– A otro perro con ese hueso -dijo Savary.
– Margaret Thatcher. Duerme en Choisy esta noche y sale de Valenton a las dos, ¿no es cierto? Si quiere, le digo todo lo que sé acerca del hombre que se ha propuesto no dejar que llegue.
Jules Savary despabiló en una fracción de segundo.
– Dónde estás, ¿en Le Chat Noir?
– Sí -respondió Jobert.
– Dentro de media hora. -Savary colgó, saltó de la cama y empezó a vestirse.
En aquel mismo momento Dillon decidía mudarse. El hecho de que Gaston le hubiera seguido no tenía por qué significar sino que los hermanos querían averiguar más detalles acerca de él. Pero, por otra parte…
Salió, no sin cerrar la puerta con la llave, buscó la escalera de incendios y bajó con cautela. Abajo había una puerta que se abrió con facilidad, y se halló en un patio trasero, en el que desembocaba un callejón por el que fue a parar a la calle principal. Cruzó siguiendo una fila de camiones aparcados, y eligió uno que estaba a cincuenta metros del hotel, pero con buena visibilidad. Sacó la navaja y actuó sobre el borde superior de la ventanilla del acompañante. El cristal no tardó mucho en ceder un poco y le permitió meter los dedos para seguir forzándolo. Al cabo de un minuto estaba dentro; dominando el deseo de fumar, se levantó el cuello del chaquetón, embutió las manos en los bolsillos y esperó medio tumbado en la banqueta. Eran las tres y media cuando los cuatro coches sin identificación se detuvieron delante del hotel y saltaron ocho hombres, ninguno de ellos de uniforme, lo que no dejaba de ser curioso.
– Action Service, si no estoy equivocado -se dijo Dillon.
Gaston Jobert se apeó del último coche y habló con los demás unos momentos; luego todos entraron en el hotel. Dillon no estaba enfadado, sino más bien complacido al comprobar que su instinto no le engañaba. Se apeó del camión y buscó el refugio de la bocacalle más próxima, para continuar luego hacia el almacén de la calle de Helier.
El servició secreto francés, tantos años famoso bajo la sigla SDECE, decidió rebautizarse bajo la administración Mitterrand con el nombre de Direction Générale de la Sécurité Extérieure, o DGSE, como parte de un lavado de imagen de aquella organización tan misteriosa como expeditiva y, según decían, ajena a cualquier clase de escrúpulos. Aunque, incluso concediendo eso, contadas organizaciones análogas del mundo podían medirse con ella en términos de eficacia.
Como en los viejos tiempos, el servicio seguía dividido en cinco secciones y numerosos departamentos; de aquéllas la más famosa, o la más infame según como se mire, era la Sección Quinta, más comúnmente llamada Action Service, la responsable de haber desarticulado la OAS.
El coronel Max Hernu había intervenido en todo eso y había cazado a los OAS tan encarnizadamente como cualquiera, pese a haber sido antes paracaidista en Indochina y en Argelia. Tenía sesenta y un años; canoso, presentaba aspecto de caballero elegante detrás de su escritorio, en un despacho de la primera planta de las oficinas centrales de la DGSE, sitas en el bulevar Mortier. Faltaban pocos minutos para las cinco y Hernu se había calado las gafas de montura de concha para leer el informe. Le habían sacado de su casa de campo a sesenta y cinco kilómetros de París, y acababa de llegar. El inspector Savary aguardaba en actitud respetuosa. Hernu se quitó las gafas.
– Aborrezco esta hora de la mañana. Me recuerda las madrugadas de Dien Bien Phu, cuando faltaba poco para el final. Sírvame otro café, si no le importa.
Savary tomó la taza, se acercó a la cafetera eléctrica y sirvió un café muy cargado.
– ¿Qué opina usted, señor?
– Esos hermanos Jobert, ¿cree usted que nos lo han contado todo?
– Absolutamente seguro. Hace años que los conozco. Pierre, el mayor, estuvo en la OAS y aunque cree que eso le da categoría, en realidad son dos pillos de segunda. Se defienden bien con los coches robados.
– ¿De modo que un asunto como éste se saldría de su especialidad?
