Jack Higgins
El Ojo Del Huracan
En recuerdo de mi abuelo
Robert Bell, medalla militar
y valiente soldado.
El Viento del cielo está soplando.
Servíos de lo que está en la mesa
Y que Dios os acompañe.
Mensaje en clave de Radio Iraq.
Bagdad, Enero de 1991
El bombardeo de mortero contra el número diez de Downing Street mientras se celebraba la reunión del gabinete de Guerra, a las diez de la mañana del Jueves 7 de Febrero de 1991, es hoy cuestión archivada, aunque nunca se ha explicado de manera satisfactoria. Quizas las cosas pudieron ocurrir así…
1
Anochecía cuando Dillon salió del callejón y se detuvo en la esquina. Caía sobre el Sena un torbellino de aguanieve formando barrillo en las calles, y hacía mucho frío incluso para ser enero en París. Él vestía chaquetón marino, gorro de lana, pantalón tejano y botas, como un marinero más de las barcazas que recorrían el río, lo que definitivamente no era.
Hizo copa con las dos manos para encender un cigarrillo y se quedó unos momentos al abrigo de un zaguán, escrutando la callejuela empedrada y las luces del pequeño café en la acera de enfrente. Al cabo de un rato arrojó la colilla, sepultó los puños en los bolsillos de la casaca y se dispuso a cruzar.
Junto a la entrada del establecimiento, dos sujetos recogidos en lo más oscuro de la calleja le siguieron con la mirada.
– Debe de ser él -susurró el primero, haciendo un ademán.
– No -le retuvo el otro-. Espera a que haya entrado.
Los sentidos de Dillon aguzados por muchos años de mala vida no dejaron de fijarse en la pareja, pero no dio muestras de haberlos visto. Hizo alto en la entrada y deslizó una mano bajo el chaquetón para asegurar la Walther PPK en el cinto de los tejanos, hacia el hueco de la espalda. Luego abrió la puerta y entró.
Era un establecimiento típico de aquella orilla: media docena de mesas, mostrador forrado de cinc, hileras de botellas delante de un espejo rajado, una cortinilla de abalorios en la entrada de la trastienda.
El camarero, un vejestorio de canoso bigote que cubría su camisa sin cuello con una chaqueta de lana, friolero, dejó a un lado la revista que estaba leyendo y abandonó el taburete.
– ¿Monsieur?
Dillon se desabrochó el chaquetón y puso el gorro sobre la barra. Era un hombre menudo, de poco más de metro sesenta y cinco, rubio y con unos ojos en los que el camarero no logró discernir ningún color determinado, excepto que eran los más fríos que el anciano había visto en su larga vida. Se estremeció, víctima de un temor inexplicable, pero luego Dillon sonrió. El cambio fue asombroso; con un simple rictus manifestaba calor humano y una simpatía enorme. Al fin dijo en perfecto francés:
– ¿Se encontraría en este local media botella de champaña o algo parecido?
El viejo se quedó mirándole con asombro.
– ¿Champaña, señor? Lo dirá en broma. Sólo tengo los vinos de la casa, uno blanco y uno tinto.
Colocó sendas botellas sobre la barra. Eran vinos de ínfima categoría, de los que llevan una cápsula de plástico en vez de tapón de corcho.
– Muy bien, quiero el blanco. Déme un vaso -dijo.
Después de cubrirse otra vez con su gorra, fue a ocupar una mesa junto a la pared, desde donde veía tanto la puerta de entrada como la cortinilla de la trastienda. Destapó la botella, escanció un poco de vino en el vaso y lo probó.
– Será de la cosecha de la semana pasada, digo yo -se volvió hacia el camarero.
– ¿Monsieur? -repitió el camarero afectando no comprender.
– No importa -Dillon encendió otro cigarrillo y se arrellanó en la silla, dispuesto a esperar.
Detrás de la cortina de la trastienda, mirando hacia fuera, un cincuentón de estatura mediana y facciones algo demacradas levantaba el cuello de piel de su abrigo negro como defensa contra el frío. La prenda y el Rolex de oro en la muñeca izquierda le daban aspecto de comerciante próspero, lo que en cierto sentido era, ya que se trataba de un agregado comercial de la embajada soviética en París. Además Josef Makeiev era coronel del KGB.
