Dillon le resumió lo ocurrido.
– Corrí el riesgo de emplear a esos dos y salió mal, eso es todo.
– ¿Y ahora qué?
– Como dije, voy a proponer un blanco alternativo. No es cosa de permitir que se pierda tanto dinero; debo ir pensando en mi jubilación.
– Tonterías, Sean. Tú no piensas en tu jubilación para nada. Lo haces porque te excita ese juego.
– Quizá tengas razón -Dillon encendió un cigarrillo-. Sólo sé una cosa, y es que no me gusta verme derrotado. Pensaré algo para vosotros y al mismo tiempo liquidaré una deuda.
– ¿Los Jobert? ¿Acaso vale la pena?
– ¡Ah, sí! -exclamó Dillon-. Es una cuestión de honor, Josef.
Makeiev suspiró.
– Ahora me toca hablar con Aroun para darle la mala noticia. Te mantendré al corriente.
– Aquí o en la barcaza -sonrió Dillon-. No te preocupes, Josef. Yo no he fallado nunca, cuando me tomo un asunto en serio.
Makeiev enfiló escaleras abajo. Se oyeron sus pasos cruzando el almacén y finalmente el golpe del portillón al cerrarse. Dillon se volvió y regresó al salón silbando quedamente.
– No lo entiendo -dijo Aroun-. En televisión no han dicho ni una sola palabra.
– Ni la dirán -se apartó Makeiev de la ventana desde donde se divisaba la avenida Victor Hugo-. Será el caso que no sucedió jamás y así lo despacharán los franceses. La idea de que la señora Thatcher haya podido correr un peligro mientras se hallaba en suelo francés sería una ofensa nacional.
Aroun estaba pálido de rabia.
– Tu hombre ha fracasado, Makeiev. Mucho hablar, pero en fin de cuentas nada. Menos mal que no he transferido el millón a su cuenta de Zúrich esta mañana.
– ¡Pero si lo habías prometido! En todo caso, puede ocurrírsele llamar en cualquier momento para verificar si se ha depositado el dinero -dijo Makeiev.
– Mi querido Makeiev, tengo quinientos millones de dólares depositados en ese banco. Frente a la posibilidad de que le fuesen retirados, el gerente quedó más que dispuesto a incurrir en un pequeño engaño esta mañana, cuando Rashid se lo advirtió. Cuando llame Dillon para averiguar la situación, se le dirá que el dinero está depositado.
– Estás tratando con un hombre muy peligroso -objetó Makeiev-. Si llegase a averiguarlo…
– ¿Quién iría a decírselo? Tú no, ciertamente. Además va a cobrar, en fin de cuentas, pero sólo si consigue un buen resultado.
Rashid le sirvió una copa de café y se volvió hacia Makeiev.
– Prometió un blanco alternativo y dijo algo del primer ministro. ¿Qué planes tiene?
– Nos dirá alguna cosa cuando lo haya decidido -contestó Makeiev.
– ¡Palabras! -exclamó Aroun, acercándose a la ventana con la taza de café en la mano-. ¡Nada más que palabras!
– No, Michael -anunció Makeiev-. Te equivocas de medio a medio.
El apartamento de Martin Brosnan estaba en el Quai de Montebello frente a la Île de la Cité y disfrutaba de una de las mejores vistas sobre Nôtre Dame que podían hallarse en París. Además quedaba lo bastante cerca de la Sorbona como para acudir allá a pie, lo que le convenía perfectamente.
Eran poco después de las cuatro cuando regresaba a su vivienda aquel hombre alto, de anchos hombros cubiertos por una trinchera pasada de moda y cabello negro, sin una sola cana pese a sus cuarenta y cinco años, y tan largo que a Martin Aodh le daba cierto aire de espadachín del siglo xvi. Lo de Aodh, vale por Hugo en gaélico y su raza irlandesa se manifestaba además en los pómulos salientes y los ojos color gris claro.
Hacía frío otra vez y Martin se estremeció mientras doblaba la esquina para entrar en Quai de Montebello. Apretó el paso para alcanzar la entrada del bloque de apartamentos, del cual dicho sea de paso era propietario, y de ahí que se hubiese quedado con el principal de la esquina, el que tenía la mejor vista. Desde la esquina y hasta el cuarto piso la fachada estaba recubierta de andamios debido a unas obras de embellecimiento.
