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Michael Aroun era un hombre de unos cuarenta años, muy notable en muchos sentidos. Nacido en Bagdad, de madre francesa y padre iraquí y militar, había tenido además una abuela norteamericana. Al morir, ésta le había dejado a su madre una fortuna de diez millones de dólares y cierto número de concesiones petroleras en Texas.

Su madre murió el mismo año que Aroun terminaba la carrera de derecho en Harvard y le dejó heredero de toda la fortuna, ya que el padre, retirado del ejército iraquí con el grado de general, prefirió pasar los últimos días de su vida recluido en la antigua mansión familiar de Bagdad, repleta de libros.

Como muchos grandes hombres de negocios, Aroun carecía de estudios empresariales. Nada sabía de planificación financiera ni de administración comercial. Como solía decir, en frase copiada luego por muchos: «Si necesito otro contable, voy y me compro otro contable».

Su amistad con Saddam Husein era consecuencia natural del hecho de que el padre de Aroun había sido gran partidario del presidente iraquí cuando éste inició su carrera política, y además un destacado miembro del partido Baas. De ahí la privilegiada posición de Aroun en la explotación de los yacimientos petrolíferos de su país, que hizo de él un multimillonario de incalculable peculio.

«Después de los primeros mil millones ya no te molestas en seguir contando», era otro de sus dichos. Y sin embargo, ahora se enfrentaba a un desastre. No sólo se esfumaba la prevista participación en los ansiados campos petrolíferos kuwaitíes, sino que veía arruinados, además, sus intereses domiciliados en Iraq por culpa de los devastadores bombardeos con que la coalición castigaba el país desde el 17 de enero.

Él no se llamaba a engaño; sabía que la partida estaba perdida, que lo más prudente habría sido seguramente no comenzarla, y que el sueño de Saddam Husein se había acabado de una vez por todas. Como hombre de negocios estaba acostumbrado a sopesar probabilidades, y no le concedía ninguna a Iraq en la campaña terrestre que tarde o temprano tendría que empezar.

Distaba mucho de quedar arruinado en términos de fortuna personal. Le quedaban sus intereses petroleros en Estados Unidos, y su doble nacionalidad francesa e iraquí convertía una posible confiscación en un asunto bastante delicado. Estaba además su imperio naviero y sus numerosas propiedades inmobiliarias en varias capitales repartidas por todo el mundo. Pero no era eso lo que más le importaba. Cada vez que ponía en marcha el televisor y veía lo que estaba ocurriendo todas las noches en Bagdad montaba en cólera, pues se había descubierto un patriotismo, aunque sincero, sorprendente en un hombre tan atento a sus propios intereses. Además, y esto era mucho más importante, su padre había muerto durante uno de los bombardeos, la tercera noche de la guerra aérea.

Había un gran secreto en su vida. En agosto, poco después de la invasión de Kuwait por las fuerzas iraquíes, Saddam Husein en persona le hizo llamar. En aquellos momentos, mientras miraba junto a la ventana, y con la copa de coñac en la mano, la lluvia que azotaba la terraza y más allá, el parque, recordaba aquella entrevista.

Por estar realizándose un simulacro de alarma aérea, las calles de Bagdad que recorría el Land Rover del ejército se hallaban completamente a oscuras. El conductor era un joven capitán del servicio de información militar, llamado Rashid, a quien ya conocía de otras ocasiones. Era uno de los de la nueva generación, diplomado por la academia británica de Sandhurst. Aroun le ofreció un cigarrillo inglés y encendió otro para sí mismo.

– ¿Qué te parece? ¿Crees que habrá alguna reacción?

– ¿De los americanos y los ingleses? -Rashid tomaba sus precauciones-. ¡Quién sabe! Algo habrá. Creo que el presidente Bush va a optar por la postura fuerte.

– No; estás equivocado -replicó Aroun-. He hablado con él personalmente dos veces, en recepciones de la Casa Blanca. Es lo que nuestros amigos yanquis llaman un buen muchacho. No hay acero en ese carácter.

Rashid se encogió de hombros.

