Cuando se abrió la puerta y entró Dillon, el otro hermano, dejó de tocar.
– ¡Ah! ¿Otra vez por aquí, monsieur Rocard?
– Hola, Gaston -le estrechó la mano Dillon y luego se volvió hacia el de la barra-. Hola, Pierre.
– Escuche. Todavía me acuerdo de esa canción, esa melodía irlandesa que le gusta a usted. -Gaston tocó unas notas en su instrumento.
– Muy bien. Eres un artista -dijo Dillon.
A espaldas de ellos, la parejita abandonó sus asientos y salió. Pierre sacó del frigorífico media botella de champaña.
– ¿Champaña como siempre, supongo? No es nada del otro jueves, amigo, pero aquí somos pobres.
– Conseguirás que me eche a llorar -replicó Dillon.
– ¿En qué podemos servirle? -inquirió Pierre.
– ¡Bah! Pensaba proponeros un pequeño negocio -hizo Dillon un ademán hacia la puerta-. Sería mejor cerrar, me parece.
Gaston dejó el acordeón sobre la barra y fue a bajar la persiana metálica. Luego corrió el cerrojo de la puerta y retornó a su taburete.
– ¿Y bien, amigo?
– Puede ser el negocio de vuestra vida, muchachos -dijo Dillon abriendo el maletín para sacar uno de los mapas de carreteras, con lo que descubrió al mismo tiempo los fajos de billetes de cien-. Veinte mil, americanos. Diez ahora y el resto después del trabajo -anunció.
– ¡Santo cielo! -exclamó Gaston, impresionado, pero Pierre no desfrunció el ceño-. ¿Qué hay que hacer a cambio de tanto dinero?
Por experiencia Dillon procuraba decir la verdad hasta donde fuese posible.
– Se me ha encargado por parte de la Unión Corsa resolver un pequeño problema -dijo mientras empezaba a desplegar el mapa, citando el nombre de la organización criminal más temida de Francia-. Un caso de rivalidad comercial, podríamos decir.
– ¡Ah! Entiendo -añadió Pierre-. Usted se ocupará de eliminar el problema.
– Exacto. Las personas en cuestión pasarán por esta carretera en dirección a Valenton mañana, poco después de las dos. Iré a su encuentro aquí, cerca del paso a nivel.
– ¿Y cómo se llevará a cabo el trabajo?
– Una sencilla encerrona. Todavía estáis en el negocio del transporte, ¿verdad? ¿Coches robados, camiones?
– Bien lo sabe usted, que nos los ha comprado tantas veces -contestó Pierre.
– Un par de camionetas no sería demasiado pedir, ¿no es cierto?
– Y luego, ¿qué?
– Esta noche iremos a inspeccionar el terreno -consultó su reloj-. Será a las once, saliendo de aquí. No nos llevará más de una hora.
Pierre meneó la cabeza.
– Escuche. Puede que haya jaleo. Estoy demasiado mayor para andar a tiros por ahí.
– Estupendo -le replicó Dillon-. ¿A cuántos pelaste cuando andabas con los de la OAS?
– Entonces yo era joven.
– Sí, supongo que a todos nos espera lo mismo. Nada de tiros. Vosotros dos iréis y os largaréis en seguida, tan rápidos que ni siquiera os enteraréis de lo que ocurra. Un pedazo de tarta -sacó del portafolios varios fajos de billetes y los extendió con parsimonia sobre la barra-. Diez mil, ¿hay trato?
La codicia se impuso, como siempre, tan pronto como Pierre hubo acariciado los billetes con los dedos.
– Creo que sí, amigo.
– Bien. Hasta las once, pues.
Dillon cerró el maletín y Gaston fue a abrirle la puerta. Cuando el irlandés hubo salido, Gaston volvió a cerrar y luego se volvió.
– ¿Qué opinas?
Pierre sirvió dos copas de coñac.
– Opino que nuestro común amigo Rocard es un gran embustero.
– Pero también es un hombre muy peligroso -añadió Gaston-. ¿Qué hacemos?
– Esperar y ver -brindó Pierre con su copa-. Salut.