– Desde luego. Me han confesado que habían vendido coches a ese tal Rocard otras veces.
– ¿De los trucados?
– Sí, señor.
– Por supuesto, han dicho la verdad. Los diez mil dólares que han dejado en esta mesa lo corroboran. Pero ese Rocard… Usted tiene experiencia policial, inspector. ¿Cuántos años de servicio de calle?
– Quince, señor.
– Déme su opinión.
– La descripción física es interesante porque, según los hermanos Jobert, no hay tal descripción. No es un tipo corpulento, no medirá más de metro sesenta y cinco. Ojos sin color definido, cabello rubio. Gaston dice que cuando lo conoció creyó que era un enclenque, y luego dejó medio muerto a un tipo dos veces más grande que él en menos de cinco segundos.
– Adelante -encendió un cigarrillo Hernu.
– Pierre dice que su francés es demasiado perfecto.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– No se sabe; sólo que siempre le pareció que había algo extraño en él.
– ¿Cómo si no fuese francés en realidad?
– Exacto. Dos puntos de interés al respecto. Suele silbar una cancioncilla rara, y Gaston se ha quedado con ella de oído, ya que es acordeonista. Dice que Rocard le explicó una vez que era una tonada irlandesa.
– Esto empieza a ponerse interesante.
– Segundo punto. Mientras estaba montando la ametralladora en la plataforma de la camioneta, allá en Valenton, les dijo a los muchachos que era una Kalashnikov y que además de munición normal disparaba trazadoras y perforadoras, etcétera. Dijo haber visto cómo se destrozaba con eso un Land Rover lleno de paracaidistas ingleses. Pierre no se atrevió a preguntarle dónde había visto tal cosa.
– ¿Así que olfatea usted el IRA por ahí, inspector? ¿Qué medidas ha tomado al respecto?
– He solicitado al personal de su departamento la colección de fotografías. Los Jobert están viéndolas ahora.
– Excelente -Hernu se puso en pie y esta vez llenó su taza personalmente-. ¿Cómo interpreta lo del hotel? ¿Cree posible que alguien le haya puesto sobre aviso?
– Quizá, pero no necesariamente -contestó Savary-. Quiero decir que… ¿qué tenemos ahí? Un verdadero profesional, dispuesto a dar el golpe de su vida. Quizá fue sólo que adoptaba precauciones excepcionales, para asegurarse de que nadie le siguiera hasta su verdadero destino. En una palabra, yo no me fiaría ni un pelo de los Jobert, conque ¿por qué iba a hacerlo él?
Se encogió de hombros y Max Hernu apuntó con astucia:
– Hay algo más. Dígalo ya.
– Me da mala espina ese individuo, coronel. Creo que nos las tenemos que ver con alguien fuera de lo corriente. Podemos suponer que hizo lo del hotel porque sospechaba que Gaston estaba siguiéndole, pero luego querría averiguar por qué. Es decir, si era sólo curiosidad de los Jobert o si había algo más.
– ¿Significa eso que pudo quedarse por allí hasta que llegaron los nuestros?
– Es muy posible. Aunque por otra parte, quizá no sabía que Gaston estuviera siguiéndole, y lo del hotel fue sólo una precaución rutinaria, un truco aprendido en la Resistencia, durante la guerra.
Hernu asintió.
– Correcto. Vamos a ver si han terminado. Dígales que pasen.
Savary salió y regresó con los hermanos Jobert, que traían muecas de preocupación en las caras.
– ¿Y bien? -dijo Hernu.
– No hubo suerte, coronel. No está en los libros.
– De acuerdo -contestó Hernu-. Vayan abajo ahora, que les conducirán de vuelta a casa. Más tarde pasaremos a recogerles otra vez.
– ¿Para qué, coronel? -preguntó Pierre.
– Para que el hermano de usted pueda ir a Valenton con la furgoneta Renault y usted pueda seguirle con el coche, tal como les indicó Rocard. Ahora, salgan -lo que hicieron los hermanos a toda prisa, mientras Hernu se volvía hacia Savary-. Nos encargaremos de que la señora Thatcher sea conducida por otro camino más seguro, pero sería una lástima decepcionar al amigo Rocard.