Выбрать главу

– En un asunto de seguridad nacional, profesor. Apenas me atrevo a mencionarlo, pero he de recordar que mademoiselle Audin es una periodista gráfica de bastante renombre.

Ella sonrió.

– Total discreción. Tiene usted mi palabra, coronel.

– Estamos aquí porque nos lo sugirió el brigadier Charles Ferguson, de Londres.

– ¡El viejo diablo! ¿Y por qué sugirió que hablaran ustedes conmigo?

– Porque es usted un experto en asuntos relacionados con el IRA, profesor. Permita que me explique.

Lo que el otro hizo, resumiendo el asunto con toda la brevedad posible.

– Ya lo ve, profesor -concluyó-. Los hermanos Jobert han pasado revista a las fotografías que tenemos de militantes del IRA pero no le han identificado, y Ferguson tampoco pudo hacer nada con la breve descripción que pudimos transmitirle.

– Tienen ustedes un problema serio.

– Amigo mío, ese hombre no es un cualquiera. Debe de ser alguien fuera de lo común para intentar una cosa así, y sin embargo no sabemos nada de él, excepto que es irlandés y habla el francés con soltura.

– ¿Qué quieren que haga yo, pues?

– Hable con los Jobert.

Brosnan lanzó una ojeada hacia Anne-Marie y luego se encogió de hombros.

– Por mí no hay inconveniente. Que pasen.

Se apoyó en el borde de la mesa con la copa de champaña en la mano, mientras ellos le contemplaban con cierta timidez, dadas las circunstancias.

– ¿Qué edad tendrá?

– Es difícil decirlo, monsieur -contestó Pierre-. Es una persona que cambia de un momento para otro. Como si tuviese distintas personalidades. Yo diría que debe de rondar los cuarenta.

– ¿Y su descripción?

– Estatura entre pequeña y mediana, cabello rubio.

– Parece un don nadie -intervino Gaston-. Creíamos que era un enclenque, pero una noche machacó a un gigantón en nuestro establecimiento.

– Cuando estaba montando la Kalashnikov hizo un comentario diciendo que había visto cómo se destrozaba con ella un Land Rover lleno de paracaidistas ingleses.

– ¿Eso es todo?

Pierre frunció el ceño. Brosnan sacó del cubilete la botella de Krug y Gaston dijo:

– No, hay otra cosa. Siempre silba una cancioncilla, una tonada extranjera. Aprendí a tocarla en el acordeón. Él decía que era irlandesa.

Brosnan se quedó con el rostro inexpresivo, inmóvil, con la botella en una mano y la copa en la otra.

– Y le gusta ese brebaje, monsieur.

– ¿El champaña?

– Sí, en efecto, cualquier champaña, pero él prefiere la marca Krug.

– ¿Como éste, de cosecha reciente?

– Sí, señor. Decía que le gustaba la mezcla de varietales -explicó Pierre.

– Siempre decía eso el muy bastardo.

Anne-Marie apoyó una mano en el brazo de Brosnan.

– ¿Sabes quién es, Martin?

– 'Estoy casi seguro. ¿Sabría tocar esa música aquí, en el piano? -se volvió hacia Gaston.

– Lo intentaré, monsieur.

Abrió la tapa, ensayó unos instantes el teclado y luego tocó con un dedo el comienzo de la tonada.

– Con eso basta -se volvió Brosnan hacia Hernu y Savary-. Es la antigua canción popular irlandesa La alondra en el aire claro, y ustedes se hallan en un apuro, señores, porque el hombre a quien buscan es Sean Dillon.

– ¿Dillon? -dijo Hernu-. Naturalmente. El hombre de las mil caras, como dijo alguien de él.

– Un poco exagerado -replicó Brosnan-. Pero la cosa va por ahí.

Tras despedir a los hermanos Jobert, Brosnan y Anne-Marie ocuparon un sofá frente al de Hernu y Savary. El inspector tomaba notas mientras el norteamericano hablaba.

– Su madre murió en el parto. Creo que eso sería en 1952. Su padre era electricista y buscando trabajo se mudó a Londres, por lo que Dillon fue a la escuela allí. Tenía un talento increíble para el teatro, o mejor dicho, es un actor genial. Es capaz de cambiar delante de uno, aparentar una joroba, echarse quince años encima. Asombroso.