– Yo soy un hombre sencillo, señor Aroun, un simple soldado, y quizá veo las cosas de un modo algo simplista. Sólo sé que estamos hablando de un hombre que fue piloto de la marina a los veinte, que participó en muchas operaciones, que fue derribado sobre el mar del Japón y logró sobrevivir y ganar una condecoración. Yo no subestimaría a un hombre así.

Aroun frunció el ceño.

– ¡Vamos, hombre! Los americanos no enviarán un ejército al otro extremo del mundo para defender un insignificante emirato árabe.

– ¿No fue eso exactamente lo que hicieron los británicos para defender sus islas Falkland? * -le recordó Rashid-. Los argentinos no creyeron que tal reacción fuese a producirse. Por supuesto, contaban con la energía de la Thatcher. Los ingleses, quiero decir.

– Condenada mujer -se limitó a replicar Aroun, arrellanándose en el asiento mientras el coche enfilaba la entrada principal del palacio presidencial, y sintiendo el comienzo de una súbita depresión.

Siguió a Rashid por una sucesión de pasillos de marmóreo boato. El joven militar le precedía con una linterna en la mano. Era fantasmagórica aquella procesión por corredores a oscuras, donde los pasos adquirían una resonancia sepulcral. Finalmente se detuvieron ante una puerta flanqueada por dos guardias. Rashid abrió, y ambos entraron.

Saddam Husein, a solas, de uniforme y sentado detrás de un voluminoso escritorio alumbrado por una única lámpara apantallada, escribía con lenta aplicación. En seguida alzó los ojos y sonrió, abandonando la pluma.

– Michael -salió al encuentro del visitante para abrazar a Aroun como a un hermano-. ¿Cómo está tu padre? ¿Se encuentra bien?

– En excelente estado de salud, mi presidente.

– Transmítele mis respetos. Tienes buen aspecto, Michael. Salta a la vista que París te favorece -volvió a sonreír-. Puedes fumar si quieres. Sé que te agrada. A mí me lo han prohibido los médicos.

Volvió a ocupar su puesto detrás del escritorio y Aroun se sentó en uno de los sillones, consciente de la presencia de Rashid en la sombra, junto a la pared.

– París es buena cosa, pero mi lugar está aquí ahora, en estos tiempos difíciles.

Saddam Husein meneó la cabeza.

– No estoy de acuerdo, Michael. A mí me sobran soldados, pero tengo pocos hombres como tú. Eres rico, famoso, plenamente aceptado en los más altos círculos de la sociedad y entre los gobiernos de todo el mundo. Y además, por causa de tu madre, a quien Dios tenga en su gloria, no sólo eres iraquí sino también ciudadano francés. No, Michael. Quiero que te quedes en París.

– Pero ¿por qué, mi presidente? -preguntó Aroun.

– Porque es posible que algún día te solicite un servicio para mí y para nuestro país, que sólo tú podrías prestarnos.

– Cuente conmigo para lo que sea necesario -replicó Aroun.

Saddam Husein se puso en pie y fue hacia la ventana más próxima, abrió las contraventanas y salió a la terraza. Las sirenas ululaban quejumbrosamente dando fin al simulacro y las luces de la ciudad empezaron a encenderse poco a poco.

– Confío en que nuestros amigos americanos y británicos se limiten a ocuparse de sus propios asuntos, de lo contrario… -se encogió de hombros-. De lo contrario, tendremos que decirles que lo hagan. Recuerda, Michael, que, como dejó escrito el profeta en el Corán, hay más verdad en una espada que en diez mil palabras.

Hizo una pausa y luego prosiguió, sin dejar de contemplar el panorama de la ciudad:

– Un francotirador en la oscuridad, Michael. Del SAS británico, o de los israelíes, ¡qué más da! Pero… ¡menudo golpe, la muerte de Saddam Husein!

– Dios no lo quiera -dijo Michael Aroun.

Saddam se volvió hacia él.

– Cúmplase siempre Su voluntad, Michael, pero ¿entiendes lo que quiero decir? Lo mismo podría pasarles a Bush o a esa mujer, la Thatcher. Una prueba de que mi brazo alcanza a todas partes. El golpe definitivo -se volvió nuevamente de espaldas-. ¿Serías capaz de organizar una cosa así, en caso necesario?

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* Nombre que dan los ingleses a las islas Malvinas.