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– ¿No podríamos irnos contigo, Sean?

Él dejó la taza sobre la mesa y apoyó ambas manos en los hombros de la muchacha.

– No es necesario, Angel. El fugitivo soy yo, no tú ni Danny. Ni siquiera saben que existís.

Cruzó hacia el teléfono, lo descolgó y llamó al campo de aviación de Grimethorpe. En seguida oyó la voz de Grant:

– ¿Sí? ¿Quién es?

– Aquí Peter Hilton, muchacho -recobró Dillon sus modales de clase alta británica-. ¿Todo preparado para mi vuelo? ¿No habrá demasiada nieve?

– Atmósfera despejada desde aquí hasta la punta occidental del país -contestó Grant-. Podría encontrar alguna dificultad para despegar, eso sí. ¿A qué hora quiere salir?

– Estaré ahí dentro de media hora, ¿de acuerdo? -preguntó Dillon.

– Le espero.

Mientras Dillon colgaba, Angel gritó:

– ¡No, tío Danny!

Al volverse, Dillon vio que Fahy estaba en el umbral y le encañonaba con una escopeta.

– Soy yo el que no está de acuerdo -dijo, amartillando los dos cañones.

– Danny, muchacho -abrió ambas manos Dillon-. No hagas eso.

– Nos vamos contigo, Sean, y punto.

– ¿Es tu dinero lo que te preocupa, Danny? ¿No te dije que el hombre para quien trabajo puede transferir dinero a cualquier continente?

Fahy empezó a temblar. La escopeta osciló levemente en sus manos.

– No, no es el dinero -se descompuso un poco-. Estoy asustado, Sean. ¡Cristo! ¡Cuando vi aquello en la televisión! Si me atrapan me pasaré el resto de mis días entre rejas. Estoy demasiado viejo, Sean.

– Entonces, dime: ¿por qué aceptaste ayudarme, para empezar?

– ¡Y yo qué sé! Tantos años metido en este agujero, muerto de aburrimiento. La camioneta preparada, los obuses, eran una fantasía con la que mataba el tiempo, y entonces apareciste tú y la convertiste en realidad.

– Lo comprendo -dijo Dillon resignado.

Fahy alzó de nuevo la escopeta.

– Así es, Sean. O nos vamos todos, o tú no sales de aquí.

Dillon echó la mano a la espalda y aferró la culata de la Beretta; un giro del brazo y Fahy recibió dos balazos en el corazón que le enviaron trastabillando hasta el recibidor, donde chocó de espaldas contra la pared y cayó lentamente al suelo.

Angel exhaló un grito, echó a correr y se arrodilló al lado de su tío. Luego se irguió poco a poco, mirando fijamente a Dillon.

– ¡Lo has matado!

– No me dejó otra salida.

Ella se volvió, abrió la puerta principal y salió corriendo. Dillon la persiguió. La chica cruzó el patio y desapareció en una de las cuadras. Dillon se acercó a la entrada y se detuvo para escuchar. Se oía un rumor en el altillo, y cayeron algunas briznas de paja.

– Escucha, Angel. Te llevo conmigo.

– No lo creo. Quieres matarme como hiciste con tío Danny. ¡Eres un maldito asesino! -su voz sonaba ahogada.

Por un instante, él alzó el brazo armado con la Beretta apuntando hacia el altillo.

– Pero ¿tú qué esperabas? ¿Cómo creías que iba a terminar todo esto?

No hubo respuesta. Él se volvió, corrió hacia la casa y entró saltando sobre el cadáver de Fahy, al tiempo que se guardaba otra vez la Beretta en el cinto. Recogió el portafolios y el petate que contenía sus ropas, regresó a la cuadra y lo arrojó todo en el asiento posterior de la furgoneta Morris.

Lo intentó por última vez.

– Vente conmigo, Angel. Te juro que nunca te haría daño.

Tampoco esta vez obtuvo contestación.

– ¡Al diablo contigo, pues!-dijo él, poniéndose al volante y arrancando el vehículo.

Largo rato más tarde, cuando todo quedó en silencio, Angel se atrevió a bajar del altillo y cruzó hacia la casa. Allí permaneció sentada en el suelo, inmóvil junto a su tío, con la espalda contra la pared y una expresión ausente en los ojos. Y no se movió tampoco cuando se oyó fuera el ruido de un coche que entraba en el patio.

