– Llegas tarde -susurró Mamá antes de que Mei pudiera sentarse.
– La boda no va a empezar hasta dentro de diez minutos -Mei se colocó en el sitio que se le había asignado.
– Tú eres de la familia, tienes tus responsabilidades. Han venido muchos invitados a felicitarme y estoy aquí yo sola.
– Lo siento.
Mei dijo un hola rápido al tío Chen, que estaba sentado junto a ella. El tío Chen no era en realidad su tío, sino el mejor amigo de Mamá. Mamá y él se conocían desde que estaban en el instituto en Shanghai. Cuando los niños eran pequeños, las dos familias solían ir juntas de excursión, y se visitaban mutuamente por el Año Nuevo chino. Tras la muerte del padre de Mei, el tío Chen continuó visitándolas, pero casi siempre sin su familia.
– Ahora ve rápido a decir hola a la familia de Lining -la apremió Mamá.
– Está bien -refunfuñó Mei, y se levantó de su asiento. Cruzó la línea divisoria roja y saludó a la familia de Lining. Ya los había visto en varias ocasiones: los padres, el hermano menor con la cuñada y los dos sobrinos, que vivían en Vancouver, y la hermana mucho menor con el novio estadounidense, que estudiaban cine en la Universidad de California en Los Ángeles. Lining se había criado en Dalai, el centro industrial del norte, considerado el astillero de China. Su padre dirigía una pequeña fábrica de maquinaria herramienta y su madre era enfermera. Lining primero se había forrado con las refinerías de petróleo, antes de pasarse a los barcos y la inmobiliaria. Les había comprado a sus padres una casa en Vancouver. Su hermano era su representante en Canadá y Estados Unidos.
– Ven aquí, Mei, déjame verte -la madre de Lining, la señora Jiang, tendió la mano para que Mei se la cogiera-. Cada vez que os veo a Lu y a ti le digo a tu madre: ¡qué prosperidad!: «dos bellezas, qian jin (mil piezas de oro)» -exclamó la señora Jiang en su habitual estado de excitación-. Tú vales diez mil piezas de oro. Eso le digo.
– La tía Jiang exagera -dijo Mei, respuesta tomada directamente del manual de etiqueta. Al fin y al cabo, ella no estaba totalmente sin pulir.
– No entiendo cómo puedes seguir soltera -dijo la señora Jiang, y casi sonaba enfadada-. Niña mía, a veces una puede ponerse el listón demasiado alto. Si tú quieres, una palabra a la tía Jiang y te encontraré un agradable marido en Vancouver.
El señor Jiang interrumpió a su mujer:
– Deja de pinchar a la niña con eso. Todo el tiempo estás con lo mismo. Déjala vivir su propia vida -se volvió hacia Mei y le preguntó-: He oído que has dejado el Ministerio de Seguridad Pública. ¿Qué vas a hacer?
– Voy a ser detective privada -respondió Mei. Notó con sorpresa que la voz le menguaba. Ella creía que había ido a la boda con la cabeza bien alta. Creía que estaría orgullosa de su nueva vida. En lugar de eso, se avergonzaba.
– ¿De verdad? -gritó la hermana de Lining-. ¡Qué emocionante! ¿Eres la primera sabuesa de Pekín? ¿Tienes casos de asesinato?
Mei iba a responder negativamente a ambas preguntas cuando un tipo grande con traje oscuro y una corbata de cuero marrón de moda brotó de no se sabe dónde.
– ¡Enhorabuena! -gritó.
– Ah, señor Hu. ¡Feliz encuentro! -el hermano de Lining le saludó del mismo modo. Explicó a su padre-: El señor Hu es el presidente del Partido en la Segunda Fábrica de Petardos y Pólvora de Pekín.
– ¿Les gustan los petardos? -preguntó el hombre del Partido, que aparentemente no necesitaba respuesta para seguir adelante-. Son los mejores que tenemos, los muy malditos. Le dije a Lining: no te preocupes, déjamelo a mí. Tengo otro camión lleno en el aparcamiento.
– ¿No es peligroso eso? -preguntó el señor Jiang.
