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– Si es que aparece, coronel.

– Nunca se sabe. A lo mejor lo hace. Ha conducido usted este asunto con mucha habilidad, inspector. Me parece que voy a tener que secuestrarle para la Sección Quinta, ¿le importaría?

«¿Le importaría?» Savary estaba casi sofocado de emoción.

– Sería un honor para mí, señor.

– Bien. Vaya y tome una ducha y un desayuno. Nos veremos luego.

– ¿Y usted, coronel?

– Yo, inspector… -rió Hernu al tiempo que consultaba su reloj-. Las cinco y cuarto. Voy a llamar al Intelligence Service británico de Londres. Para sacar de la cama a un antiguo amigo mío. Es el que puede ayudarnos a resolver nuestro misterio, si alguien puede.

La dirección general del British Security Service ocupa un voluminoso edificio de ladrillo blanco y rojo, no lejos del hotel Hilton de Park Lane, aunque muchas de las secciones de aquél están repartidas en diferentes lugares de la capital. El número especial al que llamó Max Hernu era el de un departamento llamado Grupo Cuarto, establecido en el tercer piso del Ministerio de Defensa. Fue creado en 1972 para encargarse de la lucha contra el terrorismo y la subversión en las islas Británicas. Sólo rendía cuentas al primer ministro, y desde su fundación había sido administrado por un solo hombre, el brigadier Charles Ferguson, que se hallaba durmiendo en su piso de Cavendish Square cuando le despertó el teléfono de la mesita de noche.

– Ferguson -despabiló al segundo, sabiendo que debía ser algo importante.

– Es. París, brigadier -anunció una voz anónima-. Prioridad uno. El coronel Hernu.

– Pase la llamada y conecte el secráfono.

Ferguson se sentó en la cama. Era un hombre desaliñado, corpulento, de sesenta y cinco años, de alborotado cabello gris y papada.

– ¿Charles? -Hernu hablaba inglés a la perfección.

– Querido Max, ¿a qué debo esta llamada en hora tan intempestiva? Has tenido suerte al encontrarme; el poder establecido quiere mi jubilación y la de todo el Grupo Cuarto.

– Qué absurdo.

– Tienes razón, pero hace años que nuestra situación de autonomía molesta al director general. ¿En qué puedo servirte?

– La señora Thatcher pernocta en Choisy. Tenemos los detalles de un complot para atentar contra ella mañana, en el recorrido hacia la pista militar de Valenton.

– ¡Dios mío!

– Está todo controlado. La señora regresará a su casa por otro camino, pero aún es posible que el individuo en cuestión se haga presente. Aunque lo dudo, le esperaremos de todos modos esta tarde.

– ¿Quién es? ¿Alguien a quien conozcamos?

– Por lo que dicen nuestros informantes, sospechamos que es irlandés, aunque habla nuestro idioma lo bastante bien como para hacerse pasar por nativo. La cuestión es que los testigos han pasado revista a nuestros ficheros sobre el IRA, sin ningún resultado.

– ¿Tienes una descripción?

Hernu le repitió lo que sabía.

– Me temo que no es gran cosa.

– Voy a hacer que lo pasen por el ordenador y te pondré al corriente. Cuéntame los detalles -lo que Hernu hizo, y cuando hubo terminado Ferguson comentó-: A ése no le veréis más el pelo, muchacho. Te apuesto una cena en el grill del Savoy la próxima vez que te asomes por aquí.

– Tengo un presentimiento en este caso; creo que es un tipo diferente -dijo Hernu.

– Y sin embargo no está en vuestros libros, y eso que procuramos teneros al día.

– Lo sé -dijo Hernu-. Y tú eres el experto en materia de IRA, conque, ¿qué te parece que hagamos?

– En eso estás equivocado -dijo Ferguson-. El experto principal en materia de IRA lo tenéis allá en París. Es nuestro amigo irlandés-norteamericano Martin Brosnan. Al fin y al cabo, estuvo en las filas de ellos hasta mil novecientos setenta y cinco. Tengo entendido que ahora es profesor de filosofía política en la Sorbona.

– Tienes razón -respondió Hernu-. Lo había olvidado.

