– Cartuchos de siete coma dos milímetros, mezclando trazadoras y perforadoras de blindaje -explicó Dillon-. Desde luego es un arma de cuidado la Kalashnikov. Con una de ésas yo he visto hacer pedazos un Land Rover cargado de paracaidistas británicos.
– ¿De veras? -dijo Pierre, y cuando Gaston fue a decir algo le impuso silencio tocándole el brazo con la mano-. ¿Qué hay en la otra caja?
– Más munición.
Dillon sacó del petate la manta, cubrió con ella la ametralladora y luego cerró la puerta trasera con la llave. A continuación se puso al volante, arrancó y maniobró con la camioneta varios metros, hasta dejarla con la trasera apuntando hacia el cruce. En seguida se apeó y cerró con llave la puerta. Las nubes cubrieron la Luna y empezó a llover, aunque esta vez más nieve que agua.
– ¿Así que piensa dejarla aquí? ¿Y si se fija alguien? -preguntó Pierre.
– En efecto, ¿qué pasaría entonces? -Dillon se arrodilló junto a la rueda posterior del lado de la carretera, sacó del bolsillo una navaja y tras accionar el muelle pinchó el neumático cerca de la llanta. Salió el aire con un silbido y el neumático quedó plano en seguida.
Gaston asintió.
– Muy hábil. Si alguien repara en ella, creerá que está averiada.
– Pero, ¿y nosotros? -preguntó Pierre-. ¿Qué quiere que hagamos?
– Muy sencillo. A las dos de la tarde Gaston se presenta con la Renault blanca y la deja cruzada en la carretera. No en la vía, ¡ojo!, sólo bloqueando la carretera. Se apea, echa la llave y se larga a toda velocidad, dejándola abandonada -se volvió hacia Pierre-. Tú, que le habrás seguido en otro coche, le recoges y os volvéis a París sin pérdida de tiempo.
– ¿Y usted? -preguntó el gordo.
– Yo estaré aquí esperando, escondido en la otra camioneta. Ya me las arreglaré. Ahora nos volvemos a París, me dejáis en Le Chat Noir y nada más. No me volveréis a ver más.
– ¿Y el resto del dinero? -preguntó Pierre mientras se ponía al volante de la otra furgoneta y Gaston y Dillon entraban.
– Lo tendréis, perded cuidado -le tranquilizó Dillon-. Yo siempre cumplo, como espero que cumplan los demás. Es un punto de honor, amigo. Ahora, vámonos de aquí.
Cerró los ojos de nuevo y se tumbó en el asiento. Pierre miró de soslayo a su hermano y puso en marcha el vehículo.
Regresaron a Le Chat Noir sobre la una y media. Tenían un garaje frente al establecimiento. Gaston abrió la puerta y Pierre metió la camioneta.
– Me voy -anunció Dillon.
– ¿No quiere pasar? -le preguntó el gordo-. Gaston le llevará a casa.
Dillon sonrió.
– A mí nunca en la vida me ha llevado nadie a casa.
Echó a andar y desapareció en una callejuela. Pierre le dijo a su hermano:
– Síguele y no pierdas la pista.
– ¿Por qué? -quiso saber Gaston.
– Porque necesito saber dónde para, eso es. Este negocio apesta, Gaston, apesta peor que pescado podrido. Vamos, ¡vete ya!
Dillon se movió rápidamente de una calle a otra, según su costumbre, pero Gaston, caco desde la infancia, también era experto en aquellos menesteres y logró seguir la pista sin acercarse demasiado en ningún momento. Dillon pensaba regresar al almacén de la calle de Helier, pero en un momento dado, al detenerse en una esquina para encender un cigarrillo echó una ojeada hacia atrás y habría jurado que había visto un movimiento. Lo que era cierto; se trataba de Gaston, que acababa de refugiarse en un portal para no ser sorprendido.
Para Dillon, sin embargo, la simple sospecha era suficiente. La actitud de Pierre le había inquietado durante toda la noche y le daba un mal presentimiento. Dobló a la izquierda, desanduvo el camino en dirección al río y recorrió unos muelles, dejando atrás un par de camiones con los parabrisas recubiertos de nieve.