– ¿A qué se refiere?
– Pues a dejar un camión de explosivos fuera en un día de sol tan seco.
– No hay problema, tengo a dos chicos sentados encima -dijo el señor Hu con despreocupación.
Mei aprovechó la ocasión para escabullirse. En cuanto se hubo sentado, un joven y solemne pianista de frac tocó la primera nota de la marcha nupcial. El novio y su padrino emergieron de detrás del cartel gigante de «doble felicidad». Poco a poco las damas de honor, ángeles vestidos de rosa, bajaron por la alfombra roja. Tras ellas, del brazo del teniente de alcalde de Pekín, Lu parecía una diosa viajera deslizándose sobre nubes blancas.
La novia y el novio hacían muy buena pareja, pese a la diferencia de edad de quince años. Lining era de estatura media y estaba en forma. Tenía el aire seguro de un hombre extremadamente triunfador. Parecía mucho más joven de lo que era. Por otro lado, Lu era más elegante y sofisticada que la media de las mujeres de veintiséis años. Y en cuanto a la personalidad de cada uno, Mei pensaba que tenían mucho en común.
Se acordó de cuando Lu conoció a Lining. Había dicho que no le gustaba: era demasiado mayor, estaba divorciado, era arrogante. Era un hombre que tenía a demasiadas chicas a sus pies, acostumbrado a conseguir todo lo que quería. Mei se preguntaba si Lu de verdad pensaba así o si lo decía para hacer que Lining la persiguiera todavía más.
Después de la ceremonia de boda a la occidental, los novios fueron a cambiarse. La estrella del pop Tian Tian saltó al escenario, meneando las caderas y cantando sus últimos éxitos. Hablaban todos de amor y entrega. Jovencitas de ojos húmedos caían en desmayado éxtasis. Mei acompañó tarareando la música. Estaba contenta, lo estaba pasando bien en la fiesta y, como todos los demás, estaba impresionada por tanta distinción.
Veinte minutos después, Tian Tian rindió el estrado a la señora regordeta del traje rosa. El novio llevaba ahora una larga túnica de seda de un azul profundo con bordados de oro. La novia llevaba un rojo vestido de novia chino y una esclavina adornada con piedras preciosas.
– ¡Inclinaos ante el Cielo! -gritó la dientes de tiburón, con voz inesperadamente potente. La novia y el novio se inclinaron mirando hacia el norte, donde estaba el cartel de «doble felicidad»-. ¡Inclinaos ante la Tierra! -Se volvieron y se inclinaron mirando hacia el sur-. ¡Inclinaos ante los padres! -Hicieron lo que se les decía-. ¡Marido y mujer, inclinaos el uno ante el otro!
El novio levantó el velo rojo de la novia.
La multitud bramó:
– ¡Que coman ciruelas secas, que coman cacahuetes! -gritaban.
Lu se sonrojó como una dulce joven de dieciocho años. Los invitados volvieron a gritar:
– ¡Zao sheng zi! ¡Ciruelas secas y cacahuetes! -que simbolizaban el deseo de los invitados de que los recién casados fueran bendecidos muy pronto con hijos.
Fuera volvió a explotar una batería de petardos.
Por segunda vez, la pareja se ausentó para cambiarse.
El majestuoso piano fue empujado de nuevo al estrado. Garbosas camareras de ceñidos qipao condujeron a los invitados escaleras arriba hasta sus mesas. La directora y los encargados de patio gritaban. Jóvenes ayudantes iban y venían apilando las sillas y llevándoselas de allí. Trajeron dos grandes mesas de palo de rosa. En una de ellas se había colocado un gran cuenco de cristal lleno de sobres rojos repletos de dinero; en la otra, una variedad de regalos de diversos colores, formas y tamaños.
Se encendieron cigarrillos, cuyo humo se elevaba y llenaba la sala. Cuando todos estuvieron sentados, se sirvió el banquete: un espléndido despliegue de entremeses fríos, sopa de nido de golondrina, caballito de mar en adobo, medusa, carne de cangrejo servida en cocos, pescados trinchados en forma de ardilla, marisco picante y verduras verde jade.