Se disponía a subir los escalones de acceso al barroco portal cuando oyó una voz que le llamaba.
– ¿Martin?
Alzó los ojos y vio a Anne-Marie Audin que asomaba sobre la barandilla del balcón.
– ¿Cómo diablos…? ¿De dónde has salido tú? -exclamó, asombrado.
– De Cuba. Acabo de llegar.
Subió tomando los escalones de dos en dos y ella le recibió con la puerta abierta. La encerró en un abrazo de oso y regresaron juntos al recibidor.
– Qué maravilla volver a verte. ¿Por qué Cuba?
Ella le besó y le ayudó a quitarse la gabardina.
– ¡Ah! Un jugoso encargo de la revista Time. Pasemos a la cocina. Voy a prepararte un té.
Lo del té era un chiste viejo entre ellos. Pese a ser norteamericano, Martin no soportaba el café. Sentado junto a la mesita, encendió un cigarrillo y la observó mientras ella preparaba el té. Su cabello corto era tan negro como el suyo. Aquella mujer que se movía con suprema elegancia tenía la misma edad que él y sin embargo aparentaba doce años menos.
– Tienes un aspecto magnífico -dijo mientras ella le servía el té. Saboreó un sorbo y asintió en muestra de aprobación-. Estupendo, tal como aprendiste a hacerlo allá en South Armagh, en 1971, mientras Liam Devlin y yo te enseñábamos por la vía práctica cómo funcionaba el IRA.
– ¿Cómo está ese viejo canalla?
– Sigue en Kilrea, a las afueras de Dublín, da alguna clase en el Trinity College y asegura tener setenta años, aunque todos sepamos que es mentira.
– Ése no sentará cabeza nunca.
– Sí, y tú estás maravillosa -dijo Brosnan-. ¿Por qué no nos habremos casado?
Era una pregunta repetida ritualmente durante años, otro chiste compartido entre ambos. En otro tiempo habían sido amantes, pero hacía años que eran sólo buenos amigos. Aunque distaba de ser una relación corriente; él habría sido capaz de dar la vida por ella, tal como estuvo a punto de ocurrir en un pantano de Vietnam cuando se vieron por primera vez.
– Dicho esto, háblame de tu nuevo libro.
– Una filosofía del terrorismo -explicó él-. Muy aburrido. No creo que se vendan muchos ejemplares.
– Una lástima, teniendo en cuenta que proviene de un entendido en la materia.
– En realidad, no importa. El conocer las razones nunca ha servido para cambiar la conducta de las personas.
– Eres un cínico. Anda, vamos a beber algo de verdad.
Abrió el frigorífico y sacó una botella de Krug.
– ¿De cosecha nueva?
– ¿Cuál, si no?
Pasaron al magnífico salón. Sobre la chimenea de mármol, un gran espejo de marco dorado; plantas en todas partes y un piano de cola, sofás cómodos y algo desaliñados, y una cantidad descomunal de libros. Anne había dejado abierta la ventana del balcón y Brosnan fue a cerrarla mientras ella abría la botella de Krug y sacaba dos copas del aparador. En aquel preciso momento oyeron sonar el timbre de la puerta.
– ¿Profesor Brosnan? -dijo Hernu-. Soy el coronel Max Hernu.
– Le conozco perfectamente -contestó Brosnan-. Action Service, ¿no es cierto? ¿A qué viene todo esto? ¿Es mi pasado pecaminoso el que vuelve por mí?
– No precisamente; lo que pasa es que necesitamos su ayuda. Le presentó al inspector Savary y a los señores Gaston y Pierre Jobert.
– Pasen, por favor -dijo Brosnan, acuciada su curiosidad muy a su pesar.
Por orden de Hernu, los hermanos Jobert se quedaron en el vestíbulo mientras él y Savary eran introducidos en el salón por Brosnan. Anne-Marie se volvió con el ceño ligeramente fruncido y Brosnan hizo las presentaciones.
– Es una gran satisfacción para mí -le besó la mano Hernu-. Soy admirador suyo desde hace años.
– ¿Martin? ¿No vas a meterte en ningún lío? -dijo ella con aire preocupado.
– Claro que no -la tranquilizó él-. Ahora, ¿en qué puedo servirle, coronel?