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Rashid le llenó de nuevo la copa de champaña.

– ¿Y dice usted que, debido a eso, sus dirigentes no están bien protegidos? ¿La reina, por ejemplo?

– ¡Vamos! -se sorprendió Dillon-. No hace tantos años que la reina despertó en Buckingham Palace y encontró a un intruso sentado en su cama. ¿Y cuántos días habrán transcurrido, seis nada más diría yo, desde que el IRA estuvo a punto de cargarse a Margaret Thatcher y a todo el gabinete británico en un hotel de Brighton, durante el congreso del partido conservador?

Dillon dejó la copa sobre la mesita y dio lumbre a otro cigarrillo.

– Los británicos son gente de mentalidad anticuada. Les gusta que los policías vayan de uniforme para que se sepa que lo son, y no quieren que les digan lo que deben hacer, y esto se refiere a los ministros del gabinete que van a pie dando un paseo por las calles desde su casa de Westminster hasta el Parlamento.

– Por fortuna para los demás que no somos como ellos -comentó Makeiev.

– Exacto -remachó Dillon-. Incluso a los terroristas tienen que tratarlos con miramientos, o digamos hasta cierto punto, no como los servicios secretos franceses. ¡Cristo!, si los muchachos del Action Service pudieran echarme el guante me tendrían despatarrado y con un cable eléctrico en los huevos antes de lo que se tarda en contarlo. Pero, ¡ojo!, que también ésos se equivocan de vez en cuando.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Makeiev.

– ¿Tienen a mano un periódico de la tarde?

– Ciertamente. Estaba leyéndolo hace un rato -afirmó Aroun-. Sobre mi escritorio, Ali.

Rashid regresó con un ejemplar de Paris Soir.

– Página dos. Léalo en voz alta. Les interesará -dijo Dillon.

Se sirvió otra copa de champaña mientras Rashid leía el suelto en el periódico.

– «Mrs. Margaret Thatcher, hasta fecha reciente primera ministra de Gran Bretaña, pernoctará en Choisy como invitada del presidente Mitterrand, con quien proseguirá conversaciones mañana por la mañana. A las dos de la tarde abandonará su residencia para regresar a Inglaterra en un avión de la RAF que despegará de una pista militar de Valenton.»

– ¿Increíble, no? ¡Cómo se puede permitir que aparezca una gacetilla así! Pues les aseguro que los principales periódicos de Londres la habrán publicado también.

Hubo un silencio solemne y luego Aroun dijo:

– ¿No estará insinuando que…?

Dillon se volvió hacia Rashid:

– Tendrán ustedes mapas de carreteras en esta casa. Vaya por ellos.

Rashid salió sin pérdida de tiempo y Makeiev dijo:

– ¡Por Dios, Sean! Ni siquiera tú…

– ¿Cómo que no? -replicó tranquilamente Sean-. ¿No dijiste que tenía que ser algo importante, un gran golpe? ¿Servirá Margaret Thatcher o bien estamos jugando a las batallitas aquí?

Antes de que Aroun pudiese responder, regresó Rashid con dos o tres mapas. Desplegó uno sobre la mesita y todos se volvieron a contemplarlo, excepto Makeiev, que permaneció junto a la chimenea.

– Esto es Choisy -dijo Rashid-. A cincuenta kilómetros de París, y aquí está Valenton, con el aeropuerto militar, a sólo doce kilómetros.

– ¿No tienen otro mapa a escala más amplia?

– Sí -desplegó Rashid otro.

– Bien -dijo Dillon-. Aquí se ve bien claro que no hay más comunicación que la carretera comarcal entre Choisy y Valenton, y aquí, a unos cinco kilómetros de la pista, hay un paso a nivel del ferrocarril. Perfecto.

– ¿Para qué? -quiso saber Aroun.

– Para una emboscada. Mire, yo sé cómo se montan esas operaciones. Habrá un solo coche, dos a lo sumo, y una escolta. Quizá media docena de motoristas de las CRS.

– ¡Dios mío! -susurró Aroun.

– Sí, bueno. Él no tiene mucho que ver con eso. Podría salir bien. Muy rápido y muy sencillo, lo que los ingleses dicen un pedazo de tarta.

Aroun se volvió a Makeiev en busca de auxilio, pero el otro se encogió de hombros.