Dillon se encaminó a pie hacia el almacén de la calle de Helier, aunque no sin dar rodeos de unas calles a otras y refugiándose alguna que otra vez en la oscuridad para ver si le seguía alguien. Hacía tiempo había aprendido que todos los grupos políticos revolucionarios estaban plagados de facciones y de chivatos, lo cual era particularmente cierto en el caso del IRA. Por la misma razón, y tal como había explicado a Aroun, prefería recurrir a delincuentes profesionales siempre que necesitase ayuda, a hampones honrados que hacían las cosas sólo por dinero, como él solía decir. Por desgracia, ni siquiera esto era del todo seguro. Creyó adivinar algo raro en la actitud del gordo Pierre.
En la puerta del almacén se abría un portillón por donde entró Dillon tras descorrer la cerradura. Dentro guardaba un sedán Renault, un Ford Escort y una moto BMW de la policía cubierta con una lona. Tras verificar que todo estuviese en orden, enfiló la escala de madera y se metió en la vivienda del altillo. No era éste su único hogar, ya que tenía además una barcaza en el río, por si acaso.
Sobre una mesa de la salita encontró un petate de lona con una tarjeta que sólo decía: SU PEDIDO. Sonriendo, abrió la cremallera y halló una ametralladora Kalashnikov PK último modelo, con el trípode doblado y el cañón desmontado para mayor facilidad de transporte. En el petate venía además una caja con la cinta de cartuchos y, a su lado, otra caja similar. Dillon fue a abrir un cajón de la cómoda, sacó una manta plegada y la guardó en el petate; luego cerró la cremallera, se ajustó la Walther al cinto y salió hacia la escalera portando el voluminoso bulto.
Después de echar el cierre del portillón, regresó por donde había venido sintiéndose presa de excitación, como siempre le ocurría en tales ocasiones. Aquél era el momento más emocionante del mundo: cuando la acción se ponía en marcha. Salió a una calle principal y pocos instantes después hizo señas a un taxi que le llevó nuevamente a Le Chat Noir.
Salieron de París en dos camionetas Renault idénticas, excepto en que la una era negra y la otra blanca. Gaston abría camino, mientras Dillon viajaba en el asiento del acompañante y Pierre los seguía con el otro vehículo. Hacía mucho frío y seguía cayendo aguanieve, aunque no llegaba a cuajar. Apenas hablaron; Dillon se arrellanó en el asiento con los ojos cerrados para que el francés creyera que iba dormido.
No lejos de Choisy la camioneta patinó y Gaston soltó un juramento mientras luchaba con el volante.
– Tranquilo, hombre. No nos conviene ir a parar a la cuneta. ¿Dónde estamos?
– Acabamos de tomar la desviación hacia Choisy. Falta poco.
Dillon se incorporó. Había nieve en las cunetas pero no en la calzada.
– Cochina noche -dijo Gaston-. ¡Hay que ver!
– Recuerda esos hermosos billetes de cien dólares -le recordó Dillon-. Eso te ayudará a soportarla.
Al poco dejó de nevar y se aclaró el cielo, asomando la media luna. Al coronar una loma vieron abajo el semáforo del paso a nivel. Junto a éste se alzaba un barracón en desuso, las ventanas tapadas con tablones y un montón de adoquines delante, cubiertos de nieve en polvo.
– Para aquí -ordenó Dillon.
Gaston obedeció y frenó en el lugar indicado cortando al mismo tiempo el contacto. Pierre detuvo la camioneta blanca al lado y se apeó no sin dificultad, debido a la pierna artificial, para reunirse con ellos.
Dillon contempló la encrucijada desde una veintena de metros de distancia y asintió.
– Perfecto. Dame las llaves.
Gaston lo hizo y el irlandés abrió la puerta trasera de la furgoneta. Allí estaba el petate de hule; abrió la cremallera mientras sus acompañantes miraban, extrajo la Kalashnikov, montó el cañón con pericia y puso el arma en posición apuntando hacia la trasera del vehículo. Luego acercó el cajón de las municiones y montó la cinta.
– Parece peligrosa de veras -dijo Pierre.