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Nada cambió en la expresión de él.

– ¿Quiere que le cuente la historia? -preguntó Mei.

Song llenó poco a poco el calentador de licores. Un penetrante olor a aguardiente de arroz se elevó como el humo.

Mei continuó:

– Hace treinta años, a dos jóvenes agentes secretos se les dio una misión en Luoyang, la antigua capital, donde decenas de miles de miembros de las Guardias Rojas habían decidido acabar por sí mismos con las viejas tradiciones… con los museos, los libros y las vidas de los intelectuales… Y, mientras lo hacían, se habían dividido en facciones que luchaban entre sí. El trabajo de los agentes consistía en apoyar a las Guardias Rojas y en recoger información sobre sentimientos antimaoístas en la región.

»Uno de los cabecillas de facción era un adolescente llamado Zhang Hong, un auténtico bestia, y un apostador nato. Puede que viera a uno de los agentes sacar un valioso jade del museo, así que él también cogió una cosa: una vasija ritual de tiempos de los Han. Zhang Hong no sabía nada de antigüedades, pero no era del todo idiota.

»Treinta años más tarde, todo es diferente. Las revoluciones hace ya tiempo que pasaron de moda. Ahora impera el dinero. Así que Zhang Hong vino a Pekín a vender la cerámica que había robado del antiguo Museo de Luoyang. Inmediatamente se hizo rico.

»¿Qué haría alguien como Zhang Hong al tener dinero? Gastárselo. Vivió como nunca había soñado. Cogió a una chica de un club nocturno y se fue a alojar en un resplandeciente hotel. Se jugaban el dinero en grandes cantidades.

»Muy pronto perdió todo el dinero y se endeudó. Volvió al marchante que le había comprado la vasija ritual a pedirle ayuda; el marchante se la negó. Por pura casualidad, Zhang Hong vio en su despacho una foto en la que reconoció al padre del socio del marchante, que era de hecho el agente que había visto en Luoyang hacía treinta años.

»Decidió hacerle chantaje. Y entonces fue asesinado en su habitación del hotel.

Song Kaishan sirvió un chupito de aguardiente de arroz para él y otro para Mei.

– ¿Por qué me estás contando esto?

– No era sólo por el jade por lo que le hacía chantaje, ¿verdad? Robar tesoros nacionales es un delito pequeño comparado con el asesinato. Hubo muchas muertes en Luoyang. ¿Cuántas las causó usted con sus propias manos?

Mei miró el vasito de licor, pero no lo tocó.

Song sacudió la cabeza y se echó a reír. Vació su vaso.

– ¿Estás asustada? ¿Crees que puedo haber envenenado tu bebida? Mei, estás totalmente equivocada conmigo. Yo estaba enamorado de tu madre, puede que todavía lo esté. Déjame, por favor, que te cuente mi historia ahora que yo he oído la tuya. Llevo treinta años esperando. Ya le he hecho a ella bastante daño.

»¡ La Revolución Cultural! ¿Quién no hizo algo terrible en la Revolución Cultural? Mucha gente mató a otra gente. Pero tu madre no podía digerir aquello.

Se sirvió otro chupito.

– Ella siempre decía que lo mejor de tu padre era su integridad y su valor. ¿Y qué, si tenía valor? Desafiar al Partido no era una actitud inteligente, al menos durante la Revolución Cultural. Mira lo que él te aportó: el campo de trabajo. Tu madre eligió ir con él. Él no tenía nada que ofrecerle: ni protección, ni comida. ¿Por qué fue?

– Porque le quería.

– A lo mejor necesitaba demostrarse a sí misma que le quería.

Mei le contempló. Las palabras se le demoraban pesadamente en la garganta.

– En todo caso, tu madre no se podía permitir ser tan arrogante y tan egoísta como tu padre: tenía dos hijas pequeñas de las que preocuparse. La realidad era que tú y tu hermana sencillamente no podíais sobrevivir con esa clase de vida. Así que ella volvió y me pidió ayuda. No fue fácil. Ella había sellado su propio destino cuando se negó a colaborar con el Partido y se exilió al campo con tu padre: el Partido nunca olvida ni perdona.