– Lo dice en serio, Michael. Tú lo has pedido así, conque decídete.

Aroun respiró hondo y se volvió de nuevo hacia Dillon. -Está bien.

– De acuerdo -dijo tranquilamente Dillon. Tomó de la mesita un bloc y un lápiz, y garabateó con rapidez-. He aquí los datos de mi cuenta numerada en Zúrich. Le transferirán un millón de libras mañana por la mañana a primera hora.

– ¿Por adelantado? -se extrañó Rashid-. ¿No es mucho pedir?

– No, muchacho. Vosotros sois los que pedís mucho, así que las reglas han cambiado. Terminado el encargo con éxito, espero recibir otro millón.

– ¡Un momento! -empezó Rashid.

Pero Aroun le hizo callar con un ademán.

– Conformes, señor Dillon, y me parece incluso barato. ¿En qué podemos servirle ahora?

– Necesitaré dinero para los primeros gastos. Supongo que un hombre como usted no dejará de tener en casa una buena cantidad de vil metal.

– Una gran cantidad, ciertamente -sonrió Aroun-. ¿Cuánto necesita?

– ¿Podría ser en dólares? Unos veinte mil, digamos.

– Naturalmente. -Aroun hizo un gesto a Rashid, que se encaminó al fondo del salón y descubrió una caja fuerte empotrada detrás de un cuadro al óleo.

– Y yo, ¿qué hago? -preguntó Makeiev.

– El antiguo almacén de la calle Helier, el que hemos usado otras veces. ¿Todavía tienes la llave?

– Desde luego.

– Bien. Allí encontraré casi todo lo que necesito. Para este trabajo, no obstante, me falta una ametralladora ligera. Con trípode. Una Heckler & Koch o una M60, cualquier cosa por el estilo servirá -consultó su reloj-. Las ocho. Me gustaría que estuviese allí a las diez, ¿de acuerdo? Debe ser puntual.

– Desde luego -repitió Makeiev.

Rashid se acercó con un portadocumentos.

– Veinte mil. En billetes de cien, lo siento.

– ¿Alguna posibilidad de que estén controlados? -preguntó Dillon.

– Descartado -le aseguró Aroun.

– Bien. Me llevaré los mapas.

Anduvo hacia la puerta, salió y empezó a bajar la escalera semicircular rumbo al portal. Aroun, Rashid y Makeiev le acompañaron.

– Pero ¿eso es todo, señor Dillon? -preguntó Aroun-. ¿No podemos hacer nada más por usted? ¿No necesita más ayuda?

– La que ahora necesito voy a buscarla en el hampa -explicó Dillon-. Los sinvergüenzas honrados que trabajan por dinero suelen inspirarme más confianza para estas cosas de los fanáticos de una causa política. No siempre, pero la mayoría de las veces sí. No se preocupen. Tendrán noticias mías, sean las que fueren. Para entonces habré empezado a actuar.

Rashid abrió el portal. Entró una ráfaga de aguanieve, y Dillon se caló la gorra.

– Cochina noche, por cierto.

– Una cosa más, señor Dillon -añadió Rashid-. ¿Qué pasa si algo sale mal? Quiero decir que, como usted habrá cobrado su millón por adelantado, nosotros…

– ¿Os quedaríais sin nada a cambio? No te preocupes, muchacho. En ese caso, propondré un objetivo alternativo. Nos queda el nuevo primer ministro británico, ese tal John Major. Estoy seguro de que a vuestro jefe en Bagdad tampoco le disgustaría ver su cabeza en una bandeja.

Sonrió por última vez, salió a la calle, bajo el aguacero, y cerró el portal a sus espaldas.

2

Por segunda vez aquella, noche Dillon se detuvo delante de Le Chat Noir, al extremo del pequeño malecón. Estaba casi desierto; en una mesa rinconera una pareja hacía manitas sobre una botella de vino. El acordeón tocaba quedo y el músico charlaba al mismo tiempo con el encargado de la barra. Eran los hermanos Jobert, gángsteres de poca monta en el hampa de París, cuyas actividades fueron a menos desde que Pierre, el de la barra, perdió una pierna en un desgraciado accidente de automóvil, tres años antes, durante un atraco a mano armada.