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Dando la proa al viento, inició la carrera de despegue. En seguida notó la retención de la nieve acumulada, por lo que dio máximo de gas y atrajo hacia sí los mandos. La Conquest despegó y empezó a ganar altura. Al ladearla para enfilar rumbo a Brighton vio abajo un sedán negro que avanzaba entre los árboles en dirección a los hangares.

– No sé quién demonios sois, pero si venís por mí habéis llegado demasiado tarde -dijo en voz baja, al tiempo que describía una amplia curva y orientaba la avioneta hacia la costa.

Angel estaba sentada junto a la mesa de la cocina; entre sus manos, el tazón de café que le había dado Mary. Brosnan y Harry Flood, con su brazo en cabestrillo, escuchaban de pie, y Charlie Salter apoyaba el hombro en el quicio de la puerta.

– ¿Has dicho que en lo de Downing Street estuvieron Dillon y tu tío? -preguntaba Mary.

Angel asintió.

– Yo conducía la furgoneta Morris que transportó la moto del señor Dillon. Él siguió a tío Danny, que iba en la Ford Transit -parecía una sonámbula-. Luego conduje desde Bayswater hasta aquí y tío Danny tenía miedo, mucho miedo de lo que pudiera pasar.

– ¿Y Dillon? -preguntó Mary.

– Tenía previsto despegar desde ese campo de aviación cercano, el de Grimethorpe. Alquiló una avioneta al señor Grant, que es el director del campo. Dijo que iba a Land's End, pero no era verdad.

Ausente, mirando al vacío, sostenía el tazón con ambas manos. Brosnan intervino con amabilidad:

– ¿Adónde iba, Angel? ¿Lo sabes tú?

– Me lo enseñó en el mapa. Hay una pista de aterrizaje en Francia, cerca de la costa. Un lugar llamado St. Denis, cerca de Cherburgo.

– ¿Estás segura? -insistió Brosnan.

– ¡Ah, sí! Tío Danny le pidió que nos llevase, pero él no quiso y entonces tío Danny se enfadó y entró con la escopeta, y entonces… -se echó a llorar.

Mary la rodeó con los brazos.

– No llores… Ya pasó todo.

Brosnan preguntó:

– ¿Hubo algo más?

– No creo -Angel aún parecía aturdida- Le ofreció dinero a tío Danny. Dijo que su cliente podía pagarlo en cualquier lugar del mundo.

– ¿No mencionó el nombre? -inquirió Brosnan.

– No, nunca -su rostro se ilumine»-. ¡Ah, sí! Ahora recuerdo el primer día dijo algo acerca de trabajar por cuenta de los árabes.

Mary se volvió hacia Brosnan:

– ¿Iraq?

– Siempre me pareció que era una posibilidad.

– Está bien. Vamos a inspeccionar lo de Grimethorpe -dijo Flood-. Tú, Charlie, quédate aquí con la chica hasta que llegue el séptimo de caballería. Nos llevamos el Mercedes -y salió mostrando el camino a los demás.

Rashid, Aroun y Makeiev estaban de pie en el gran salón del castillo de St. Denis, bebiendo champaña mientras aguardaban el comienzo del noticiario televisado.

– Será una jornada de júbilo en Bagdad -dijo Aroun- Ahora la nación conocerá el poderío de su presidente.

En la pantalla apareció el busto parlante del presentador, que anunció la noticia en breves palabras. Luego salieron las imágenes: Whitehall bajo la nieve, la guardia montada, la parte trasera del número diez de Downing Street con las ventanas rotas y los cortinajes colgando, Mountbatten Green y el primer ministro inspeccionando los estragos. Los tres espectadores guardaron silencio, estupefactos. Fue Aroun el primero en romperlo.

– ¡Ha fallado! -susurró-. ¡No ha servido de nada! Un par de ventanas rotas y un agujero en el jardín.

– Pero se ha intentado -protestó Makeiev- El golpe más sensacional asestado nunca contra el Gobierno británico, ¡y en la misma sede del poder!

– ¡A quién le importa eso! -arrojó Aroun a la chimenea su copa de champaña- Necesitábamos resultados, y no se han conseguido. Fracasó contra la Thatcher y ha fracasado contra el primer ministro británico. Pese a tus grandes palabras, Josef, sólo contabilizamos fracasos.