– Así, ¿le conoce usted bien? -preguntó Hernu.

– En Belfast, durante los años malos, antes de que él consiguiera la beca para estudiar en la academia de arte dramático. Sólo estuvo allí un año; no tenían nada que enseñarle. Hizo un pequeño papel o dos en el Teatro Nacional, nada importante. Hay que recordar que entonces era muy joven. Luego, en 1971, su padre, que había regresado a Belfast, fue muerto por una patrulla del ejército británico. Cayó en un fuego cruzado. Un accidente, en realidad.

– Pero Dillon lo tomó a mal.

– Ya lo creo. Por iniciativa propia se ofreció a los «provisionales» del IRA. Les cayó bien. Era inteligente, poseía facilidad para los idiomas. Le enviaron a Libia durante un par de meses, a uno de esos campos de entrenamiento para terroristas. Para un cursillo en materia de armamento. No hizo falta más, ni él se volvió nunca atrás de su decisión. Dios sabe a cuántos habrá matado.

– Así, ¿aún actúa para el IRA?

Brosnan meneó la cabeza.

– Ya no, desde hace bastantes años. Todavía se considera a sí mismo como un soldado, pero opina que la dirección actual es un puñado de comadres claudicantes y que no tienen empleo para él. Sería capaz de matar al Papa si se le convenciese de la necesidad de hacerlo. Era aficionado a intentar cualquier cosa, con tal de que fuese destructiva. Se rumorea que estuvo implicado en el caso Mountbatten.

– ¿Y entonces?

– Beirut, Palestina. Ha trabajado mucho para la OLP. Muchos grupos terroristas han utilizado sus servicios -Brosnan meneó repetidamente la cabeza-. Preveo que van a tener dificultades.

– ¿Por qué dice eso, exactamente?

– Por el detalle de que haya recurrido a un par de infelices como los Jobert. Siempre actúa del mismo modo. Aunque no le haya salido bien esta vez, él sabe que la debilidad de todos los movimientos revolucionarios es que proliferan en ellos los exaltados y los delatores. Usted dijo que era el hombre sin rostro, y es verdad, porque no creo que exista ninguna foto suya en ningún archivo. Y aunque existiera, de poco serviría.

– ¿Por qué lo hace? -preguntó Anne-Marie-. No creo que se mueva por ninguna motivación política.

– Porque le gusta. Está enganchado -explicó Brosnan-. Es un actor, la función va de veras y él sabe que hace bien el papel.

– Tengo la impresión de que no le aprecia usted mucho -aventuró Hernu-. En el terreno personal, quiero decir.

– Pues… hace mucho tiempo intentó matarme, y también a un buen amigo mío -dijo Brosnan-. ¿Contesta eso a su pregunta?

– Ciertamente, es motivo justificado -Hernu se puso en pie, y Savary le imitó en seguida-. Nos vamos. Quiero transmitir todas estas informaciones al brigadier Ferguson cuanto antes.

– Como usted guste -respondió Brosnan.

– Espero poder seguir contando con su colaboración en este asunto, profesor.

Brosnan miró de reojo a Anne-Marie, que había permanecido muy seria.

– Mire -contestó al fin-. No tengo inconveniente en hablar otra vez con ustedes si eso puede servir de alguna cosa, pero no quiero intervenir personalmente. Usted conoce mi pasado, coronel. Pase lo que pase, no deseo regresar a aquello. Es una antigua promesa que le hice a cierta persona.

– Lo entiendo perfectamente, profesor -se volvió Hernu hacia Anne-Marie-. Ha sido un placer, mademoiselle.

– Les acompaño -contestó ella, conduciéndolos hacia la salida.

Cuando regresó, Brosnan había abierto la ventana y estaba en el balcón, mirando hacia la otra orilla del río y fumándose un cigarrillo. La ciñó con un brazo.

– ¿Estás bien?

– ¿Cómo? ¡Ah, sí! Perfectamente -respondió ella, al tiempo que apoyaba la cabeza en su pecho.

En aquel preciso instante, Ferguson estaba sentado junto a la chimenea en su piso de Cavendish Square. Sonó el teléfono y Mary Tanner lo descolgó desde la biblioteca. Al cabo de unos momentos salió y anunció: