Se volvió con una sonrisa y prosiguió:
– Es esa Anne-Marie Audin, la novia que tiene. Ella no quiere que recaiga en lo que fue antes.
– Sí, eso es comprensible.
– Pero no importa. Lo mejor será que nos pongamos a redactar un informe con la novedad para el primer ministro. Que sea breve.
Ella sacó una estilográfica del bolsillo de su camisa y tomó notas mientras él dictaba.
– ¿Alguna cosa más, señor? -preguntó cuando hubo terminado.
– Me parece que no. Que lo pasen a máquina. Un ejemplar para el archivo y otro para el primer ministro. Envíalo en seguida al número diez mediante mensajero, con nota de confidencial y reservado.
Mary elaboró rápidamente un borrador con su propia máquina de escribir y luego enfiló pasillo abajo hacia la sección de secretaría interior. Existía una en cada planta, y todo el personal era de probada confianza. Se oía el incesante tableteo del teletipo. De pie ante la máquina, un hombre de cincuenta y tantos años, cabello blanco y gafas con montura de acero, del modelo del ejército, con la camisa arremangada.
– Hola, Gordon -dijo ella-. Máxima urgencia y la mejor presentación. Con una copia para el archivo personal. ¿Te encargarás en seguida?
– Naturalmente, capitana Tanner -le echó una breve ojeada al documento-. Se lo llevo dentro de quince minutos.
Ella salió y él se puso delante de la máquina de escribir, respirando hondo para serenarse mientras leía la primera línea: A la atención del primer ministro, confidencial y reservado. Gordon Brown tenía veinticinco años de antigüedad en el Intelligence Corps y la categoría de suboficial, carrera digna aunque no espectacular, que culminaría en la concesión de la Orden del Imperio Británico y una oferta de empleo en el Ministerio de Defensa cuando le tocase jubilarse del ejército. Y todo le había salido bien hasta que su mujer murió de cáncer, hacía un año. Como no tenían hijos, se encontró solo y triste en el mundo a los cincuenta y cinco años. Pero entonces sucedió algo milagroso.
En el ministerio se recibían con frecuencia tarjetones de invitación a las numerosas recepciones de las diversas embajadas en Londres. Él solía hacer uso de ellos para distraerse. Y en el vernissage de una exposición de arte organizada por la embajada alemana conoció a Tania Novikova, secretaria y mecanógrafa de la embajada soviética.
Simpatizaron en seguida. Ella tenía treinta años y no era particularmente bonita, pero después de la segunda vez que salieron ella se lo llevó a la cama en el piso que él tenía en Camden y fue como una revelación. Brown no sabía que las relaciones sexuales pudieran ser así, y quedó enganchado al instante. Así empezó todo. Las preguntas acerca de su empleo y de todo lo que ocurriese o dejase de ocurrir en el Ministerio de Defensa. Luego se produjo el enfriamiento. Dejó de verla y quedó completamente trastornado, fuera de sí. La llamó a su piso y ella se mostró fría y distante al principio; luego le preguntó si había estado haciendo algo interesante.
Él comprendió en seguida lo que sucedía, pero no le importó. Por aquel entonces circulaban en el ejército británico muchos informes sobre los cambios políticos en Rusia. Era tan fácil sacar una copia más. Cuando las llevó al piso de ella, todo volvió a ser como antes y se vio transportado a cumbres del placer que jamás había entrevisto antes.
A partir de entonces no tuvo inconveniente en hacer lo que fuese necesario ni en suministrar copias de cualquier cosa que a ella pudiese interesarle. A la atención del primer ministro, confidencial y reservado. ¿Hasta dónde llegaría la gratitud de ella a cambio? Cuando hubo mecanografiado el informe separó dos copias más, una de ellas para sí mismo. Tenía un archivador propio guardado en un cajón de su dormitorio. La otra era para Tania Novikova, que naturalmente no era secretaria-mecanógrafa de la embajada soviética como le había dicho a Brown, sino capitana del KGB.
Gaston abrió la puerta de su garaje frente a Le Chat Noir y Pierre se puso al volante del viejo Peugeot burdeos y crema. Su hermano se instaló en el asiento posterior y el automóvil se puso en marcha.
– Estaba pensando -empezó Gaston-. ¿Qué pasará si no lo atrapan? Quiero decir que podría volver por nosotros, Pierre.
– No digas tonterías -se impacientó Pierre-. Habrá puesto pies en polvorosa, Gaston. Sólo un loco se quedaría, por aquí, con todo el jaleo que se ha armado. Anda, enciéndeme un cigarrillo y cállate. Vámonos a tomar una buena cena, y luego iremos al Zanzibar. Todavía está en cartel el número de strip-tease con las hermanas suecas.
Faltaba poco para las ocho y las calles se hallaban silenciosas y desiertas. La gente se encerraba en sus casas debido al intenso frío. El coche salió a una plazuela y mientras la cruzaban, apareció detrás de ellos un CRS en motocicleta, haciéndoles señales con el faro.
– Nos está siguiendo uno de la bofia -anunció Gaston.
El policía los adelantó, hombre sin rostro tras las gafas y el casco de motorista, y con la mano les ordenó que se detuvieran.
– Un mensaje de Savary, supongo -dijo Pierre y estacionó el coche sobre la acera.
– Puede que le hayan cazado ya -comentó Gaston, excitado.
El CRS dio media vuelta y montó la moto sobre su caballete detrás de ellos. Gaston abrió la puerta posterior y se asomó.
– ¿Han pillado ya a ese bastardo?
Dillon se sacó de la zamarra una Walther con un silenciador Carswell y le disparó dos tiros en el corazón. Luego se alzó las gafas y se volvió. Pierre se santiguó.
– Eres tú.
– Sí, Pierre. Cuestión de honor.
La Walther tosió dos veces más; luego Dillon se la guardó bajo la solapa de la zamarra, montó en la BMW y desapareció. Empezó a nevar un poco. En la plazuela reinaba el silencio. Transcurrió casi media hora hasta que fueron hallados por un policía de a pie que hacía la ronda encapuchado para protegerse del frío.
El piso de Tania Novikova quedaba justo al lado de Bayswater Road y no lejos de la embajada soviética. La jornada había sido muy difícil, por lo que regresó con intención de acostarse temprano. Minutos antes de las diez y media llamaron a la puerta, justo cuando ella estaba secándose después de tomar una ducha. Contrariada, se puso una bata y bajó a abrir.
El turno de noche de Gordon Brown había terminado a las diez. No veía llegado el momento de poder estar con ella, así que tras las habituales dificultades para estacionar su Ford Escort se presentó a la puerta y llamó con impaciencia, muy excitado. Cuando ella fue a abrir y vio quién era montó en cólera y le tiró del brazo hacia dentro.
– Te dije que no debías presentarte aquí, Gordon, bajo ninguna circunstancia.
– Es que se trata de un caso especial -suplicó él-. Mira lo que traigo para ti.
En la sala, ella tomó el voluminoso sobre, lo rasgó y extrajo el informe. A la atención del primer ministro, confidencial y reservado. Sintió crecer su emoción a medida que lo leía. Parecía mentira que aquel imbécil hubiese puesto en sus manos una jugada tan importante. Le tocaba las caderas y subía buscando los pechos, y se dio cuenta de que lo tenía muy excitado.
– Interesante, ¿no? -preguntó él.
– Excelente, Gordon. Te has portado como un buen muchacho.
– ¿De veras? -la agarró con más fuerza-. ¿Puedo quedarme?
– ¡Oh, Gordon! ¡Qué lástima! Precisamente me ha tocado el turno de noche.
– Por favor, querida -él temblaba como una hoja- Aunque sólo sean unos minutos.
Ella comprendió que era necesario tenerlo contento, de manera que dejó el informe sobre la mesa y le tomó de la mano.