– Está hecho un ciudadano respetable, publica libros y vive bastante bien gracias a los millones que le dejó su madre al fallecer en Boston hace cinco años. Si tienes un misterio entre manos, él puede ser el hombre indicado para solucionarlo.

– Gracias por la sugerencia -dijo Hernu-. Pero veamos antes qué pasa en Valenton. Te pondré al corriente.

Ferguson colgó, pulsó un llamador de pared y se levantó. Al momento se abrió la puerta y apareció su sirviente, un ex gurja, poniéndose una bata sobre el pijama.

– Emergencia, Kim. Voy a llamar a la capitana Tanner y luego tomaré un baño. El desayuno, cuando llegue ella.

El gurja se retiró. Ferguson descolgó el teléfono y marcó un número.

– ¿Mary? Aquí Ferguson. Asunto importante. Te necesito en Cavendish Square antes de una hora. ¡Ah, sí! Y será mejor que te pongas el uniforme; recuerda que tenemos reunión en Defensa a las once. Siempre los impresionas más con las pinturas de guerra.

Colgó y pasó al cuarto de baño sintiéndose muy despierto y sumamente animado.

Eran las seis y media cuando el taxi recogió a Mary Tanner a la puerta de su vivienda de Lowndes Square. El conductor quedó impresionado, aunque esto le ocurría a mucha gente cuando ella, como en esta ocasión, lucía el uniforme de capitana del cuerpo femenino con las alas del cuerpo aéreo del ejército sobre la pechera izquierda; debajo de éstas, la cinta de la medalla de San Jorge, condecoración al valor de no pequeña distinción, así como otras por servicios en la campaña de Irlanda y en el cuerpo de pacificación de las Naciones Unidas en Chipre.

Era menuda de cuerpo, de cabello negro y corto, con veintinueve años de edad y muchos de servicio. Hija de un médico, estaba licenciada en letras por la universidad de Londres y había intentado dedicarse a la enseñanza, pero le pareció una ocupación tediosa en exceso. Tras enrolarse en el ejército hizo casi toda su carrera en la policía militar, y pasó una temporada en Chipre. Destinada por tres veces al Ulster, fueron los incidentes de Derry los que le valieron una cicatriz en la mejilla izquierda y la medalla que llamó la atención de Ferguson, del que hacía dos años había pasado a ser ayudante.

Pagó el taxi y subió a toda prisa por la escalera hasta el piso de la primera planta, cuya puerta abrió con su propia llave. Ferguson estaba en su elegante estudio, sentado en el sofá delante de la chimenea, con una servilleta al cuello, mientras Kim le servía unos huevos escalfados.

– Llegas a tiempo -dijo-. ¿Qué te gustaría tomar?

– Un té, por favor. Earl Grey, Kim, y una tostada con miel.

– Conservando la figura, ¿eh?

– Demasiado temprano para chistes machistas, ¿no le parece, brigadier? ¿Cuál es el caso?

La puso al corriente al tiempo que desayunaba. Ella escuchó con atención mientras Kim le servía el té y la tostada.

Cuando hubo concluido la explicación, ella comentó:

– Ese Brosnan… Nunca oí hablar de él.

– Es porque pertenece a los viejos tiempos, querida. Tendrá unos cuarenta y cinco años ahora. En la biblioteca encontrarás un expediente acerca de él. Nació en Boston, de una de esas familias de Norteamérica asquerosamente ricas. De muy alta sociedad. Su madre era dublinesa. Empezó como chico rico, estudios en Princeton y todo eso. Luego lo estropeó todo presentándose como voluntario para el Vietnam. Creo que eso fue en mil novecientos sesenta y seis. Sirvió con los Rangers en la aerotransportada y se licenció con el grado de sargento y cargado de condecoraciones.

– ¿Qué tiene eso de raro?

– Pudo ahorrarse el ir al Vietnam a través de las prórrogas por estudios, pero no lo hizo. Y se alistó como soldado raso. No deja de ser excepcional en una persona de su extracción social.

– Viejo cargado de prejuicios, eso es lo que es usted. ¿Qué hizo luego?