el Audi negro, pegado a la cuesta que bajaba hasta el canal. Siguió adelante. Algo o alguien se movía detrás de las ventanas amarillas, pero no lo veía con claridad: la lluvia lo velaba todo.

Cuando vio el bar Las Tres Banderas Rojas, cruzó la calle. No había nadie cerca, ni turistas, ni policías de servicio ni camareras que invitaran a entrar. Nadie ofrecía bebidas especiales ni horas felices.

Mei batalló contra el viento y la lluvia hasta la puerta. Cuando estaba a medio metro de ella hizo un último esfuerzo y alcanzó el picaporte.

Lo giró y al momento estuvo dentro del bar. El encargado se acercó corriendo a cerrar para que no entrara la tormenta.

Estaba tocando un grupo heavy. La cantante, en atuendo de mujer primitiva, saltaba y gritaba como si tuviera muelles por piernas. La guitarrista, con el pelo de pincho y vaqueros ajustados, estaba tranquila: tocaba como si le fuera indiferente, y probablemente así era. La batería era un remolino volante de pelo.

El encargado dijo algo que Mei no logró oír. Se estaba preguntando si no se habría equivocado de sitio. Se desenvainó del impermeable y se lo dio al encargado, que le tendió la chorreante prenda de plástico amarillo a una camarera de negro.

– ¡He venido para ver al señor Song Kaishan! -gritó Mei lo más alto que pudo. Puso toda la fuerza en el nombre, con la esperanza de que él lo oyera.

El encargado abrió la boca. A Mei le pareció que estaba gritando una respuesta, pero lo que le estuviera diciendo no lo oyó.

Él le hizo gestos para que se alejaran de la banda. En el lateral había una puerta de palo de rosa de dos hojas, cada una de ellas decorada con intrincadas tallas de arriba abajo.

– Por aquí -le oyó decir, y le siguió a través de ella.

El pasillo era estrecho y con una sucesión de paneles de madera oscura. Al parecer habían rodeado la casa hacia la parte de atrás. Allí ya sólo se oía el sonido de la percusión.

– Por favor -el encargado abrió una puerta y le indicó a Mei que entrase-. Señor Song, ha llegado su invitada -dijo con voz nítida; y, con un chasquido del picaporte, desapareció.

Era un cuarto sin ventanas. Había una mesa baja negra en el centro, rodeada de blandos cojines. Luces de neón rosa brillaban en los vértices del techo.Song Kaishan estaba sentado en los cojines del otro lado de la mesa. Ante él había unas cuantas fuentecillas de huevos en salmuera, oreja de cerdo en adobo y cacahuetes tostados. Había también una botella de Wuliangye, con esos colores rojo y blanco de la etiqueta que atraían de inmediato la mirada, y un calentador de licores de porcelana blanca encendido a su lado.

– He llegado pronto. Espero que no te importe -señaló lo que había sobre la mesa.

Mei no habría podido decir cuánto tiempo llevaba él bebiendo ni cuánto había bebido. El cuarto olía a aguardiente de arroz lo bastante fuerte como para intoxicar a un cerdo. Song le tendió una mano blanca y le hizo gesto de que se sentara. Sus gafas sin montura le hacían parecer más inteligente, al tiempo que hacían pantalla a sus pensamientos.

– Espero que estés contenta con lo que he hecho por tu madre.

Mei sintió cómo se hundía al bajar el cuerpo hasta los cojines y doblar hacia arriba las piernas. Sabía que tenía que estarle agradecida a Song, quizás decirle una o dos palabras de gratitud. No era difícil ser amable con un hombre elegante. Pero ella no quería serlo.

– No he venido para hablar de mi madre. He venido por un jade y por un hombre llamado Zhang Hong.