14

En Grimethorpe la pista estaba completamente cubierta de nieve, los portalones de los hangares cenados, y no se veía ni rastro de los aviones. Un hilo de humo salía de la chimenea de uno de los barracones, único signo de vida que advirtió Dillon mientras se acercaba a la vieja torre de control y detenía su vehículo. Sacó su petate y su portafolios y se encaminó hacia la puerta. Cuando entró halló a Bill Grant junto a la estufa, tomándose un café.

– ¡Ah! Estás ahí, muchacho. Esto parecía desierto. Empezaba a preocuparme -dijo Dillon.

– No hacía falta -Grant, que llevaba un mono negro de aviador y cazadora de cuero, alargó la mano hacia la botella de escocés y echó un poco en su café.

Dillon dejó en el suelo el petate, pero conservó el portafolios en la mano.

– ¿Será prudente esto, colega? Vamos, digo yo -comentó en su tono más impertinente.

– Yo nunca he sido muy prudente, colega -remedó Grant el acento señoritil de Dillon-. Por eso he acabado en este agujero.

Cruzó hacia su escritorio y se sentó. Tenía desplegada la carta correspondiente al canal de la Mancha, con la costa de Normandía y Cherburgo y sus alrededores, la misma que Dillon había consultado la noche que estuvo allí con Angel.

– Me gustaría salir ya, muchacho -prosiguió Dillon- Si te preocupa el resto del flete, puedo pagártelo al contado ahora mismo.

Hizo un ademán alzando el portafolios y agregó:

– No te importará cobrar en dólares, supongo.

– No, pero lo que sí me importa es que me tomen por tonto -replicó Grant señalando el mapa-. Land's End, ¡y un carajo! Vi cómo lo consultabas la otra noche que estuviste aquí con la chica. El canal de la Mancha y la costa francesa. Me gustaría saber lo que te traes entre manos.

– Desde luego estás hablando como un imprudente -contestó Dillon.

Grant abrió un cajón del escritorio y sacó su viejo revólver Webley.

– ¿Ah, sí? Eso lo veremos. Ahora coloca el maletín sobre el escritorio y sepamos lo que hay.

– Claro que sí, muchacho. No hay por qué ponerse violentos.

Dillon se acercó un paso y colocó el portafolios sobre la mesa. Con la otra mano se sacó al mismo tiempo la Beretta del cinto y le descerrajó a Grant un tiro a bocajarro.

El aviador se derrumbó de espaldas en el sillón. Dillon se guardó la Beretta, plegó el mapa, se lo puso debajo del brazo, recogió el petate y el portafolios y salió, pisando la nieve en dirección al hangar, donde entró por el portillo para desatrancar la puerta corredera quedando descubiertas las dos avionetas. Eligió la Cessna Conquest por la sencilla razón de que era la que estaba más cerca. Tenía la escalerilla bajada. Arrojó el petate y el maletín al interior, subió y tiró de la escotilla para cerrarla.

Tras ocupar el asiento izquierdo, el del piloto, estudió la carta. Serían unas ciento cincuenta millas de vuelo hasta el campo de aviación de St. Denis, y salvo dificultades como vientos de proa, en una máquina como aquélla no se tardaría más de tres cuartos de hora. Naturalmente no se había registrado ningún plan de vuelo, con lo que era de prever que aparecería como intruso en alguna pantalla de radar. Pero no importaba. Si salía al mar derecho por Brighton, desaparecería en medio del canal antes de que nadie se diera cuenta de lo ocurrido. Otra cosa era la aproximación a St. Denis, aunque volando por debajo de los seiscientos pies mientras se acercaba a la costa, con un poco de suerte no sería detectado por el radar del aeropuerto de Maupertus, en Cherburgo.

Colocó la carta desplegada sobre el otro asiento, para poder consultarla, y dio el contacto, arrancando primero el motor de babor y luego el de estribor. Sacó la Conquest del hangar y se detuvo unos instantes para verificar, los instrumentos. Los depósitos de combustible estaban a tope; Grant no se había alabado en vano. Dillon se puso el cinturón de seguridad y condujo la avioneta hacia la cabecera de pista.