A su lado y mirando por encima del hombro del otro, un joven moreno llamado Michael Aroun, que lucía un fastuoso abrigo de vicuña, susurraba en francés:
– Esto es ridículo, Ése no puede ser nuestro hombre; parece un don nadie.
– Craso error, Michael, que muchos han cometido antes que tú -replicó Makeiev-. Espera y verás.
Sonó la campanilla al abrirse la puerta, y con un golpe de lluvia entraron los dos hombres que habían permanecido emboscados afuera mientras cruzaba Dillon. Uno de ellos tendría más de metro ochenta de estatura, barbudo, con la cara desfigurada por una cicatriz sobre el ojo derecho. El otro era mucho más bajo. Ambos vestían chaquetón marino y vaqueros. Parecían exactamente lo que eran, unos buscavidas.
El camarero se inquietó un poco al verlos de codos sobre la barra.
– Tranquilo, viejo -dijo el más joven-. Sírvenos unas copas.
El grandullón se volvió hacia Dillon.
– Creo que ya están servidas -se acercó a la mesa, apoderándose del vaso de Dillon, y lo vació de un trago-. Nuestro amigo no tendrá inconveniente, ¿a que no?
Sin levantarse, Dillon alzó la pierna izquierda y pateó con fuerza la rodilla del barbudo, tirando hacia abajo. El hombre cayó con un grito ahogado, tratando de sujetar el tablero de la mesa, y Dillon se puso en pie. El barbudo quiso incorporarse y cayó derrumbado en una de las sillas. Su amigo sacó la mano del bolsillo y accionó el resorte de su navaja automática, pero entonces apareció la mano de Dillon esgrimiendo la Walther PPK.
– Déjala sobre la barra. ¡Cristo! ¿Es que no vais a aprender nunca? Ahora llévate a ese mierda de aquí, mientras todavía estoy de buen humor. ¡Ah!, y que lo ingresen de urgencia en el hospital más próximo; me parece que le he dislocado la rótula.
El bajito se acercó a su compañero y, no sin dificultad, consiguió que se incorporase. La pareja se quedó un momento en medio del local, el rostro del barbudo retorcido en una mueca de dolor.
Dillon fue a abrirles la puerta de la calle, donde proseguía el diluvio.
Cuando pasaron por su lado los despidió:
– Tengan ustedes muy buenas noches -y cerró la puerta.
Sin soltar la Walther, encendió un cigarrillo con la derecha después de tomar una cerilla del expositor de la barra, y sonrió al espantado camarero.
– No te preocupes, abuelo, que no es problema tuyo -y luego, recostándose contra la barra, alzó la voz para decir en inglés-: Vamos, Makeiev. Sé que está usted ahí, así que salga.
La cortinilla se abrió y Makeiev y Aroun se hicieron presentes.
– Mi querido amigo Sean, cuánto me alegro de verte otra vez.
– ¿No es extraordinario? -replicó el aludido, con ligerísimo acento del Ulster en la voz-. Primero intenta hacer que me cosan a puñaladas y luego resulta que somos íntimos.
– Ha sido inevitable, Sean -contestó Makeiev-. Para demostrar cierto punto de discusión a este amigo. Voy a presentaros.
– No es necesario -dijo Dillon-. Le he visto a menudo en fotografía. Cuando no aparece en las páginas financieras sale en las revistas de sociedad. ¿Michael Aroun, si no me equivoco? El hombre que tiene todo el dinero del mundo.
– No todo, no todo, señor Dillon -alzó una mano Aroun.
Dillon no hizo caso.
– Dejemos las cortesías, amigo, hasta que me diga usted quién es el que ha quedado al otro lado de la cortina.
– Sal, Rashid -ordenó Aroun en voz alta, y luego explicó volviéndose hacia Dillon-: No es más que un ayudante mío.
Apareció entonces un joven de rostro moreno y facciones astutas; llevaba cazadora de cuero con el cuello levantado, y las manos hundidas en los bolsillos.