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– Dadas las circunstancias, fue una decisión prudente la de no pagar a este hombre.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Dillon.

– El millón por adelantado que según sus instrucciones debía depositarse en Zúrich.

– Yo hablé con el director y me confirmó que había sido transferido a mi cuenta -gritó Dillon.

– Por orden mía, ¡necio! Tengo depositados muchos millones en ese banco. Ante la amenaza de retirarlos, el director no tuvo inconveniente en seguir al pie de la letra mis instrucciones.

– Muy mal hecho -replicó Dillon con tranquilidad- Yo siempre cumplo mi palabra, señor Aroun, y exijo que los demás cumplan la suya. Es cuestión de honor.

– ¿Honor? ¿Se atreve a hablarme de honor? -Aroun profirió una carcajada seca-. ¿Qué te parece eso, Josef?

Makeiev, que se había mantenido detrás de la puerta, dio un paso adelante con la Makarov en la mano. Dillon se volvió a medias y el ruso dijo:

– Tranquilo, Sean, tranquilo.

– Nunca he dejado de estarlo, Josef -replicó Dillon.

– Las manos sobre la cabeza, señor Dillon -le ordenó Rashid. Dillon obedeció. Rashid abrió la cremallera de la cazadora de cuero, buscó un arma y no la halló; luego cacheó la cintura de Dillon y descubrió la Beretta-. Muy astuto -dijo, poniendo el arma sobre la mesa.

– ¿Me permiten un cigarrillo? -se llevó la mano al bolsillo Dillon, a lo que Aroun echó el periódico a un lado y le apuntó con el Smith & Wesson, mientras Dillon sacaba un paquete de tabaco-. ¿De acuerdo?

Rashid le dio fuego y el irlandés se quedó de pie con el cigarrillo colgando de una comisura de la boca.

– ¿Y ahora qué? ¿Josef debe liquidarme?

– No, ese placer me lo reservo yo -replicó Aroun.

– Seamos razonables, señor Aroun. -Dillon accionó los dos pestillos del portafolios, disponiéndose a abrirlo-. Yo le devuelvo el resto del dinero que me entregó usted para los gastos, y quedamos en paz, ¿qué le parece?

– ¿De veras cree que esto puede arreglarse con dinero? -preguntó Aroun.

– En realidad, no -dijo Dillon al tiempo que sacaba del maletín la Walther con el silenciador Carswell y le disparaba un tiro entre los ojos. Aroun cayó hacia atrás, derribando la silla, y Dillon giró sobre sí mismo hincando simultáneamente una rodilla en tierra. Makeiev recibió los dos tiros, mientras la pistola del ruso disparaba una bala al azar.

Dillon se incorporó y se volvió al instante, con la Walther a punto. Al instante Rashid levantó ambas manos a la altura de los hombros.

– No es necesario, señor Dillon, y además puedo serle útil todavía.

– Ya lo creo que puedes-replicó Dillon.

De súbito se oyó el rugido de un avión que pasaba sobre el castillo. Dillon agarró del hombro a Rashid y lo empujó hacia la ventana.

– ¡Abre! -ordenó.

– Bien -obedeció Rashid, y ambos salieron a la terraza, desde donde pudieron ver el aterrizaje de la Navajo, pese a la niebla que empezaba a cubrir la pista.

– Y ésos, ¿quiénes son? ¿Amigos vuestros? -preguntó Dillon.

– No esperábamos a nadie, ¡se lo juro! -contestó temeroso Rashid.

Dillon tiró de él hacia atrás y apoyó la boca del silenciador en el cuello de su prisionero.

– Aroun tenía una bonita caja fuerte en su apartamento dé la avenida Victor Hugo. No me digas que aquí no tiene lo mismo.

Rashid no lo pensó dos veces.

– En el estudio. Voy a mostrársela.

– Desde luego que lo harás -replicó Dillon, y le empujó hacia la puerta.

La Navajo pilotada por Mary rodó sobre la pista y fue a estacionarse junto con la Conquest y la Citation. Cuando cortó el contacto, Brosnan había pasado ya a la cabina y empezaba a abrir la escotilla. Bajó con agilidad y se volvió para tender la mano a Flood, luego a Mary. Estaba todo muy silencioso. El viento levantaba pequeños remolinos de nieve.