»Yo la ayudé, con gran riesgo para mí mismo. Ella hizo lo que el Partido le pedía y aportó pruebas contra tu padre. Tuvo que dejar el ministerio, por supuesto. El que se hubiera casado con tu padre y su conducta hasta ese momento la habían descalificado para el ejercicio de su cargo. Pero denunciando a tu padre se salvó a sí misma y os salvó a vosotras dos. Intenté ayudarla en lo que pude cuando dejó el ministerio, buscándole trabajos temporales y alojamiento. Pero en aquellos años había veces en que ni siquiera podía protegerme a mí mismo y a mi propia familia.

»Hacia el final de la Revolución Cultural, cuando hasta a mí se me puso crudo, coincidí con tu padre en la cárcel. Yo siempre le había conocido como un tipo listo, cultivado, un poco arrogante quizá. Por eso fue un golpe encontrarme con que era un hombre deshecho. Hasta hoy le recuerdo sentado en un rincón tosiendo, o cojeando por el patio de la cárcel. Cada vez que había algún ruido fuerte o se acercaban los guardias, los ojos se le contraían y se le encogía el cuerpo. Era como un pájaro aterrorizado atrapado en una jaula invisible.

«Intenté hablar con él de prisionero a prisionero, pero tu padre no quería escuchar. No era la clase de hombre que perdonara fácilmente. El odio había echado dentro de él raíces que habían desarrollado nudos mortales. Me di cuenta de que eso le estaba matando desde dentro.

»Yo no pasé en la cárcel mucho tiempo. En unos pocos meses fui trasladado, y me soltaron cuando la Revolución Cultural terminó.

»Hasta que volví a Pekín no tuve noticia de la muerte de tu padre. El relato oficial era que había muerto de una enfermedad en la cárcel. Fui a ver a tu madre, fue la única vez que accedió a verme. Quería saberlo todo sobre él. Qué tipo de comida comía, si estaba de buen ánimo, si pensaba en las niñas, qué había dicho sobre ella, por qué no le había escrito. Pensé que nunca había recibido información alguna sobre él, así que le conté todo. Buena parte de ello no fue para ella sorpresa, pero aun así se lo tomó muy mal. Cuando le conté que tu padre había dicho que nunca la perdonaría, lloró.

El hombre elegante hizo una pausa y tomó un sorbo de Wuliangye para humedecerse la garganta. Mei creyó ver un brillo de tristeza en sus ojos.

Él hizo una larga inspiración y se recompuso.

– ¿Conoces a mi hijo? -las comisuras de su boca se alzaron en una sonrisa amarga mientras Mei negaba con la cabeza-. Pues no te pierdes nada. Es un auténtico desastre, y me desprecia. Lo único que quiere de mí es usar mi coche y que le proteja cada vez que él o su amigo Wu el Padrino se meten en líos. Me dijeron que este bar era uno de sus caladeros preferidos. No nos vemos mucho el uno al otro últimamente: él sale tarde a perseguir mujeres y luego duerme toda la mañana. Sé que mi hijo es un canalla, pero ¿qué le voy a hacer? Él es lo único que tengo.

»En China lo que cuenta es el poder. El dinero no habría podido llevar a tu madre al Hospital n º 301, pero yo sí puedo, mi poder puede. Pero el poder no dura. Un día yo me moriré, y entonces ¿qué? ¿Qué va a ser de mi hijo si no estoy yo para protegerle? No resistirá la cárcel. Nunca ha sido capaz de soportar el sufrimiento. Es una de esas personas de cabeza débil. En la Revolución Cultural le enviaron a las montañas a ser reeducado. Quizá habría muerto de no ser por Wu el Padrino.

Volcó la cabeza hacia atrás, vació lo que le quedaba en el vaso y se limpió la boca con un flamante pañuelo blanco.

– Las personas como Zhang Hong destrozan vidas, la suya y las de los que les rodean. Alguien tenía que hacer algo. Nuestra sociedad está mejor sin gente como él.

»¿Por qué me miras de esa forma? No, tú no puedes juzgarme. No tienes derecho. Hice lo que tenía que hacer, igual que tu madre hizo lo que tenía que hacer. No había lugar para la moral en los tiempos de la Revolución Cultural. Uno sobrevivía a cualquier precio. Vosotros los jóvenes no lo entendéis. Os comportáis siempre como si fuéramos unos monstruos.