Desesperado, se derrumbó en una de las sillas del comedor, y Rashid comentó:

– Menos mal que no se le pagó el millón de libras.

– Cierto -replicó Aroun-. Pero el dinero no tiene tanta importancia. Es mi posición personal cerca del presidente la que ha quedado comprometida.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Makeiev.

– ¿Hacer? -Aroun se volvió hacia Rashid-. Vamos a preparar un cálido recibimiento para nuestro amigo Dillon, ¿no te parece, Ali?

– A sus órdenes, señor Aroun -contestó Rashid.

– En cuanto a ti, Josef, ¿estás con nosotros en esto? -preguntó Aroun.

– Naturalmente -contestó Josef, al no ver la posibilidad de decir otra cosa-. Naturalmente.

Se sirvió otra copa de champaña, pero le temblaban las manos.

En el instante en que el Mercedes salía de entre el bosquecillo de Grimethorpe, la Conquest ganaba altura y desaparecía. Brosnan iba al volante, Mary a su lado y Harry Flood en el asiento posterior.

Mary se asomó por la ventanilla.

– ¿Sería él?

– Es posible -dijo Brosnan-. No tardaremos mucho en saberlo.

Pasaron por delante del hangar abierto, donde estaba la Navajo Chieftain, e hicieron alto junto a los barracones. Brosnan, que fue el primero en entrar, halló el cadáver de Grant.

– ¡Aquí! -llamó a los demás, y Mary y Flood fueron a reunirse con él.

– Así que el del avión es Dillon -comentó ella.

– Lo que significa que se nos ha escapado otra vez el muy bastardo -dijo Flood.

– No esté tan seguro -exclamó Mary-. Quedaba otra avioneta en el hangar-y se volvió para salir corriendo.

– ¿Qué pasa? -preguntó Flood al ver que Brosnan echaba a correr también.

– Entre otras cosas, la chica es también piloto militar -explicó Brosnan.

Cuando llegaron al hangar, la escotilla de la Navajo estaba abierta y Mary sentada en la cabina. En seguida salió anunciando:

– Los depósitos están a tope.

– ¿Vas a perseguirle? -preguntó Brosnan.

– ¿Por qué no? Con un poco de suerte nos pondremos al rebufo -tenía un aire enérgico y decidido cuando abrió el bolso y sacó el teléfono celular-. Me niego a admitir que ese hombre se salga con la suya. Hay que pararle los pies de una vez por todas.

Salió del hangar, extendió la antena del teléfono portátil y marcó el número del móvil de Ferguson.

El coche de Ferguson, en cabeza de una caravana de seis automóviles camuflados del servicio especial, acababa de entrar en Dorking cuando recibió la llamada de Mary. Iba con el inspector Lane en el asiento posterior, y delante el sargento Mackie, al lado del chófer.

Ferguson escuchó el mensaje de Mary y rápidamente tomó su decisión.

– Totalmente de acuerdo. Debes seguir a Dillon sin pérdida de tiempo hasta St. Denis. ¿En qué puedo ayudarte?

– Hable con el coronel Hernu, de la Quinta. Que investigue quién es el dueño de esa pista de St. Denis, a fin de saber con quién nos la jugamos. Seguramente querrá intervenir también, pero eso le llevará algún tiempo; mientras tanto, que hable con las autoridades del aeropuerto de Maupertus para que actúen como enlace cuando nos acerquemos a la costa francesa.

– En seguida me ocupo de ello, y tú toma nota de la frecuencia de radio que voy a decirte -y le comunicó rápidamente los detalles-. Así tendrás comunicación directa conmigo en el Ministerio de Defensa, y si no estoy en Londres me pasarán tu llamada.

– A la orden, señor.

– Y otra cosa, cariño. Ten cuidado -dijo él.

– Lo procuraré, señor.

Ella plegó la antena del teléfono, lo devolvió al bolso y regresó al hangar.

– ¿Nos vamos, pues? -preguntó Brosnan.

– Hablará con Max Hernu, en París. El aeropuerto de Cherburgo dirigirá nuestra aproximación, y además nos tendrá al corriente de lo que suceda -sonrió con rabia-. Vámonos. Sería una vergüenza llegar allí para descubrir que ha vuelto a largarse.