Por fin llegó a un hotel de mala muerte, de los visitados únicamente por prostitutas y camioneros en tránsito, y decidió entrar.
El recepcionista era un vejete con abrigo y bufanda para protegerse contra el frío. Le miró con sus ojos llorosos, abandonando la novela que estaba leyendo.
– ¿Monsieur?
– Acabo de traer una carga desde Dijon hace un par de horas y pensaba regresar esta misma noche, pero se me ha estropeado el maldito camión. Necesito una cama.
– Son treinta francos, monsieur.
– No lo dirá en serio -replicó Dillon-. Me voy de aquí en cuanto amanezca.
El viejo se encogió de hombros.
– Por veinte, puedo darle la número dieciocho del segundo piso, pero no se han cambiado las sábanas.
– ¿Cuándo las cambian, una vez al mes? -aceptó Dillon la llave, y tras pagar los veinte francos subió.
La habitación, incluso bajo la tenue luz del descansillo, resultó tan innoble como cabía esperar. Cerró la puerta, se movió con precaución en la habitación a oscuras y se acercó a la ventana con cautela. Hubo un movimiento bajo un árbol en la otra acera, la que daba a los muelles. Gaston Jobert salió corriendo a toda prisa hasta perderse en la bocacalle.
– Qué fatalidad -susurró Dillon en voz baja; luego encendió un cigarrillo y se tumbó en la cama, mirando al techo, mientras reflexionaba sobre la situación.
Sentado a la barra de Le Chat Noir esperando el regreso de su hermano, Pierre hojeaba el Paris Soir a falta de mejor cosa que hacer, y fue entonces cuando se fijó en el suelto sobre la entrevista de Margaret Thatcher con Mitterrand. Sintió un acceso de náuseas y releyó el artículo, horrorizado. En ese preciso instante se abrió la puerta y entró Gaston a toda prisa.
– ¡Qué noche! Estoy calado hasta los huesos. Dame un coñac.
– Toma -sirvió una copa Pierre-. Y mientras te lo bebes, puedes leer esta interesante noticia de Paris Soir.
Gaston hizo lo que le mandaba su hermano, y se le atragantó el coñac.
– ¡Dios mío! ¡Es ella la que pernocta en Choisy!
– Y despegará de la antigua pista militar de Valenton.
Sale de Choisy a las dos. ¿Cuánto se necesitará para llegar hasta el paso a nivel? ¿Diez minutos?
– ¡Santo Cielo! ¡Estamos perdidos! -dijo Gaston-. No es asunto para nosotros, Pierre. Si llega a ocurrir, todos los guripas de Francia se echarán a la calle.
– No ocurrirá. Yo sabía que la presencia de ese malnacido era mal presagio. Siempre me pareció algo raro. ¿Lograste seguirle?
– Sí, estuvo dando vueltas por las calles durante un rato y luego se metió en ese hotelucho del viejo François, junto a los muelles -se estremeció y prosiguió en tono lloriqueante-: ¿Qué vamos a hacer? ¡Esto es el fin, Pierre! Nos encerrarán en una celda y echarán la llave al mar, ¡ya lo verás!
– Te digo que eso no sucederá -replicó Pierre-. No, si nos chivamos. A lo mejor hasta nos lo agradecen. Puede que incluso den recompensa por él. Dame el teléfono particular del inspector Savary.
– Estará acostado ya.
– Claro que lo estará, ¡idiota!, y bien calentito con su gorda, como deberían estar siempre los buenos detectives. Tendremos que sacarlo de la cama.
El inspector Jules Savary despertó con una maldición cuando sonó el teléfono de la mesita de noche. Se hallaba solo, porque su mujer estaba pasando una semana en Lyon, en casa de su madre. La noche había sido larga: dos atracos a mano armada y un intento de violación. Acababa de conciliar el sueño. Descolgó.
– Savary al habla.
– Soy yo, inspector, Pierre Jobert.
Savary miró hacia el despertador.
– ¡Por todos los santos, Jobert! Son las dos y media de la madrugada.
– Ya lo sé, inspector, pero tengo algo muy especial para usted.
– Eso no es una novedad, así que puede esperar hasta que amanezca.
– No lo creo, inspector. Le ofrezco la oportunidad de convertirse en el policía más famoso de Francia. El golpe de su vida.