– ¿Y esa Citation? -preguntó Mary-. No puede ser Hernu, no ha tenido tiempo suficiente.

– Es la de Aroun, sin duda -aventuró Brosnan.

Flood les llamó la atención sobre las huellas de pasos, claramente visibles, que se dirigían hacia el sendero entre los árboles, a cuyo fondo se erguía el bello edificio.

– Ahí tenemos indicado nuestro camino -dijo, y echó a andar el primero, seguido de Brosnan y Mary.

15

El estudio era sorprendentemente pequeño, con un entarimado de roble y los habituales retratos de aristócratas de antaño. Contenía un escritorio antiguo y un sillón, una chimenea en desuso, un televisor, un fax y, en una de las paredes, unos estantes con libros.

– Date prisa -dijo Dillon, sentándose al borde del escritorio y encendiendo un cigarrillo.

Rashid se acercó a la chimenea y apoyó una mano en el entarimado, hacia el lado derecho de aquélla. Evidentemente había un resorte oculto; uno de los paneles se abrió revelando una pequeña caja fuerte. Rashid hizo girar el disco hacia la derecha y hacia la izquierda, y luego tiró del pomo, pero la caja no se abrió.

– Tendrás que afinar mejor -dijo Dillon.

– Déme un poco de tiempo -Rashid estaba empapado de sudor-. Debo haber equivocado la combinación. Lo intentaré otra vez.

Lo hizo, deteniéndose únicamente para enjugarse el sudor de la frente con la izquierda, hasta que se produjo un «clic» que incluso Dillon pudo oír.

– Ya está -dijo Rashid.

– Muy bien, pues adelante -replicó Dillon y alargó la mano izquierda, sin dejar de apuntar con la Walther a la espalda de Rashid.

Rashid abrió la caja fuerte, metió la mano y se volvió empuñando una Browning. Dillon le disparó en el hombro, con lo que su adversario se volvió a medias y recibió el segundo balazo en la espalda. El joven iraquí salió despedido contra la pared, cayó al suelo y rodó quedando boca abajo.

Dillon le contempló unos instantes.

– ¡Si es que nunca aprenden! -dijo en voz baja.

Rebuscó dentro de la caja fuerte. Contenía, perfectamente ordenados, varios fajos de billetes de cien dólares, francos franceses, billetes ingleses de cincuenta libras. Regresó al salón principal para recuperar el portafolios, volvió al estudio y, abriendo el maletín sobre el escritorio, lo llenó de dinero mientras silbaba su musiquilla habitual. Cuando vio que no cabía más, cerró el portafolios. En ese preciso instante oyó que abrían la puerta principal.

Brosnan subió la escalinata cubierta de nieve, esgrimiendo en la derecha la Browning que le había dado Mordecai. Titubeó unos instantes y luego empujó la puerta, que cedió en seguida.

– ¡Cuidado! -le advirtió Flood.

Brosnan lanzó una ojeada cautelosa y observó la espaciosa entrada con sus baldosas blancas y negras, así como la escalinata que conducía a la planta superior.

La doble puerta del salón principal estaba abierta de par en par, por lo que Brosnan pudo ver en seguida a Makeiev caído en el suelo. Tras un instante de vacilación, siguió avanzando, con la Browning a punto.

– Ha estado aquí, eso se nota. ¿Quién será ése?

– Hay otro detrás de la mesa -dijo Flood.

Todos se acercaron y Brosnan hincó una rodilla en tierra para dar la vuelta al cadáver.

Mary entró a su vez en el vestíbulo, cerró la puerta a su espalda y siguió con la mirada a los dos hombres que entraban en el gran salón. Oyó un leve crujido a su izquierda, y al volverse vio abierta la puerta del estudio. Sacando del bolso la Colt del 25, se acercó. Al hacerlo su ángulo de visión abarcó el escritorio y también el cadáver de Rashid caído en el suelo. Cuando quiso acudir, movida por una reacción instintiva, Dillon salió de detrás de la puerta, le quitó la pistola de la mano y se la guardó en un bolsillo.

– ¡Caramba! Qué placer tan inesperado -dijo, al tiempo que le clavaba la Walther en un costado.

– Pero, ¿por qué lo habrá matado? -dijo Flood a Brosnan-. No lo entiendo.